PROGRAMA Nº 1164 | 27.03.2024

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NUESTRA SEÑORA DE LA CONSOLATA

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La devoción a Nuestra Señora de la Consolata nació en Turín (Italia) en los primeros siglos del cristianismo. Cuenta la tradición que fue San Eusebio desterrado a Palestina por el emperador Constancio, en el año 354 quien al regresar, le trajo a su amigo San Máximo, una imagen de la Virgen María que -según se decía- había pintado San Lucas. Máximo colocó el cuadro en una capilla, al lado de una iglesia dedicada a San Andrés, y así, el pueblo de Turín comenzó a venerar a la Virgen María bajo el título de Consoladora que, en la expresión popular devino en Consolata.

Los obispos de aquel pueblo confiaron la imagen de la Consolata a los Padres Benedictinos en el año 840, dos acontecimientos contribuyeron a su desaparición. Primero, hubo que esconderla, debido a la persecución y destrucción de imágenes por parte de los iconoclastas. Una guerra, que destruyó el templo de San Andrés y la capilla donde estaba, sepultándola bajo los escombros y en el olvido. Pero permaneció viva en la memoria de sus fieles. Y muchos años más tarde, Arduino, por un tiempo rey de Italia, erigió una capilla para la Virgen Consolota, en agradecimiento a una curación milagrosa y respondiendo al pedido que la misma Señora le había expresado en una visión. Pero también esta capilla fue destruida y la imagen desapareció por segunda vez.

En el año 1104, la Virgen se le apareció a un ciego en Briançon, Francia. Era Jean Ravais (o Ravache), a quien le prometió devolverle la vista cuando llegara al lugar que Ella le indicaría, y donde encontraría la imagen perdida. Jean Ravais así lo hizo y luego de un largo viaje llegó a Turín. El lugar indicado por la Virgen era la torre de una Iglesia destruida. El 20 de junio, en presencia del obispo, sus sacerdotes y el pueblo, comenzaron las excavaciones. De pronto la imagen perdida apareció debajo de las ruinas. Fue el obispo quien la sacó de entre los escombros y la expuso a la vista de todo el pueblo allí congregado, exclamado: "¡Ruega por nosotros, Virgen Consoladora!", A lo que la gente respondió: "Intercede por tu pueblo" y en ese momento, Jean Ravais recobró la vista. Ante ese hecho cada 20 de junio se celebra el día de la Virgen Consolata. Poco a poco el pueblo turinés le construyó a su Patrona un santuario maravilloso, lleno de devoción y de arte que a lo largo de siglos reunió a sus hijos para encontrar consuelo y fuerza en los momentos de mayor dolor.

El cuadro de la Virgen Consolata es un lienzo pintado con estilo de "ícono" oriental-bizantino. Arte sacro, que representa los valores espirituales más que la belleza física exterior. Arte simbólico más que realista. Es de autor desconocido, pero rico en enseñanzas de devoción a la Virgen. Contemplando la imagen impresionan los dos rostros. El de María refleja una leve tristeza templada de suave esperanza. Tiene la mirada dirigida a quienes la miran, como infundiéndoles sus mismos pensamientos, y la cabeza inclinada levemente hacia Jesús, fuente y causa de todas sus grandezas, consuelo de la Humanidad.

La mano derecha contra el pecho pareciera indicar que asume como propias todas las penas de sus hijos, tarea maternal como consoladora de los afligidos. María Consolata nos presenta a Jesús, sentado sobre el brazo izquierdo de su Madre, lado del corazón. María sostiene a su Hijo, lo cuida como Madre, lo custodia, pero no lo retiene para sí. El vínculo de unión entre ellos son las dos manos izquierdas, levemente unidas, que expresan la unidad llena de cariño y de respeto, símbolo del amor más bello que une el corazón de Dios al corazón de una criatura.

El Niño con su mano derecha bendice al mundo a la manera oriental: dos dedos alzados (que significan las dos naturalezas de Cristo, humana y divina), y los otros tres doblados (que indican la Trinidad). Fiel al arte iconográfico, la imagen tiene en cuenta los colores: el manto de la Virgen es de un azul intenso que indica su gloria en el cielo; el borde dorado simboliza su participación en la gloria de Dios; el rojo, expresa la realeza: la de María, Reina de todo lo Creado y la de Jesús. Las tres estrellas sobre el manto de la Virgen (una de ellas oculta por la figura del Niño), son signo de la virginidad de María antes, durante y después de la concepción de Jesús.

El anillo en su dedo es expresión de autoridad y poder: Ella es la Madre del Salvador, vencedora de todo mal. Por último, las dos aureolas que manifiestan la santidad y la gloria de Cristo y de María obtenida por medio de la cruz. En definitiva, el cuadro presenta a María y su Hijo estrechamente unidos: quien encuentra a María, encuentra a Jesús, y quien encuentra al Hijo encuentra a la Madre.

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