El temor de Dios y la lucha contra
el pecado
Santidad
significa, entre otras cosas, pureza de alma, limpieza, ausencia de mancha.
Santidad y pecado se oponen radicalmente. Con las únicas excepciones de
Jesucristo y María Santísima, el pecado es una realidad presente en la vida de todo cristiano,
con la que siempre hay que contar en esta tierra. Ningún santo ha alcanzado la
impecabilidad ni se ha sentido impecable. Incluso los que nos hablan con más
atrevimiento de una profunda, continua y transformante identificación con Dios
en las cumbres de la santidad, están convencidos de poder perder en cualquier
momento esa situación privilegiada -que además ven siempre como don inmerecido-
y caer de nuevo en los abismos del pecado, por muy alejados que en esos
momentos se vean de él.
No
obstante, resulta claro que la lucha contra el pecado, y específicamente contra
el pecado mortal, aparece como secundaria en la vida de las almas santas, claramente dominadas
y dirigidas por el amor de Dios. En cambio, los primeros pasos de aquellos que
se proponen seguir más de cerca a Jesucristo suelen estar marcados por una gran
necesidad de conversión, de purificación interior, que aleje de forma determinante
el pecado de sus vidas, liberándose todo lo posible de la inclinación al mal,
para poder dirigir de verdad su inteligencia, su voluntad y sus sentidos a Dios
como objetivo principal, y cuanto antes fin único, incluso, de su existencia.
Los
libros de espiritualidad están llenos de excelentes consejos, recomendaciones,
propuestas prácticas concretas, etc., en esa lucha contra el pecado y sus
adláteres: concupiscencia, tentaciones, “enemigos del alma”,… Pero entre ellos
hay que destacar la docilidad al Espíritu Santo, manifestada particularmente
como Espíritu de temor de Dios. Efectivamente, sólo Dios puede perdonar los
pecados, y sólo El puede ayudar eficazmente al alma a alejarse del peligro del
pecado. El miedo al mismo pecado y a sus consecuencias (el castigo que merece,
el daño causado a la propia alma y a los demás) puede ayudar, pero tiende a
quedarse muy corto; más aún, si ese miedo se entiende como temor a Dios, a su
justicia vindicativa, puede ser incluso contraproducente, al falsear la
auténtica imagen de un Dios que, ante todo, es Padre, Amor y Misericordia:
atributos sin los que no se puede entender la verdadera Justicia divina.
El hijo
pródigo de la parábola siente, sin duda, todo el peso del pecado y de sus
consecuencias, hasta físicas, pero le mueve sobre todo en su arrepentimiento la
amabilísima figura de su padre, al que ha despreciado: se deja llevar por un
verdadero temor filial, con el que reencuentra el amor paterno: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré:
Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado
hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, se vino a su
padre. Cuando aún estaba lejos, le vio el padre y, compadecido, corrió a él y
se arrojó a su cuello y le cubrió de besos” (Lc 15, 18-20).
De forma
sencilla, pero profunda y audaz, como es habitual en ella, expresa las claves del
verdadero temor filial la más reciente doctora de la Iglesia, Santa Teresa del
Niño Jesús, en una de sus cartas: “Quisiera
tratar de hacerle comprender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a
las almas que confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un
padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que, al ir a castigarlos, ve
que uno de ellos se echa a temblar y se aleja de él aterrorizado, llevando en el
corazón el sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el
contrario, se arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta haberlo
disgustado, que lo quiere y que, para demostrárselo, será bueno en adelante; si, además,
este hijo pide a su padre que lo castigue con un beso, yo no creo que el
corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su
hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá
a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle
siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón… Sobre el
primer hijo, querido hermanito, no le digo nada, usted mismo comprenderá si su
padre podrá amarle tanto y tratarle con la misma indulgencia que al otro…”
Este
aspecto del temor de Dios, filial, y que brota del amor, es, a nuestro juicio,
el principal y como su razón formal. De ahí su relación, volviendo a Santo
Tomás, con la virtud de la esperanza. La esperanza es deseo y confianza, y
ambos se ven claramente reforzados por la imagen amorosa y misericordiosa de
Dios Padre, del Corazón redentor de Cristo, de un Espíritu que es Espíritu de
Amor y Compasión: en un Dios así se puede confiar plenamente y su poderoso
atractivo enciende nuestro deseo. Junto a la templanza y la esperanza, el don de temor guarda también
una particular relación con la virtud de la humildad; lo cual además resulta
coherente con su especial papel en los primeros pasos de la vida cristiana. En
efecto, la humildad es fundamento imprescindible en el camino de santidad; y el don de temor afianza ese
fundamento en el alma. Para mostrarlo, basta recordar el conocido texto
teresiano: “Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo
es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y
quien esto no entiende, anda en mentira”
Esta
doble verdad queda, en efecto, iluminada por el don de temor de Dios, que nos muestra la
distancia abismal que separa a la criatura del Creador. Así lo enseña otro de los
grandes maestros de la humildad, San Benito: “El primer grado de humildad
consiste en que poniendo siempre ante sus ojos el temor de Dios, huya echarlo
jamás en olvido, y acordándose siempre de cuanto Dios tiene mandado, considere
de continuo en su corazón, cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que
menosprecian a Dios, y cómo la vida eterna está aparejada para los que le
temen. Y absteniéndose en todo tiempo de los pecados y vicios, de los
pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y de la voluntad propia,
procure también atajar los deseos de la carne. Piense el hombre que Dios le
está mirando a todas horas desde los cielos, y que la mirada de la divinidad ve
en todas partes sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante.
Esto nos demuestra el Profeta cuando nos inculca que Dios siempre tiene
presentes nuestros pensamientos, diciendo: ‘Dios escudriña nuestros corazones y
todo nuestro interior’ (Ps 7, 10). Y también: ‘El Señor conoce los pensamientos
de los hombres’ (Ps 93, 11). Y aun: ‘De lejos conociste mis pensamientos’ (Ps
138, 3), y: ‘El pensamiento del hombre te será manifiesto’ (Ps 75, 11)”
Al mismo
tiempo, el don de
temor nos ayuda a superar ese mismo abismo que nos separa de Dios, confiados
sólo en el Amor divino, no en nosotros mismos. Esta es la verdadera humildad
cristiana: la que, convencida de su nada se lanza audazmente en brazos del que
lo es Todo. Volvamos a oír a Santa Teresa de Jesús, en una oración que parece
particularmente dirigida por la humildad y el temor de Dios:
“¡Oh, Jesús mío! ¡Qué es ver un
alma que ha llegado aquí caída en un pecado, cuando Vos por vuestra
misericordia la tornáis a dar la mano y la levantáis! ¡Cómo conoce la multitud
de vuestras grandezas y misericordias y su miseria! Aquí es el deshacerse de
veras y conocer vuestras grandezas; aquí el no osar alzar los ojos; aquí es el
levantarlos para conocer lo que os debe; aquí se hace devota de la Reina del
Cielo para que os aplaque; aquí invoca los santos que cayeron después de haberlos
Vos llamado, para que la ayuden; aquí es el parecer que todo le viene ancho lo
que le dais, porque ve no merece la
tierra que pisa; el acudir a los Sacramentos; la fe viva que
aquí le queda de ver la virtud que Dios en ellos puso; el alabaros porque
dejastes tal medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sobresanan,
sino que del todo las quitan. Espántanse de esto. Y ¿quién, Señor de mi alma,
no se ha de espantar de misericordia tan grande y merced tan crecida a traición
tan fea y abominable?; que no sé cómo no se me parte el corazón cuando esto
escribo, porque soy ruin”
Por todo
lo dicho, se comprende el valor particular que tiene el don de temor de Dios en
determinados actos o momentos de la vida cristiana: la recepción del sacramento
de la Penitencia, los actos de contrición y desagravio, la mortificación
voluntaria en cuanto expiación, las purificaciones pasivas del alma, etc. En
cierto sentido, las almas santas suelen necesitar de nuevo particularmente este
don en esos tiempos de sequedad, aridez, abandono, con que Dios frecuentemente
les fortalece en momentos determinados de su vida. Son tiempos de “esperar
contra toda esperanza” (cfr. Rom 4, 18). Así se explica también que el mismo
Jesucristo, a pesar de la total ausencia de pecado en su vida, dispusiera de
este don y lo utilizara; particularmente frente a las tentaciones del diablo en
el desierto, y más claramente aún en la agonía del huerto y en el momento
cumbre de la cruz. Su oración: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero
no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42); y el “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?” (Mt 27, 46), unido al “Padre, en tus manos
entrego mi espíritu” (Lc 23, 46), me parecen los mayores ejemplos de la fuerza
y hondura que puede alcanzar el
don de temor de Dios en un alma santa, reforzando la
confianza y el abandono en Dios.
Tampoco
María tuvo mancha de pecado, pero la turbación llena de sencillez y humildad
que siente ante el anuncio del Angel, o la identificación con el dolor de su Hijo,
no sólo físico sino también moral, al pie de la Cruz , no se explican sin una fuerte y clara
intervención del don de temor de Dios.
Extractado
del artículo publicado en “Scripta Theologica” 30 (1998/2), 531-557), por Padre
Javier Sesé. Facultad de Teología. Universidad de Navarra