Durante el periodo románico las custodias eucarísticas –torres, palomas
y píxides– se colgaban sobre el altar, pero al desaparecer el antiguo ciborio
se modificó el modo de suspensión. Generalmente se fijaba un colgadero con
forma de cruz en el retablo y se colgaba la custodia en la parte alta. En el
periodo románico el oro y la plata fueron los materiales habituales para la
fabricación de las custodias eucarísticas, cualquiera que fuese su forma. Para
decorar las píxides se usaron también piedras preciosas. Aunque también se usó
el cobre dorado y esmaltado, el marfil e incluso la madera. Durante el periodo
gótico el modo de guardar el Santísimo Sacramento presenta distintas
soluciones. La custodia –torre, paloma o píxide– se suspendía sobre el altar
envuelto en un velo. Normalmente, sin embargo, la custodia se guardaba en un
pequeño armario o sagrario empotrado en la pared, a la derecha o a la izquierda
del altar.
Se ponía mucho esmero, sobre todo en las iglesias de una cierta
importancia, en adornar la puerta del sagrario con elegantes herrajes y también
con pinturas, todo ello enmarcado por un arco agudo sostenido por pequeños
pilares revestidos de arquitos y que terminaban en pináculos. De todos modos,
se ponía cuidado en decorar con pinturas tanto el interior como la puerta del
sagrario. Una apertura circular o con forma de trébol o de cuadrifolio, cerrada
por una reja, practicada en la pared en correspondencia con el interior del
sagrario, permitía a los fieles adorar en cualquier momento desde fuera el
Santísimo Sacramento.
Una lámpara encendida frente a la apertura señalaba desde lejos el lugar
donde se guardaba el pan transubstanciado. Con la llegada del siglo XVI ya no
es suficiente este ornato, significativo pero modesto armario, aunque de cierto
interés artístico. Empiezan a aparecer los primeros edículos del Sacramento,
que en un primer momento –finales del siglo XIV– fueron una característica casi
exclusiva de las iglesias del norte de Europa. El origen de estos edículos nos
revela cómo el Espíritu Santo guía a los fieles y se debe a la piedad popular
que, en la Edad Media, deseaba contemplar la Hostia consagrada, tanto durante
la misa, en el momento de la elevación, como fuera de la celebración.
El culto de la Eucaristía se centra en las llamadas exposiciones
públicas, que multiplicaban las exposiciones eucarísticas casi como por un
multiplicarse de la fe cordial y sencilla y la vez profunda y preciosa. La
exposición pública no era más que el culto público del Cuerpo del Señor con la
Hostia expuesta a la adoración dentro de un ostensorio. Esta práctica estaba
tan arraigada en el pueblo que algunas medidas restrictivas establecidas por
algunos Sínodos no lograron limitarla. De todos modos, podemos anotar que la
primera fiesta del Corpus Christi fue celebrada por los canónigos de Lieja en
1247. En 1264 el papa Urbano IV la extendió a toda la Iglesia, pero sólo en
1316 el papa Juan XXII la aprobó definitiva y providencialmente. Los edículos
eucarísticos fueron el punto de encuentro entre la piedad popular y las
disposiciones sinodales, puesto que realizaron una especie de exposición
permanente del Santísimo Sacramento ante los fieles. Se presentan como
construcciones monumentales, con forma de torre que a veces llegaba hasta la
bóveda, con predomino del estilo ojival, dentro de las cuales se guardaba la
Hostia consagrada en un vaso transparente colocado detrás de una ancha reja
metálica, para que los fieles pudieran contemplar, aunque confusamente, el
Sacramento.
La última fase histórica de la evolución del tabernáculo, como custodia
eucarística, sobre la mesa del altar, se da a principios del siglo XVI. En
Italia, el pionero de esta solución fue el piadoso obispo de Verona, monseñor
Matteo Giberti, que la adoptó en las iglesias de su diócesis. Por precisión
histórica esta disposición ya la encontramos en las Ordinationes de los
Ermitaños de san Agustín, redactadas bajo Alejandro IV (1254-1261): «Queremos que en todas nuestras iglesias se
guarde el Cuerpo de Cristo en un ciborio colocado sobre el altar mayor, dentro
píxides de marfil o de otra materia preciosa, en cantidad modesta, cubierto con
un velo limpísimo».
La disposición de monseñor Giberti tuvo especial resonancia en la Italia
del norte y pronto se extendió también a las otras diócesis; la primera fue
Milán, por obra de san Carlos Borromeo, que dispuso trasladar la residencia del
Santísimo Sacramento de la sacristía a un altar de la Catedral. En Roma esta
iniciativa fue apoyada por el papa Pablo IV. En 1614 el Rituale de Pablo V lo
imponía a las iglesias de su diócesis aconsejando su adopción también a las
otras. Fuera de Italia varios concilios dejaron libertad de opción sobre el
lugar de custodia del Santísimo Sacramento; se prefirió, en general, usar tabernáculos
murales y, donde existían, los edículos eucarísticos.
Como es sabido, eran los años de la aplicación de las normas del
Concilio de Trento (1545-1563) que, en este caso, reaccionaba contra la
doctrina protestante que negaba la permanencia de la presencia real de Cristo
en las especies eucarísticas. A la exigencia de afirmar la doctrina católica se
debe la difusión de colocar el tabernáculo, bien visible, sobre el altar mayor.
Lo más habitual es que tuviera forma de casita y que se colocara en la parte
alta del altar con tres órdenes de gradillas al lado sobre las que se colocaban
los candeleros para los cirios, a veces numerosos, sobre todo con ocasión de
las solemnes exposiciones eucarísticas.
Hacia la mitad del siglo XVIII la colocación del tabernáculo sobre el
altar era ya una práctica común en casi todas las iglesias, por lo que
Benedicto XIV en su constitución Accepimus (16 de julio de 1746) la declaraba
«disciplina vigente». Fue aceptada universalmente a raíz del decreto de la
Sagrada Congregación de los Ritos del 16 de agosto de 1863 que prohibía cualquier
otra forma de custodia. La disciplina actual sobre el lugar en que se debe
conservar la Santísima Eucaristía es un fruto de la renovación litúrgica
llevada a cabo por el Concilio ecuménico Vaticano II. En la mayor parte de
nuestras iglesias, por conocidas razones históricas, el elemento central
–dominante respecto al propio altar– ha sido, durante casi cuatro siglos, el
tabernáculo eucarístico.
La adaptación litúrgica de las iglesias existentes, que tiene por
objetivo exaltar la primacía de la celebración eucarística y, por tanto, la
centralidad del altar, debe reconocer también la función específica de la
reserva eucarística. Se considera necesario, por eso, que, con motivo de
posibles intervenciones de adaptación, se dedique un cuidado especial al
“lugar” y a las características de la reserva eucarística. En este caso,
reservar un lugar propio para la conservación de la Eucaristía ha de entenderse
de tal modo que permita subrayar aún más el misterio de la permanencia de la
presencia real y crear las condiciones para su adoración. También la
localización y la eventual realización de una nueva noble custodia eucarística
deben facilitar la identificación y el acceso directo a ella en un ambiente
recogido y favorable a la adoración personal. En el caso de que la capilla
eucarística no fuera visible inmediatamente al entrar en la iglesia, se debe
pensar en indicaciones apropiadas que, con claridad y buen gusto, conduzcan a
ella.
En la capilla, como en el local para las celebraciones, no han de faltar
nunca bancos con reclinatorio para que se tenga siempre la posibilidad de hacer
la adoración arrodillados. En todo caso, hay que recordar que en cada iglesia
el tabernáculo para la reserva y para la adoración eucarística debe ser único. El
Santísimo Sacramento debe ser reservado en un lugar arquitectónico
verdaderamente importante, normalmente distinto de la nave de la iglesia,
apropiado para la adoración y la oración, sobre todo personal, noblemente
ornamentado y adecuadamente iluminado. El tabernáculo, además de ser único, ha
de ser también inamovible, sólido e inviolable, no transparente. No se olvide
disponer a su lado el lugar para la lámpara que debe arder constantemente, como
signo de honor tributado al Señor.
No está de más aludir a los vasos sagrados destinados al cuerpo y la
sangre del Señor durante la misa (cáliz, patena) y durante la adoración
eucarística (ostensorio).
Recientemente la Congregación para el culto divino y la disciplina de
los sacramentos ha publicado una instrucción «sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la
Santísima Eucaristía» que se ocupa también de los vasos sagrados,
recordando que deben ser elaborados con materiales considerados nobles, según
las varias regiones, que se deben evitar vasos de uso común o sin ningún valor
artístico (cita explícitamente simples cestos, vasos de cristal, arcilla, creta
y otros materiales frágiles), y esto porque «con su uso se tribute honor al
Señor y se evite absolutamente el peligro de debilitar, a los ojos de los
fieles, la doctrina de la presencia real de Cristo en las especies
eucarísticas»
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