PROGRAMA Nº 1164 | 27.03.2024

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LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO Y EL CAMINO HACIA LA SANTIDAD (Segunda Parte)

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El temor de Dios y la lucha contra el pecado

Santidad significa, entre otras cosas, pureza de alma, limpieza, ausencia de mancha. Santidad y pecado se oponen radicalmente. Con las únicas excepciones de Jesucristo y María Santísima, el pecado es una realidad presente en la vida de todo cristiano, con la que siempre hay que contar en esta tierra. Ningún santo ha alcanzado la impecabilidad ni se ha sentido impecable. Incluso los que nos hablan con más atrevimiento de una profunda, continua y transformante identificación con Dios en las cumbres de la santidad, están convencidos de poder perder en cualquier momento esa situación privilegiada -que además ven siempre como don inmerecido- y caer de nuevo en los abismos del pecado, por muy alejados que en esos momentos se vean de él.

No obstante, resulta claro que la lucha contra el pecado, y específicamente contra el pecado mortal, aparece como secundaria en la vida de las almas santas, claramente dominadas y dirigidas por el amor de Dios. En cambio, los primeros pasos de aquellos que se proponen seguir más de cerca a Jesucristo suelen estar marcados por una gran necesidad de conversión, de purificación interior, que aleje de forma determinante el pecado de sus vidas, liberándose todo lo posible de la inclinación al mal, para poder dirigir de verdad su inteligencia, su voluntad y sus sentidos a Dios como objetivo principal, y cuanto antes fin único, incluso, de su existencia.

Los libros de espiritualidad están llenos de excelentes consejos, recomendaciones, propuestas prácticas concretas, etc., en esa lucha contra el pecado y sus adláteres: concupiscencia, tentaciones, “enemigos del alma”,… Pero entre ellos hay que destacar la docilidad al Espíritu Santo, manifestada particularmente como Espíritu de temor de Dios. Efectivamente, sólo Dios puede perdonar los pecados, y sólo El puede ayudar eficazmente al alma a alejarse del peligro del pecado. El miedo al mismo pecado y a sus consecuencias (el castigo que merece, el daño causado a la propia alma y a los demás) puede ayudar, pero tiende a quedarse muy corto; más aún, si ese miedo se entiende como temor a Dios, a su justicia vindicativa, puede ser incluso contraproducente, al falsear la auténtica imagen de un Dios que, ante todo, es Padre, Amor y Misericordia: atributos sin los que no se puede entender la verdadera Justicia divina.

El don de temor de Dios se nos presenta desde otra perspectiva, que en el fondo es precisamente la perspectiva del Amor. Como tantos escritores cristianos han subrayado desde la antigüedad, se trata, en efecto, de un temor filial, no servil: por eso subrayamos que es temor de Dios. Sí se puede hablar de una cierta componente servil de ese temor, en cuanto refuerza precisamente el miedo al propio pecado y a los peligros de dejarse dominar por el demonio, o lo carnal. De ahí, en particular, que Santo Tomás de Aquino relacione este aspecto del don de temor con la virtud de la templanza. Pero, sobre todo, este don divino nos hace comprender la maldad del pecado como ofensa a Dios, como pérdida del amor de Dios, como infidelidad del hijo con su Padre. Es el temor de haber ofendido a un Padre tan bueno, en el pecador que se arrepiente; o el temor de poder ofenderle y así alejarse de su maravilloso amor, o perderlo para siempre incluso, en el que desea huir lo más lejos posible del pecado.

El hijo pródigo de la parábola siente, sin duda, todo el peso del pecado y de sus consecuencias, hasta físicas, pero le mueve sobre todo en su arrepentimiento la amabilísima figura de su padre, al que ha despreciado: se deja llevar por un verdadero temor filial, con el que reencuentra el amor paterno: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, le vio el padre y, compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos” (Lc 15, 18-20).

De forma sencilla, pero profunda y audaz, como es habitual en ella, expresa las claves del verdadero temor filial la más reciente doctora de la Iglesia, Santa Teresa del Niño Jesús, en una de sus cartas: “Quisiera tratar de hacerle comprender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a las almas que confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que, al ir a castigarlos, ve que uno de ellos se echa a temblar y se aleja de él aterrorizado, llevando en el corazón el sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el contrario, se arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta haberlo disgustado, que lo quiere y que, para demostrárselo, será bueno en adelante; si, además, este hijo pide a su padre que lo castigue con un beso, yo no creo que el corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón… Sobre el primer hijo, querido hermanito, no le digo nada, usted mismo comprenderá si su padre podrá amarle tanto y tratarle con la misma indulgencia que al otro…”

Este aspecto del temor de Dios, filial, y que brota del amor, es, a nuestro juicio, el principal y como su razón formal. De ahí su relación, volviendo a Santo Tomás, con la virtud de la esperanza. La esperanza es deseo y confianza, y ambos se ven claramente reforzados por la imagen amorosa y misericordiosa de Dios Padre, del Corazón redentor de Cristo, de un Espíritu que es Espíritu de Amor y Compasión: en un Dios así se puede confiar plenamente y su poderoso atractivo enciende nuestro deseo. Junto a la templanza y la esperanza, el don de temor guarda también una particular relación con la virtud de la humildad; lo cual además resulta coherente con su especial papel en los primeros pasos de la vida cristiana. En efecto, la humildad es fundamento imprescindible en el camino de santidad; y el don de temor afianza ese fundamento en el alma. Para mostrarlo, basta recordar el conocido texto teresiano: “Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira”

Esta doble verdad queda, en efecto, iluminada por el don de temor de Dios, que nos muestra la distancia abismal que separa a la criatura del Creador. Así lo enseña otro de los grandes maestros de la humildad, San Benito: “El primer grado de humildad consiste en que poniendo siempre ante sus ojos el temor de Dios, huya echarlo jamás en olvido, y acordándose siempre de cuanto Dios tiene mandado, considere de continuo en su corazón, cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios, y cómo la vida eterna está aparejada para los que le temen. Y absteniéndose en todo tiempo de los pecados y vicios, de los pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y de la voluntad propia, procure también atajar los deseos de la carne. Piense el hombre que Dios le está mirando a todas horas desde los cielos, y que la mirada de la divinidad ve en todas partes sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante. Esto nos demuestra el Profeta cuando nos inculca que Dios siempre tiene presentes nuestros pensamientos, diciendo: ‘Dios escudriña nuestros corazones y todo nuestro interior’ (Ps 7, 10). Y también: ‘El Señor conoce los pensamientos de los hombres’ (Ps 93, 11). Y aun: ‘De lejos conociste mis pensamientos’ (Ps 138, 3), y: ‘El pensamiento del hombre te será manifiesto’ (Ps 75, 11)”

Al mismo tiempo, el don de temor nos ayuda a superar ese mismo abismo que nos separa de Dios, confiados sólo en el Amor divino, no en nosotros mismos. Esta es la verdadera humildad cristiana: la que, convencida de su nada se lanza audazmente en brazos del que lo es Todo. Volvamos a oír a Santa Teresa de Jesús, en una oración que parece particularmente dirigida por la humildad y el temor de Dios:

“¡Oh, Jesús mío! ¡Qué es ver un alma que ha llegado aquí caída en un pecado, cuando Vos por vuestra misericordia la tornáis a dar la mano y la levantáis! ¡Cómo conoce la multitud de vuestras grandezas y misericordias y su miseria! Aquí es el deshacerse de veras y conocer vuestras grandezas; aquí el no osar alzar los ojos; aquí es el levantarlos para conocer lo que os debe; aquí se hace devota de la Reina del Cielo para que os aplaque; aquí invoca los santos que cayeron después de haberlos Vos llamado, para que la ayuden; aquí es el parecer que todo le viene ancho lo que le dais, porque ve no merece la tierra que pisa; el acudir a los Sacramentos; la fe viva que aquí le queda de ver la virtud que Dios en ellos puso; el alabaros porque dejastes tal medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sobresanan, sino que del todo las quitan. Espántanse de esto. Y ¿quién, Señor de mi alma, no se ha de espantar de misericordia tan grande y merced tan crecida a traición tan fea y abominable?; que no sé cómo no se me parte el corazón cuando esto escribo, porque soy ruin”

Por todo lo dicho, se comprende el valor particular que tiene el don de temor de Dios en determinados actos o momentos de la vida cristiana: la recepción del sacramento de la Penitencia, los actos de contrición y desagravio, la mortificación voluntaria en cuanto expiación, las purificaciones pasivas del alma, etc. En cierto sentido, las almas santas suelen necesitar de nuevo particularmente este don en esos tiempos de sequedad, aridez, abandono, con que Dios frecuentemente les fortalece en momentos determinados de su vida. Son tiempos de “esperar contra toda esperanza” (cfr. Rom 4, 18). Así se explica también que el mismo Jesucristo, a pesar de la total ausencia de pecado en su vida, dispusiera de este don y lo utilizara; particularmente frente a las tentaciones del diablo en el desierto, y más claramente aún en la agonía del huerto y en el momento cumbre de la cruz. Su oración: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42); y el “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27, 46), unido al “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46), me parecen los mayores ejemplos de la fuerza y hondura que puede alcanzar el don de temor de Dios en un alma santa, reforzando la confianza y el abandono en Dios.

Tampoco María tuvo mancha de pecado, pero la turbación llena de sencillez y humildad que siente ante el anuncio del Angel, o la identificación con el dolor de su Hijo, no sólo físico sino también moral, al pie de la Cruz, no se explican sin una fuerte y clara intervención del don de temor de Dios.


Extractado del artículo publicado en “Scripta Theologica” 30 (1998/2), 531-557), por Padre Javier Sesé. Facultad de Teología. Universidad de Navarra

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