PROGRAMA Nº 1164 | 27.03.2024

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¿CÓMO HACÍA JESÚS SUS MILAGROS? (Segunda Parte)

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La misma palabra “milagro” viene del latín “mirari”, que significa “ad mirarse”. La condición, pues, para que haya milagro, es que se trate de un hecho ante el cual la gente se admire, sin importar si tiene explicación o no. Si nos ponemos ahora a analizar los milagros de Jesús llegamos a la misma conclusión. No hay duda de que realizaba hechos asombrosos, no esperados de cualquier persona, sino sólo de alguien con su extraordinaria irradiación personal.

Pero de ahí a pensar que tales hechos suspendían las leyes de la naturaleza es ir más allá de las enseñanzas del Evangelio. Ya san Agustín, en su famoso libro sobre la Trinidad (I,3.89.13), afirmaba que los milagros bíblicos nunca superan las leyes de la creación. Que, por ejemplo, Jesús tomara de la mano a la suegra de Pedro y la cu rara (Mc 1,3031), era un verdadero “milagro” para los discípulos de Jesús, aun cuando hoy algún psiquiatra pueda explicar este prodigio por las leyes de la psicología. Lo mismo ocurre con el prodigio obrado en favor del centurión romano. Éste va a buscar a Jesús para que lo cure a un servidor suyo paralítico. Jesús le dice que vuelva tranquilo porque su servidor ya está mejor.

Cuando el oficial regresa a su casa, encuentra al enfermo curado (Mt 8,513). ¿Acaso eso mismo no ocurre hoy todos los días? Un creyente va a pedirle a Jesús por una persona enferma. Quizás va a la Iglesia, o a un templo, o a una capilla. Luego regresa a su casa y descubre que esa persona está mejor. El problema es que casi nadie ve en estos casos un milagro porque la curación generalmente tiene alguna explicación natural (la persona fue atendida por los médicos, le dieron remedios adecuados). En cambio el que tiene fe, descubre allí el mismo tipo de milagro relatado por los evangelios.

Pongamos otro ejemplo. Jesús un día tomó cinco panes, los multiplicó y con ellos dio de comer a cinco mil personas (Mt 14,1321). ¿Cómo fue que aparecieron los panes? Los evangelios no especifican si “salían de las mangas de Jesús”, si “caían del cielo”, o si “brotaban de las manos de la gente”. Sólo dice que “Jesús tomó los cinco panes... los partió, se los dio a los discípulos y éstos se los dieron a la multitud, y comieron todos hasta saciarse”. Ahora bien, supongamos por un momento que muchas de aquellas personas hayan tenido cada una sus provisiones (no es improbable que la gente, al emprender un viaje tan largo siguiendo a Jesús a un lugar desértico, haya llevado algo para comer). Y que al llegar la tarde sintieron hambre, pero el egoísmo les impedía mostrar lo que tenían para no tener que convidar a los demás. Entonces, ante la prédica de Jesús sobre el amor y el desprendimiento, alguien tomó sus panes y sus peces y ofreció compartirlos. Y al instante, siguiendo su ejemplo, los demás sacaron también lo que habían lleva do, de manera tal que todos pudieron comer, saciarse, y hasta sobró comida.

Esto no es más que una hipótesis (sostenida por algunos biblistas). Pero si así hubiera sucedido, igual mente habría habido un milagro. Porque hacer aparecer pan de la nada, o convertir a cinco mil personas egoístas y mezquinas en gente generosa y capaz de compartir lo suyo, es un hecho inusual, y los que tenían fe pudieron descubrir allí la mano de Dios actuando. Por lo tan to, se daban las dos características de todo milagro. Podemos, pues, concluir que los milagros que Jesús realizaba no debieron de ser tan espectaculares e impactantes, porque si no todo el mundo habría estado obligado a creer en Él y a aceptarlo. Así, cuando Jesús curó a una mujer encorvada, el jefe de la sinagoga en vez de quedar estupefacto por semejante prodigio, se molesta por que Jesús la había curado en sábado (Lc 13,14); quiere decir que no le impresionó tanto aquel hecho y que le pareció natural; sólo le reclama que debería haberlo realizado otro día de la semana. Lo mismo cuando sanó a un ciego de nacimiento: los fariseos en lugar de maravillarse por algo nunca visto, se enojan por haberlo hecho en sábado (Jn 9,16). Y cuando Jesús exorcizó a un endemoniado sordo y mudo, dice el Evangelio que los fariseos no creyeron en él porque ellos también podían hacer lo mismo (Mt 12,27).

Por lo tanto, los milagros que Jesús hacía no debieron de conmover a todos de la misma manera, sino sólo a los que tenían fe en él. Los otros no los veían. Incluso en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, dice Jesús que cuando aquél le pide a Abraham que permita regresar a Lázaro a la tierra para que predicara sobre el infierno, Abraham le con testa: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, ni aunque un muerto resucite se convencerán” (Lc 16.31). Con lo cual Jesús restó espectacularidad a los mismos milagros de resurrección que él hacía, y puso por encima de ellos al poder de la predicación. Podríamos imaginar que los signos y prodigios que Jesús realizaba no debieron de ser muy diferentes a los que suceden hoy en algunas de nuestras comunidades, grupos o reuniones de oración. De pronto alguien con parálisis comienza a caminar, o a mover alguna parte de su cuerpo, o algún mudo a hablar. Quienes tienen fe descubren allí un milagro. Y los que no, buscan explicarlo de otra manera.

Se cuenta del gran pensador y filósofo francés Blas Pascal que cierto día se dio cita con un amigo en un castillo, sobre la cima de una colina. A poco de estar aguardándolo, llegó éste con el rostro desencajado, la ropa rota, y el cuerpo lleno de magullones y heridas. “– ¿Qué te sucedió? –preguntó Pascal. – ¡No te imaginas el milagro que Dios acaba de hacerme! –replicó su amigo–. Cuando venía hacia acá, mi caballo resbaló cerca de una pendiente. Yo me caí, y fui rodando y resbalando, pero me detuve precisamente al borde del precipicio. ¿Te imaginas? ¡Qué milagro que acaba de hacerme Dios! A lo que Pascal respondió: – ¡Y qué milagro que acaba de hacerme Dios a mí, que cuando venía ni siquiera me caí del caballo!”. Cuántos milagros hace Dios cada día para nosotros.

Milagros que nunca vemos, y en los que ni caemos en cuenta. Cuántas veces en nuestra vida nos ha sacado asombrosamente de dificultades, nos ha sanado de miedos y angustias, nos ha socorrido en los malos momentos, nos hizo traspasar ilesos tantos peligros, nos asistió en las desgracias diarias, nos proporcionó lo necesario en el momento justo, nos regaló la compañía de ciertas personas. Pero no los advertimos. Porque nos resultan demasiado “naturales”. Esperamos siempre los otros milagros. Los inexplicables, los antinaturales, los incomprensibles. Y por no saber mirar con fe, y descubrir cuántas cosas insólitamente buenas nos pasan du rante el día gracias a que Dios está a nuestro lado, muchas veces llega la noche y pensamos que hemos vivido sólo un día anodino, ordinario, intranscendente, casi sin Dios, y por eso sin entusiasmo. Pero Dios sigue haciendo milagros. Los mismos que hacía en la época de Jesús. Y tenemos que acostumbrarnos a descubrirlos. Habituar nuestros ojos a ellos. Entonces sí aparecerán deslumbrantes, majestuosos, impactantes, y nos cambiarán la vida. Como cambiaron la vida de los apóstoles, que en el fondo veían lo mismo que nosotros.

Fuente:
Artículo extractado de la revista “Vida Pastoral” del Editorial san Pablo - Argentina

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