miércoles, 29 de abril de 2020

COMUNICADO OFICIAL SOBRE EL HUNDIMIENTO DEL CRUCERO ARA GENERAL BELGRANO

“1) Que a las 17 horas del 2 de mayo el crucero ARA General Belgrano fue atacado y hundido por un submarino británico en el punto situado a los 55º 24’ de latitud Sur y 61º32’ de longitud Oeste. La dotación del buque es de 1042 hombres. Se están llevando a cabo operaciones de rescate de sobrevivientes”.

“2) Que dicho punto está situado a 36 millas fuera de la zona de exclusión marítima fijada por el gobierno de Gran Bretaña en la declaración de su Ministerio de Defensa del 28 de abril de 1982, ratificando lo dispuesto el 12 de abril de 1982. Esa zona está demarcada por un “círculo con radio de 200 millas náuticas a partir de los 51º40´ de latitud Sur y 59º30´ de longitud Oeste, según reza la declaración”.

“3) Que tal ataque constituye un alevoso acto de agresión armada perpetrado por el gobierno de Gran Bretaña en abierta violación de la Carta de las Naciones Unidas y del cese de hostilidades ordenado por la Resolución 502 del Consejo de Seguridad de la ONU”.

“4) Que, ante esta nueva agresión, la República Argentina reitera ante la opinión pública nacional y mundial su acatamiento al cese de hostilidades dispuesto por el Consejo de Seguridad en la resolución mencionada. Solamente se ha limitado a responder los ataques de Gran Bretaña, sin emplear la fuerza más allá de lo estrictamente necesario para asegurar la defensa de sus territorios”.

LA IGLESIA ARGENTINA DURANTE LA ÚLTIMA DICTADURA MILITAR – Quinta Parte

Las divisiones que suscita dentro del episcopado el espinoso tema de los derechos humanos podían agravar la crisis interna de la Iglesia. Tal vez esto explique la estrategia ambigua que la cúpula eclesiástica adoptó finalmente: para preservar la unidad institucional, hizo públicas sus críticas al régimen únicamente cuando no ponían en peligro su relación con aquél. Tan sólo un puñado de obispos y sacerdotes hicieron suya la causa de los derechos humanos a través de su denuncia constante y de su militancia. El episcopado en su conjunto se limitó a plantear sus críticas en algunos documentos no exentos de ambigüedad y en reuniones reservadas con autoridades de las tres armas. Con éstas, se instituyó un canal semi orgánico de comunicación: la “COMISIÓN DE ENLACE” creada hacia 1977 en la cual se solicitaba información acerca de determinadas personas que se encontraban desaparecidas o, eventualmente, la liberación de algunos detenidos. En suma, la postura asumida durante estos años por la institución eclesiástica fue la resultante de una evaluación de las ventajas y desventajas que podían esperarse del gobierno de las Fuerzas Armadas. Puestos a escoger entre las seguridades que el Proceso prometía (el fin de la protesta social, el consecuente aislamiento de los sectores “progresistas” del propio campo católico y la centralidad del catolicismo como referente ideológico de la nación) y los evidentes peligros y complicaciones que de él se derivaban (la incapacidad para generar un proyecto político propio, la violación sistemática de los derechos humanos, y su impulso a políticas económicas de corte neoliberal) el cuerpo episcopal optó por las primeras. Sin embargo a partir de fines de 1978 serían cada vez más los obispos que comprenderían que el proyecto de los militares difícilmente podía coincidir con el de la Iglesia.

La brutal represión de los dos primeros años del régimen militar produjo el retroceso y la desmovilización de los sectores progresistas del campo católico. Casi todas las tareas de base fueron desarticuladas, especialmente aquellas que estaban a cargo de militantes más expuestos a la represión. Al mismo tiempo, la “Iglesia del Pueblo” sufrió el impacto de la política que llevó adelante la jerarquía católica con el objeto de restablecer la ortodoxia doctrinaria y poner fin a innovaciones litúrgicas y pastorales. El trabajo que muchos sacerdotes y laicos desarrollaban en barrios obreros, villas de emergencia, comunidades indígenas y campesinas, era seguido con desconfianza por los obispos más tradicionalistas que veían allí una subordinación de lo espiritual a lo temporal. Represión militar y disciplinamiento eclesiástico se reforzaron mutuamente y se acentuó la tendencia ya existente a vincular a católicos progresistas con el marxismo y con la subversión. La jerarquía desalentó las iniciativas de sacerdotes y cuadros laicos socialmente comprometidos después del golpe al momento que caían víctimas de la verdadera caza de brujas desatada por los militares. Al tiempo que se aislaba y controlaba a los sectores más dinámicos de la Iglesia, se privilegiaba un tipo de pastoral que apuntaba a recuperar posiciones en el terreno de las ideas y de la cultura, como así también en el plano de la moral sexual y familiar –en la cruzada que se iniciaba contra lo que muchos obispos denominaban “desacralización”. Esta opción tomada por los obispos más tradicionalistas significó, al menos durante los dos primeros años del Proceso, el predominio de lo espiritual por sobre lo temporal y se tradujo, en algunas diócesis más que en otras, en una Iglesia escasamente vinculada al resto de los actores sociales.

En el período que fue el más intenso desde el punto de vista de la represión –desde marzo de 1976 hasta fines de 1978, cuando se produjo aproximadamente el 90% de las desapariciones– los sectores “progresistas” del catolicismo optaron por replegarse, preservar, en la medida de lo posible, sus estructuras organizativas y resguardar a sus miembros más activos. En esa estrategia defensiva desempeñaron un papel fundamental un pequeño núcleo de obispos que brindaron protección institucional a muchos sacerdotes y militantes del laicado católico cuyas actividades en otras diócesis los volvía sospechosos para el régimen militar. Este núcleo episcopal estuvo compuesto por MONSEÑOR DE NEVARES, OBISPO DE NEUQUÉN, MONSEÑOR HESAYNE, OBISPO DE VIEDMA, MONSEÑOR DEVOTO, OBISPO DE GOYA Y MONSEÑOR NOVAK, OBISPO DE QUILMES, cuyas jurisdicciones diocesanas albergaron a lo largo de todo el período a numerosos sacerdotes y laicos que habían militado en la corriente posconciliar. Durante este período de respligue, las corrientes posconciliares fueron elaborando sus cuestionamientos al gobierno militar a partir de dos ejes centrales: la denuncia de la política económica del MINISTRO MARTÍNEZ DE HOZ y la defensa de los derechos humanos. La denuncia de la política económica aplicada por el gobierno militar no sólo permitía aglutinar a todos los sectores de la renovación conciliar sino en ocasiones acercar posiciones con obispos que, aunque de tendencias claramente conservadoras, observaban con preocupación el rumbo de una política económica de corte neoliberal. En sintonía con esas preocupaciones, los mismos sectores de la jerarquía comenzaron a establecer relaciones con actores sociales que sufrían las consecuencias de esta política económica, como los empresarios industriales o ciertos sectores del movimiento obrero.

Un ejemplo de este acercamiento lo constituye el apoyo prestado públicamente por el ARZOBISPO DE SANTA FE, MONSEÑOR ZAZPE, en abril de 1977 a la crítica emitida por dos nucleamientos empresariales del interior del país y su denuncia de la inflación persistente en un contexto recesivo “a pesar de los duros sacrificios impuestos y de la brusca caída de los salarios reales de los trabajadores”. Esta preocupación ante las consecuencias sociales de la política económica otros obispos la compartían, como el de La Rioja, quien en una carta dirigida precisamente a MONSEÑOR ZAZPE hacía referencia a la “alarmante cesantía de gente, que está creando un panorama muy doloroso”. También el obispo de Neuquén, quien en una carta dirigida al GENERAL DE BRIGADA JOSÉ LUIS SEXTON, a cargo de la represión en esa provincia, consideraba que la “recesión económica con su cortejo de desocupación y caída del valor adquisitivo del salario” no hacía más que contribuir al incremento de la “agitación social”La carta del obispo de Neuquén se remitía a una idea muy difundida entre los obispos enrolados en la renovación conciliar: la necesidad por la Iglesia de adoptar un mayor compromiso en el plano social para evitar que el descontento popular se canalizara a través de las ideologías de izquierda. Pero más allá de las críticas de orden económico, fue la oposición a los métodos represivos de los militares lo que cristalizó la postura de los pocos obispos que hemos mencionado frente al gobierno militar. Y en ese terreno también existieron matices y diferencias entre las corrientes posconciliares. Por ejemplo, sólo un pequeño núcleo de obispos –MONSEÑOR ANGELELLI, MONSEÑOR DE NEVARES, MONSEÑOR HESAYNE Y MONSEÑOR NOVAK– se opuso de manera pública y sistemática a la violación de los derechos humanos por el Proceso, en tanto que otros optaron por una estrategia más moderada, basada en el diálogo con el gobierno y en la resolución de casos puntuales de detenidos desaparecidos.

Cabe notar que los cuatro obispos que se ubicaban abiertamente a favor de los derechos humanos, antes habían impulsado con entusiasmo en sus diócesis las reformas del CONCILIO VATICANO II y de la II CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, EN MEDELLÍN y ya se habían enfrentado con las Fuerzas Armadas durante los meses previos al golpe del 24 de marzo de 1976, cuando sacerdotes y laicos de distintas organizaciones del apostolado católico habían sido víctimas de unas primeras acciones represivas. A fines de 1975, alcanzó gran repercusión pública la protesta dirigida por MONSEÑOR DE NEVARES al COMANDANTE DE LA SEXTA BRIGADA DE INFANTERÍA DE MONTAÑA, GENERAL BUASSO, ante el allanamiento realizado por fuerzas del ejército en un hogar escuela del interior de la provincia y la detención de un sacerdote y sus colaboradores. El obispo exigió que cesaran “las torturas físicas y morales que lamentablemente se utilizan entre nosotros”. El segundo episodio se produjo pocos días antes del golpe militar, cuando MONSEÑOR ANGELELLI decidió suspender los oficios religiosos en la capilla de la BASE AÉREA DE CHAMICAL tras un incidente que se produjo con el jefe de la base. Acontecimientos como los que acabamos de relatar permitían a los obispos más cercanos a la “Iglesia del Pueblo” anticipar las consecuencias que podía tener un golpe militar. Cuando éste se produjo, se opusieron a ello desde un primer momento. Así, en una homilía pronunciada ante el gobernador militar de Río Negro en julio de 1976, el OBISPO DE VIEDMAMIGUEL HESAYNE no vacilaba en plantear abiertamente que “una fuerza que utilizara la tortura moral o física con la pretendida intención de informaciones de bien común se convierte, ipso facto, en la más vil de las violencias” 

En octubre, el obispo de Neuquén remarcaba ya su oposición al Proceso al comunicar al PRESIDENTE VIDELA que no asistiría a los actos oficiales con motivo de su visita a dicha provincia. El mismo protagonizaría en enero de 1977 otra fuerte polémica con el GENERAL SEXTON a raíz de un operativo militar realizado en una residencia religiosa. Sobre la política represiva del régimen, estos obispos optaron por pronunciarse públicamente en sus cartas pastorales, homilías o declaraciones a la prensa. También mediante la participación personal en organismos defensores de los derechos humanos. A nivel del episcopado, la estrategia de los obispos de la corriente posconciliar fue presionar al resto de los obispos para que la Iglesia adoptara posiciones más firmes con relación a lo que estaba ocurriendo. El ámbito en que podían mejor influir sobre sus colegas era la asamblea episcopal plenaria, ya que la comisión ejecutiva y la comisión permanente del episcopado estaban ambas controladas por los conservadores y tradicionalistas juntos. Fueron estas presiones de los sectores renovadores, que además contaban con una muy buena relación con la nunciatura apostólica, las que explican los tonos más críticos que caracterizaron los documentos episcopales de mayo de 1976 y de marzo y mayo de 1977. A pesar de lo que acabamos de señalar, la estrategia de los obispos posconciliares (vale decir, fundamentalmente la de los progresistas) alcanzó resultados en definitiva limitados. Durante los primeros dos años del gobierno militar, su posición se caracterizó por su debilidad, debido a una coyuntura no sólo nacional sino también latinoamericana. Por un lado, el régimen militar atravesó entonces su fase de mayor solidez, como ya se ha señalado. Por el otro, la Iglesia católica adoptó en muchos países de América Latina una política fuertemente conservadora como respuesta a los avances conseguidos en su frente interno por tendencias progresistas, como la teología de la liberación, las que sólo a partir de 1979, con el pontificado de Juan Pablo II, comenzarían a revertirse, favoreciendo nuevamente la posición de aquellos sectores que planteaban la necesidad de devolver a la “cuestión social” un lugar de privilegio.

Otro hecho daba cuenta de la debilidad de quienes, dentro de la jerarquía católica, se oponían abiertamente a la dictadura militar: eran muy pocos, apenas cuatro o cinco sobre un total de aproximadamente setenta obispos hacia 1976. Los mismos que habían promovido en sus diócesis una pastoral popular en la línea de la opción preferencial por los pobres y habían introducido formas más democráticas de funcionamiento en su interior. Además estaban al frente de jurisdicciones eclesiásticas pequeñas, y que se encontraban alejadas de los centros de decisión política. Los obispos progresistas tuvieron que asumir su posición minoritaria en el seno del episcopado católico. Cuando fracasó su propuesta de crear un organismo que canalizara las denuncias por violaciones a los derechos humanos dentro del propio episcopado, los obispos progresistas buscaron más que todo evitar el aislamiento, vinculándose con organismos defensores de los derechos humanos activos durante los primeros años de la dictadura, como la ASAMBLEA PERMANENTE POR LOS DERECHOS HUMANOS o el MOVIMIENTO ECUMÉNICO POR LOS DERECHOS DEL HOMBRE. En estos organismos que se nutrían además de la participación de otras comunidades religiosas, la participación de sacerdotes y laicos de la Iglesia católica alcanzó niveles importantes.

Hasta aquí hemos compartido la investigación realizada por MARTÍN OBREGÓN, Docente en Historia e investigador en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Ha preparado una maestría en Ciencias Sociales en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Sus investigaciones se centran en el papel de la Iglesia católica durante el Proceso argentino (1976-1983) y más generalmente las relaciones entre catolicismo, nacionalismo y derechos humanos en la Argentina.

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miércoles, 22 de abril de 2020

LA IGLESIA ARGENTINA DURANTE LA ÚLTIMA DICTADURA MILITAR – Cuarta Parte

El gobierno militar orientó sus acciones a obtener el apoyo de la jerarquía católica, la cual en más de una ocasión constituyó una importante cobertura frente a ese tipo de denuncias. Por el otro lado, los militares buscaron neutralizar cualquier intento proveniente de los sectores “progresistas”, a los que se ubicaba automáticamente en el campo de los “enemigos de la nación”. En su cruzada contra la “Iglesia del Pueblo”, los militares contaban con un buen instrumento ideológico: la tesis de la infiltración izquierdista en el seno de la Iglesia, que algunos intelectuales católicos como el SACERDOTE JULIO MEINVIELLE les habían ayudado a elaborar. Esta tesis correspondía perfectamente a la utilización que hacían los militares del concepto de “subversión”, al que definían como un fenómeno global no limitado al ámbito de las organizaciones armadas sino presente en todo el tejido social.

En la primera mitad de la década de 1970, la tesis de la infiltración marxista de la Iglesia gozó de una enorme popularidad en los ámbitos castrenses, donde comenzaba a madurar una cierta impaciencia frente a lo que se entendía como una extrema permisividad por parte de la jerarquía eclesiástica.28 Según ellos, el objetivo de lo que podía llegar a ser una “Iglesia paralela” era socavar las bases espirituales de la Argentina católica. ¿Podían las Fuerzas Armadas permanecer de brazos cruzados ante lo que consideraban una ofensiva del marxismo en el ámbito religioso, que cuestionaba rasgos centrales del catolicismo argentino y por ende el cimiento católico de una identidad nacional de la que se sentían “custodios naturales”? La detención en Mendoza del vicario general del obispado de La Rioja, ocurrida en febrero de 1976, fue uno de los episodios que demostró hasta qué punto las tesis de la infiltración marxista y de la iglesia paralela calaron hondo en el espíritu de los miembros de las Fuerzas Armadas. Los captores de MONSEÑOR INESTAL le plantearon que JUAN XXIII Y PABLO VI eran los culpables de “LA RUINA DE LA IGLESIA”, que los documentos de Medellín eran “COMUNISTAS” y que “LA IGLESIA DE LA RIOJA ESTABA SEPARADA DE LA IGLESIA ARGENTINA”.

Todas estas expresiones estaban en la línea de pensamiento de CARLOS SACHERI, autor de un libro que se titulaba, precisamente, LA IGLESIA CLANDESTINA. El testimonio del SACERDOTE JESUITA ORLANDO YORIO en ocasión del juicio a las juntas militares en 1985 también es revelador al respecto: durante su detención en la Escuela de Mecánica de la Armada uno de sus interrogadores le recriminó el hecho de “HABER INTERPRETADO DEMASIADO MATERIALMENTE LA DOCTRINA DE CRISTO”. En los más influyentes círculos militares se consideraba que “LA INFILTRACIÓN DE LAS IDEOLOGÍAS MARXISTAS EN EL SENTIDO NACIONAL” y sobre todo “en la Iglesia católica apostólica romana” constituía “lo peor que podía ocurrir”, ya que sus consecuencias para el país podían ser “funestas”. A la luz de esas convicciones pueden comprenderse mejor las palabras de un teniente coronel del ejército que hacía referencia al “mal sacerdote que enseña a Cristo con un fusil en la mano” al momento de enumerar a los “enemigos de la patria”. Expresiones de este tipo comenzaron a hacerse más frecuentes, alentadas en no pocas ocasiones por los sectores más tradicionalistas de la jerarquía. ¿O no había denunciado el propio arzobispo de Rosario la existencia de iglesias en las cuales se habían “incubado” guerrilleros?

Al presentar a los sectores “progresistas” del catolicismo como un subproducto de la avanzada del marxismo, no sólo se pretendía quitarles legitimidad sino que se preparaba el terreno para que se desplegara sobre ellos una represión particularmente violenta. Para examinar esta represión es necesario volver aproximadamente a mediados de 1974, cuando comenzó una fuerte ofensiva sobre las organizaciones que protagonizaban la protesta social. La violencia de las Fuerzas Armadas y de seguridad, también de bandas armadas paraestatales al estilo de la TRIPLE A se hicieron sentir sobre los sectores católicos más activos, los sacerdotes y los cuadros laicos. A la detención, en abril de ese año, de DOS SACERDOTES QUE TRABAJABAN CON LAS COMUNIDADES ABORÍGENES DEL CHACO, le siguió, en mayo, el asesinato del SACERDOTE CARLOS MUGICA, al término de una misa celebrada en la parroquia de San Francisco Solano, en una humilde barriada de la Capital Federal. En febrero de 1975 fue asesinado otro sacerdote, el PADRE JOSÉ TEDESCHI, quien desarrollaba su tarea en una villa de emergencia de la zona sur del Gran Buenos Aires. En mayo de ese mismo año un grupo comando secuestró en Mar del Plata a la decana de la Facultad de Humanidades de la Universidad Católica.

Entre fines de 1975 y comienzos de 1976 las detenciones, secuestros y asesinatos de sacerdotes y militantes católicos se multiplicaron, dando cuenta de una escalada represiva que se intensificaría luego del golpe militar del 24 de marzo. Al considerar a la “subversión” como un fenómeno global, que podía contaminar hasta el ámbito religioso, los militares encontraban un justificativo para neutralizar la capacidad opositora de las corrientes “progresistas” del catolicismo. Los documentos del comando en jefe del ejército son muy claros al respecto, al señalar que éste “accionará selectivamente sobre organizaciones religiosas en coordinación con organismos estatales, para prevenir o neutralizar situaciones conflictivas explotables por la subversión, detectar y erradicar sus elementos infiltrados y apoyar a las autoridades y organizaciones que colaboran con las fuerzas legales”. Durante el mes de mayo de 1976 fueron detenidos los SACERDOTES JESUITAS ORLANDO YORIO Y FRANCISCO JÁLICS, y fue expulsado del país el SACERDOTE FRANCÉS SANTIAGO RENEVOT. La represión fue particularmente intensa entre los religiosos, sacerdotes y obispos, y en las organizaciones del apostolado católico, como la JUVENTUD UNIVERSITARIA CATÓLICA (JUC) y la JUVENTUD OBRERA CATÓLICA (JOC), vale decir, las que contaban con una menor cobertura institucional.

Durante los meses de mayo y junio, por ejemplo, las fuerzas de seguridad llevaron adelante dos verdaderas redadas como consecuencia de las cuales fueron secuestrados y ‘desaparecidos’ alrededor de una docena de jóvenes católicos que realizaban tareas en barrios humildes de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires. A mediados de junio se produjo la detención de los PADRES ASUNCIONISTAS CARLOS DI PIETRO Y RAÚL RODRÍGUEZ, que motivó enérgicos reclamos por parte de esa congregación religiosa ante la embajada argentina en el Vaticano. En estas circunstancias, ocurrieron dos episodios que adquirieron gran repercusión tanto dentro como fuera del país: la masacre de una comunidad religiosa en una parroquia de la Capital Federal y el ASESINATO DE MONSEÑOR ANGELELLI, obispo de La Rioja. El primero de estos episodios tuvo lugar durante la madrugada del 4 de julio, cuando tres sacerdotes y dos seminaristas de la orden de los palotinos fueron asesinados por un “grupo de tareas” de las Fuerzas Armadas y de seguridad en una parroquia del barrio de Belgrano.

Según múltiples testimonios, en el interior de la casa parroquial se encontraron algunas inscripciones, rápidamente borradas por la policía, que vinculaban a las víctimas con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, acusándolos de “pervertir las mentes de los jóvenes”. A pesar de los intentos del gobierno por presentar el hecho como una consecuencia del accionar de “organizaciones subversivas”, en los círculos eclesiásticos existía la certidumbre de que los crímenes habían sido cometidos por el régimen militar. El asesinato del obispo de La Rioja que tuvo lugar un mes más tarde (agosto 1976) constituyó la intensificación de la persecución a la Iglesia riojana, como consecuencia de la cual habían muerto ya dos de sus sacerdotes y un militante laico. Empresarios y militares acusaban a MONSEÑOR ANGELELLI de complicidad con el marxismo desde hacía un tiempo atrás. Debido a la investidura de la víctima, este asesinato disimulado bajo un supuesto accidente automovilístico adquirió resonancia internacional. Numerosas desapariciones y asesinatos de miembros del clero se registraron en el curso del año 1976 –y también en 1977– además de los que acabamos de mencionar. Aquéllos son sólo los más publicitados, junto con otro ocurrido hacia fines de 1977, cuando un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada secuestró y asesinó a las RELIGIOSAS FRANCESAS ALICE DOMON Y LÉONI DUQUET.

Sobre todo a partir de la segunda mitad de 1976, la represión golpeaba a organismos e instituciones católicas por ser acusados simplemente de llevar adelante actividades contrarias al “orden público”, o de haber brindado apoyo a grupos “subversivos”. La intervención de las Fuerzas Armadas en este terreno adquirió, pues, formas diversas: desde la separación de su cargo y cesantía de numerosos docentes, en el marco de la ley 21.381, hasta la irrupción de los miembros de las Fuerzas Armadas en colegios o institutos católicos, en espectaculares operativos que incluían la detención de profesores y directivos. A lo largo del país episodios de este tipo ponían en tela de juicio a los docentes y a los métodos pedagógicos que utilizaban. En la localidad correntina de Paso de los Libres, por ejemplo, la RELIGIOSA LIDIA CAZZULINO, que se desempeñaba como profesora de un instituto, fue separada de su cargo debido “a la orientación posconciliar” de su catequesis. En Coronel Pringles, el Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires decidió intervenir el Colegio del Sagrado Corazón “por no acceder la directora del establecimiento a las indicaciones tendientes a impedir la implantación de métodos de estudio de los que es autora la religiosa Clara Yañes”.

Otro operativo realizado, a fines de noviembre 1977, en el Colegio San Miguel a cargo de sacerdotes lourdistas, constituye un buen ejemplo de la magnitud que adquirieron las intervenciones directas de las fuerzas represivas: “un número elevado de efectivos militares con ropas de fajina y armas largas” detuvo a cuatro sacerdotes que se desempeñaban allí como profesores. Todos estos episodios, entre los que cabe mencionar los ataques con explosivos a la Librería Catequística y la clausura, por unos días, de dos importantes editoriales católicas, dibujaban un cuadro de situación que no podía menos que generar una fuerte preocupación en la jerarquía de la Iglesia. Por un lado, la fuerza de la represión que afectaba a la “Iglesia del Pueblo” constituyó una fuente permanente de tensiones entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas. En su principio, el ataque contra miembros del clero (y del propio episcopado) era para los sectores mayoritarios de la jerarquía una afrenta inaceptable. A la vez dejaba a los obispos a merced de las críticas provenientes de los sectores subordinados, los que exigían que se adoptaran posiciones más duras con respecto al régimen militar. Por otro lado, era evidente que muchos de los acontecimientos descriptos, como los procedimientos en los colegios católicos, implicaban una clara intromisión de las Fuerzas Armadas en terrenos que la Iglesia consideraba de su absoluta competencia. El tema que así pasaba a ocupar un lugar central era el de la autonomía de la institución eclesial frente a un régimen cuya dinámica autoritaria se ponía de manifiesto en casi todos los planos de la vida social. Sin embargo, las preocupaciones que los métodos represivos adoptados por los militares contra miembros de la Iglesia suscitaban en amplios sectores de la jerarquía eclesiástica no se reflejaban en la política que esta última llevó adelante durante los primeros años del Proceso. La jerarquía eclesiástica contribuyó poco a la defensa de los católicos progresistas cuando empezaron a ser perseguidos desde mediados de 1974.

Éstos debieron, además, enfrentar en el plano interno la ofensiva disciplinaria de los sectores mayoritarios del episcopado que buscaron de este modo superar la crisis institucional y restaurar la unidad eclesial. El tema de los derechos humanos generó acaloradas discusiones en el cuerpo episcopal en las cuales éste quedó virtualmente dividido en dos sectores. Un sector minoritario sostenía la necesidad de que la Iglesia se pronunciara con claridad acerca del tema y generara una instancia orgánica, o al menos oficiosa, para brindar asistencia a las víctimas de la represión, en la línea de la Vicaría de la Solidaridad que había sido propiciada en Chile por el arzobispo de Santiago. El sector mayoritario retomaba en buena medida los argumentos de los militares en cuanto a la existencia de una “campaña antiargentina” impulsada desde el exterior para relativizar la gravedad de la situación, y planteaba la inconveniencia de entrar en un conflicto abierto con el régimen militar, aduciendo en no pocos casos que el tándem Videla/Viola era en todo caso preferible al que estaba compuesto por los comandantes de cuerpo.

Hasta aquí hemos compartido la investigación realizada por MARTÍN OBREGÓN, Docente en Historia e investigador en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Ha preparado una maestría en Ciencias Sociales en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Sus investigaciones se centran en el papel de la Iglesia católica durante el Proceso argentino (1976-1983) y más generalmente las relaciones entre catolicismo, nacionalismo y derechos humanos en la Argentina.

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www.historizarelpasadovivo.cl

miércoles, 15 de abril de 2020

LA ANTENA DE RADIO MÁS POTENTE DE LA HISTORIA

De todas las invenciones del hombre, la radio ha sido seguramente la más importante. Fue predecesora de prácticamente todas las tecnologías de comunicación inalámbrica y le permitió a los gobiernos y quienes tenían una estación reproducir información de manera masiva en regiones en las que, hasta entonces, se vivía en relativa incomunicación. Con la radio los países llegaron al campo, y a la gente, como nunca antes en la Historia. Para prácticamente todos los estados modernos, la radio pronto se convirtió en un asunto de prioridad nacional. Los Estados Unidos no fueron la excepción (si algo, se adelantaron a muchos otros), y en los 1920’s ya se debatía si era mejor dejar la producción de radio en manos de cada estado o si debían hacerse grandes cadenas a nivel nacional que cubrieran todo el país. Dentro de los sujetos que estaban incursionando al mundo de la radio en los Estados Unidos resaltaba un hombre de Ohio llamado POWEL CROSLEY JR.

En 1922 POWEL CROSLEY comenzó a notar la creciente popularidad de la radio en el país. Pensó en comprarse uno de los aparatos, pero costaban casi 100 dólares, al no tener el dinero, decidió construirse uno. Pronto entendió que allí se escondía una mina de oro. Con un grupo de expertos desarrolló pronto un radio que podía venderse por menos de 20 dólares, pasando de ser un lujo impagable a un producto relativamente accesible. Paralelo a ello, el hombre comenzó una estación casera que fue creciendo junto con su negocio de venta de radio. Hacia principios del año 1930, el gobierno de los Estados Unidos tomó una decisión bastante polémica: daría prelación a un número de estaciones que emitirían en una longitud de onda “reservada”, esto es, sin que nadie pudiese emitir en ondas cercanas. Una de estas longitudes, le fue otorgada a CROSLEY y a su recién creada CADENA WLW.

Originalmente, CROSLEY había comenzado brindando una potencia de apenas 20 WATS. Con el paso del tiempo la fue incrementando, eventualmente alcanzando la impresionante cifra de 500 KW (esto es, 500.000 WATS) o más de 200.000 veces su potencia inicial. Se trató de la primera y única “macro estación” en los Estados Unidos. Pero toda esa potencia no sólo le permitía llegar a lo más remoto del campo estadounidense. Su señal le daba la vuelta a básicamente medio mundo y era tan potente que se reproducía en cualquier objeto metálico en las cercanías: quienes vivían cerca de la estación de transmisión aseguraban que oían el sonido salir de sus colchones, de sus teteras, de sus ollas, de básicamente todas partes. El poder de la potencia intervenía con casi cualquier objeto metálico en las cercanías y con otras radios transmisoras. Esto, con el tiempo, significaría el final de WLW. Para 1938, pese a que varios permisos para otras transmisoras de 500 KW estaban en proceso, el senado de los Estados Unidos decidió que era injusto con las estaciones locales pues una señal tan potente causaba interferencia, impidiéndoles trabajar con tranquilidad (aunque fuera una señal de banda diferente) y así el poder de WLW se redujo a 50 KW y la emisora perdió su todopoderosa señal.

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ABRAHEL LA REINA DE LA SÚCUBOS

ABRAHEL es un demonio femenino, cuyas características están asociadas con aquellos espíritus nocturnos denominados súcubos. Siempre toma la forma de una mujer alta y de delicadas y sensuales formas, pero no puede ocultar completamente su naturaleza demoníaca. Para ello adopta la forma de una mujer bellísima que cautiva a los hombres de inmediato, acto seguido dispone de ellos a su antojo, llevándolos a cometer verdaderas locuras para saciar sus caprichos. Se la asocia en algunos grimorios antiguos como la REINA DE LOS SÚCUBOS, sus víctimas son aquellas personas pobres de espíritu (principalmente a los campesinos y gente de poca instrucción). Su nombre comenzó a adquirir cierta popularidad cuando el demonólogo NICOLÁS REMY la describió en su grimorio llamado DEMONOLATRIA (1581), allí se la describe con una mezcla de prudente respeto y de temor, aportando un dato que oscila entre la crítica y el elogio, según cómo se lo interprete; al momento de su aparición, y con sólo contemplarla, "todos los miembros del observador se vuelven rígidos"Entre sus víctimas la más difundida en algunos escritos, cuentan que ABRAHEL sedujo a un pastor de nombre PIERROT en 1581 en una aldea a orillas del Mosela. ABRAHEL se entregó al pastor a cambio de la vida del hijo de éste, al que mató con una manzana envenenada. Al darse cuenta el pobre hombre de lo que había hecho por sexo desenfrenado con esa mujer, se desesperó. ABRAHEL se le apareció de nuevo prometiendo la resurrección del hijo muerto si era adorada como Dios. Así lo hizo PIERROT y dio adoración al demonio femenino con lo que su hijo volvió, pero con una semblanza lúgubre. Al año el demonio que poseía el cuerpo del niño lo abandonó y este cayó fulminado despidiendo un gran hedor, ante el temor de ser quemado como un brujo, PIERROT sepulto el cadáver de su hijo en forma oculta.

miércoles, 8 de abril de 2020

LA IGLESIA ARGENTINA DURANTE LA ÚLTIMA DICTADURA MILITAR – Tercera Parte

En 1974, la designación de PÍO LAGHI como nuncio apostólico en reemplazo de su antecesor, MONSEÑOR ZANINI, constituyó un elemento importante en esta dirección: durante su gestión en esa nunciatura, entre 1974 y 1980, tuvieron lugar en el país 26 nuevas ordenaciones episcopales. La estrategia adoptada por el Vaticano permitió en definitiva, colocar a la Iglesia argentina en el “HORIZONTE DEL CONCILIO”, superando, al mismo tiempo, el anacronismo de los SECTORES PRECONCILIARES y los “ABUSOS INTERPRETATIVOS” de los grupos católicos más radicalizados. Ambos fenómenos estaban, en el análisis de los círculos renovadores, estrechamente vinculados entre sí: era precisamente el atrincheramiento de los sectores tradicionalistas en la defensa de un modelo de IGLESIA PRECONCILIAR y su oposición a cualquier intento de introducir reformas en el mismo, lo que favorecía la radicalización de los católicos. Una lógica similar operaba en otros terrenos, como el de la pastoral social, donde los sectores identificados con la renovación conciliar vinculaban el crecimiento de las ideologías de izquierda entre los trabajadores con el vacío dejado allí por la Iglesia católica.

Es en los sectores renovadores, aunque también entre elementos fuertemente conservadores, donde la crisis interna de la Iglesia llevó a plantearse la necesidad de recuperar la “cuestión social” vista tanto como clave para superar dicha crisis como para estructurar un nuevo proyecto hegemónico del catolicismo argentino. Las diferentes interpretaciones que cada obispo realizó de los documentos conciliares y de su nivel de compromiso con los mismos autorizan a introducir en el grupo de los renovadores una segunda distinción entre un sector moderado y uno “progresista”. Una ilustración de eso son las experiencias que MONSEÑOR ANGELELLI, MONSEÑOR DEVOTO y MONSEÑOR DE NEVARES llevaron adelante en sus diócesis para aplicar los puntos avanzados de la renovación conciliar en pastoral popular y en la participación de sacerdotes y laicos. Sin embargo, experiencias de este tipo fueron excepcionales dentro de la Iglesia argentina y comenzaron a ser objeto de una fuerte persecución a partir de 1974. Estas líneas dentro de la jerarquía episcopal estaban fundadas en distintas maneras de concebir el lugar de la Iglesia en el mundo y sus vínculos con la sociedad.

Reverberan en la adhesión o las reservas que los obispos manifestaron frente al régimen militar que tomó el poder en 1976. Éste encontró entre los tradicionalistas a sus defensores más entusiastas y entre los renovadores a sus opositores más decididos. En general se puede decir que la corriente mayoritaria, compuesta por los obispos conservadores brindó su adhesión al régimen militar. Sin embargo, como veremos, la relación que entabló con las Fuerzas Armadas a lo largo del período 1976-1983 no estuvo exenta de complejidades y matices. Para comprender la posición de la Iglesia durante los primeros años del Proceso debemos tener en cuenta, en primer lugar, la gravedad de la crisis que estaba ocurriendo en su interior. La mayoría de los obispos argentinos concordaban en considerar como responsables de esa situación a algunos sacerdotes y grupos laicales por la interpretación demasiado radical que hacían de los documentos emanados del CONCILIO VATICANO II y de la CONFERENCIA LATINOAMERICANA DE MEDELLÍN. La jerarquía también coincidía en su voluntad de disciplinar a aquellos sacerdotes y laicos que estaban poniendo en peligro la unidad institucional.

Dos documentos episcopales elaborados pocos días antes del golpe ponían en evidencia la preocupación anticipada de las cúpulas de la Iglesia por restituir la ortodoxia doctrinaria y limitar las innovaciones litúrgicas y pastorales: uno de ellos consistía en una advertencia sobre el debido uso de la vestimenta y los hábitos eclesiásticos. El segundo denunciaba lo que consideraba “desviaciones” que se estaban produciendo en el culto a los santos, como por ejemplo la veneración a la llamada DIFUNTA CORREA. El acalorado debate que dividió al episcopado católico en torno de la llamada “BIBLIA LATINOAMERICANA” durante la segunda mitad de 1976 debe ser interpretado como parte de la misma reacción de su mayoría a favor de una ortodoxia doctrinaria para restaurar la unidad eclesial en detrimento de los sectores “progresistas”. La polémica se originó a raíz de una declaración del arzobispo de San Juan, quien repudió la aparición de una edición de la Biblia a cargo de una conocida editorial católica y ordenó que “en ningún establecimiento o asociación católica de la provincia se tenga en modo alguno el volumen señalado”, ya que en el mismo se hacía una “exaltación del marxismo”.

Pocos días después, MONSEÑOR TORTOLO firmó un comunicado que prohibía también la circulación de la Biblia latinoamericana en la diócesis de Paraná. Bastaba “una simple mirada” para que el pueblo fiel advirtiera “escandalizado, que no pocas láminas y explicaciones anexas son tendenciosas”, argumentaba el comunicado. El tema fue fuertemente publicitado por algunos medios de prensa vinculados al gobierno militar por poner de manifiesto las diferencias existentes dentro de la jerarquía católica. Más aun cuando se conoció la posición del obispo de Neuquén, MONSEÑOR JAIME DE NEVARES, quien recomendaba “calurosamente” la lectura de la Biblia en cuestión. Los alcances de la polémica llevaron a que la cuestión de la nueva Biblia estuviera presente en la agenda de la segunda ASAMBLEA PLENARIA DEL EPISCOPADO. Al término de ésta se dio a conocer un documento que intentaba unificar las diferentes posiciones: el episcopado consideró que la traducción era “sustancialmente fiel” y limitó sus objeciones a las introducciones, notas, e ilustraciones que acompañaban el texto, elementos que hacían necesaria una “revisión y complementación”.

La forma en que se saldó la discusión en torno de la Biblia latinoamericana confirma que el objetivo central de la jerarquía conservadora era asegurar la cohesión institucional de la Iglesia mediante una rígida supervisión de la ortodoxia doctrinaria. Para ello era necesario penalizar a aquellos sectores que habían hecho una interpretación “abusiva” en un sentido “temporalista” del magisterio de la Iglesia, al tiempo que se buscaba dejar paulatinamente de lado las posiciones del tradicionalismo más exacerbado. Para la jerarquía eclesiástica era evidente que la crisis interna que desgarraba al catolicismo argentino no podía desligarse de la que azotaba a la sociedad en su conjunto. Desde fines de la década de 1960 una conflictividad social agudizada había sido un terreno fértil para el crecimiento de aquellas ideologías de izquierda tan temidas por la Iglesia. No eran pocos los obispos que vinculaban el desarrollo de la “Iglesia del Pueblo” con la radicalización de la sociedad en su conjunto. El desafío a la hegemonía ideológica y cultural de la Iglesia se convertía en un problema central para su cúpula en momentos en que ésta veía disminuir día a día las vocaciones religiosas.

¿O no era acaso, como lo había anunciado el obispo conservador MONSEÑOR TORTOLO, el descentramiento de la religión de la vida nacional la causa principal de una crisis que alcanzaba niveles inéditos? Una posible explicación de la aceptación mayoritaria que suscitó la llegada de los militares al poder en el episcopado es que éste se sentía desafiado por la sociedad y amenazado en su seno. Ligados por múltiples lazos a la Iglesia católica desde hacía décadas, los militares aparecían como una barrera –lo que habían sido históricamente– frente a las opciones políticas e ideológicas de la “nueva izquierda”. Eso explica que, a mediados de la década de 1970, la mayoría de los obispos argentinos aprobaban una política represiva en tanto que podía contribuir al aislamiento de los sectores más radicalizados del campo católico. Además, las Fuerzas Armadas definían su identidad corporativa a partir de elementos entre los cuales el catolicismo era central. Eso inducía a pensar que bajo el régimen militar la Iglesia gozaría de una posición privilegiada desde la cual ejercer un papel que nunca delegó: el de guía espiritual de la sociedad. Todo eso hizo que una jerarquía católica a la defensiva brindara su apoyo, en términos generales, al gobierno militar.

EL FACTOR RELIGIOSO FUE IMPORTANTE DENTRO DE LA ESTRATEGIA QUE DESARROLLARON LAS FUERZAS ARMADAS PARA LEGITIMAR EL GOLPE DE ESTADO DEL 24 DE MARZO DE 1976. Desde la década de 1930 la Iglesia católica y las Fuerzas Armadas compartían una misma manera de concebir la identidad nacional: privilegiaban ciertas pautas sociales y culturales “tradicionales”, entre las cuales el catolicismo ocupaba un lugar central. En este sentido, cuando, en 1976, los militares se presentaron como los defensores de una “argentinidad” que estaba siendo amenazada por la “subversión”, había que entender a ésta última como algo “complejo, profundo y global” que pretendía trastocar los “valores esenciales del ser nacional”, algo al servicio de “una concepción donde rigen los antivalores de la traición, la ruptura de los vínculos familiares, el crimen sacrílego, la crueldad y el engaño sistemático”. Era por ello que los primeros documentos militares hacían referencia a la necesidad de “restablecer los valores de la moral cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad del ser argentino”.

Al considerar a la “subversión” como un fenómeno global, los militares podían ubicar en el campo enemigo a las corrientes “progresistas” del catolicismo, algunas de las cuales estaban efectivamente vinculadas a los grupos y organizaciones que protagonizaban la protesta social. Para las Fuerzas Armadas, la “Iglesia del Pueblo” constituía una faceta más de la “subversión”, considerada particularmente peligrosa porque su ámbito de actuación era justamente aquel que recurrentemente se invocaba como fuente de los “valores tradicionales del pueblo argentino”: el catolicismo y su Iglesia. En este sentido, la frustrada experiencia de la autodenominada “REVOLUCIÓN ARGENTINA”, entre 1966 y 1973, había demostrado a los militares que esos sectores eran perfectamente capaces de deslegitimar un régimen político que, como el Proceso ahora, pretendía fundar su legitimidad en la observancia de los valores fundamentales de la religión católica. Por otro lado, en un contexto autoritario en que habían sido suprimidos los canales tradicionales de la representación –los partidos políticos y los sindicatos–, la Iglesia católica aparecía como uno de los pocos actores con posibilidades concretas de influir en el curso de los acontecimientos. Eso hacía que los militares no fueran en absoluto indiferentes a los debates que atravesaban el campo católico y a las orientaciones que imponía su jerarquía.

Además, las características del plan represivo implementado por las Fuerzas Armadas, basado en el secuestro y la desaparición de personas, no permitían descartar que los primeros cuestionamientos al régimen proviniesen de las filas católicas, no sólo porque el magisterio de la Iglesia condenara esas prácticas en nombre del respeto a la vida humana, sino fundamentalmente por la presión social que no dejaría de ejercerse sobre la Iglesia. Y eso fue lo que ocurrió: la jerarquía católica se vio interpelada por el incesante desfile de los familiares de los desaparecidos por los templos de todo el país y la gran cantidad de cartas y mensajes que le llegaban exigiendo que denunciara públicamente lo que estaba ocurriendo. Era fundamental para los militares, pues, desarticular el accionar de aquellos sectores del campo católico que presionaban a la jerarquía. De lo contrario, es probable que en caso de tener lugar una declaración pública de la Iglesia condenando la violación de los derechos humanos, su efecto fuera el de aglutinar en torno de ella una oposición política fragmentada, mientras que en el plano externo, comprometería aún más la posición del régimen militar que se vio severamente cuestionado por diversos organismos internacionales a partir de 1977.

Hasta aquí hemos compartido la investigación realizada por MARTÍN OBREGÓN, Docente en Historia e investigador en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Ha preparado una maestría en Ciencias Sociales en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Sus investigaciones se centran en el papel de la Iglesia católica durante el Proceso argentino (1976-1983) y más generalmente las relaciones entre catolicismo, nacionalismo y derechos humanos en la Argentina.

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