Desde el principio, los cristianos sintieron la necesidad de una fórmula que expresara lo esencial y asegurara la unidad en la confesión de fe: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y padre de todos (Ef 4,5-6). Los resúmenes del anuncio y las confesiones de fe cumplen esa función (Hch 2,14-39;1 Co 15,1-7). Ahora bien ¿cómo expresamos nosotros lo esencial de la fe? ¿qué interrogantes tenemos sobre el misterio de Dios? En realidad, nadie conoce bien al hijo sino el padre, ni al padre le conoce bien nadie sino el hijo, y aquel a quien el hijo se lo quiera revelar (Mt 11,27). Es un misterio revelado a los humildes (11,25).
En los primeros tiempos los cristianos consideraban lo esencial de su fe en la confesión de Cristo. La fe en Dios la tienen en común con los judíos. Cuando se trata de anunciar el punto central de la fe cristiana, se proclama la fe en Cristo. Esta confesión central se expresa en fórmulas breves: Jesús es Señor (1 Co 12,3), Jesús es el Cristo (1 Jn 2,22), Jesús es el hijo de Dios (1 Jn 4,15). La mayoría de las confesiones de fe del Nuevo Testamento tienen un solo artículo: la confesión de Cristo.
Junto a la fe en Cristo se enuncia frecuentemente una confesión de Dios que está en relación con la fe judía: El Señor nuestro Dios es solamente uno (Dt 6,4). Esta fe en Dios, fundamental para el judío, lo es también para Jesús (Mt 22,37) y para la Iglesia naciente, que repite confiadamente la oración de Jesús: Abba, Padre (Rm 8,15;Ga 4,6). Por ello en el Nuevo Testamento aparecen frecuentemente confesiones de fe con dos artículos. Por ejemplo: “…llegue la gracia y la paz, que proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo” (Rm 1,7).
En la primera carta de San Clemente a los Corintios (s.I) encontramos este saludo inicial: "Que la gracia y la paz se multipliquen entre vosotros de parte de Dios omnipotente por mediación de Jesucristo". Y este saludo final: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros y con todos los que en todo lugar son, por medio de El, llamados de Dios" (LXV,2). Igualmente, en las cartas de San Ignacio de Antioquía (hacia 107) encontramos saludos semejantes: A la Iglesia de Magnesia "bendecida en la gracia de Dios Padre por Jesucristo, nuestro Salvador". Y también: "Os envío mi adiós en la concordia de Dios, en posesión que estáis de un espíritu inseparable, que es Jesucristo" (Magnesios XV).
A la luz de estas fórmulas binarias se explica que, a mediados del siglo II, el judío Trifón acusara a los cristianos de creer en dos dioses (San Justino, Diálogo con Trifón, 11,64ss). O que el pagano Celso lanzara una acusación semejante al cristiano Orígenes (hacia 185-254): "Si ellos, dice Celso, no sirvieran a otro fuera del Dios uno, tendrían quizá frente a los otros una doctrina inatacable. Ahora bien, ellos veneran con la mayor desmesura a éste que sólo hace poco que apareció y creen, no obstante, que no se comete el menor desafuero contra Dios, aunque se venere también a su servidor" (Orígenes, Contra Celso, VIII, 12). En los escritos de Tertuliano (hacia 200) encontramos esta formulación binaria: "Examinemos qué es lo que aprendió esa bienaventurada Iglesia (de Roma), qué es lo que ha enseñado, qué es lo que ha compartido con las iglesias africanas: ella reconoce a un único Dios y Señor, creador del universo, y a Cristo Jesús, Hijo de Dios" (De praescriptione haereticorum, 36).
En el Nuevo Testamento, la fórmula de tres artículos más clara es la que aparece al final del Evangelio de San Mateo como mandato del Señor resucitado de bautizar en el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo (Mt 28,19). Pero parece una interpolación posterior (según algunos, del siglo IV). En el Evangelio de San Marcos se dice solamente: “El que crea y se bautice, se salvará” (Mc 16,16). Se suele citar también esta fórmula: La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del santo espíritu estén con todos vosotros (2 Co 13,13; ver 1 Co 12,4-6; Hch 19,1-7). Pero el espíritu es un don, la promesa anunciada por Jesús: “Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí”. (Jn 15,26).
Partiendo de las fórmulas ternarias de la fe y de los textos en los que Jesús promete el espíritu, se estructuró una especulación sobre la Trinidad. La palabra tríada aparece por primera vez en Teófilo de Antioquía (hacia 181). La palabra trinidad aparece por primera vez en Tertuliano; ya estamos en el siglo III (hacia 217); el Espíritu es "la tercera persona". Es bien conocida la fórmula helenística que, tras un proceso especulativo extremadamente complejo, en parte contradictorio y, en todo caso, largo y penoso, recibió sus perfiles clásicos de los tres Padres capadocios (Basilio, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa) en el siglo IV: Dios es trino en "personas" (hypóstasis, subsistencias, prósopa) y, sin embargo, uno en "naturaleza" (physis, ousía, esencia, sustancia)"
Desde el desierto de Antioquía, San Jerónimo (hacia 376) manifiesta al papa Dámaso su perplejidad: "La rama de los arrianos denominados Campenses exige de mí, hombre romano, ese nombre novedoso de las tres hipóstasis. ¿Qué apóstoles, dime, legaron esas cosas?","toda la tradición de las letras profanas no entiende por hipóstasis otra cosa que (ousía sustancia" (Epistolario 15,3 y4). En fin, alejándose del original terreno bíblico y metiéndose en terreno filosófico, la especulación intenta (osadamente) explorar la intimidad de Dios, que nadie conoce sino el espíritu de Dios (1 Co 2,11).
San Agustín es consciente de lo imposible que es discurrir sobre lo inefable y experimenta dificultad y contradicción: "Pues que son tres nos lo asegura la verdadera fe, al decirnos que el Padre no es el Hijo y que el Espíritu Santo, Don de Dios, no es ni el Padre ni el Hijo" (De la Trinidad VII,4,7). Y en otro lugar añade: "El Espíritu no es ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu del Padre y del Hijo, al Padre y al Hijo coigual y perteneciente a la unidad trina" (I,4,7). Además, "sólo el Padre es padre y no es Padre de dos hijos, sino de un Hijo único" (VII,4,7). Y finalmente: "Tampoco encontramos que hable la Escritura de tres personas", pero no lo contradice (VII, 4, 8). San Agustín intentó explicar el misterio de la Trinidad en analogía con las facultades del hombre: memoria, entendimiento y voluntad (I, 3,5-6). En el siglo XIII Santo Tomás de Aquino insistió en el intento (Suma teológica I, c.27, a.3).
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "Siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer Concilio Ecuménico de Nicea que el Hijo es 'consustancial' al Padre, es decir, un solo Dios con él. El segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó 'al Hijo Unico de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre'" (n.242). La fe en el Espíritu se formuló así en Constantinopla: "Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre" (n.245).
El concilio de Nicea fue convocado por el emperador Constantino, que intervino personalmente en las sesiones; presidió el concilio el obispo Osio de Córdoba, que residía en la corte imperial; el papa Silvestre envió a dos presbíteros como delegados; acudieron unos 300 obispos, una cuarta parte de los existentes, casi todos orientales; muchos salieron descontentos; en general, estaban contra Arrio (+336), que negaba la divinidad de Cristo, pero les disgustaba la expresión "homousios"; temían que se interpretara en sentido sabeliano (modalismo de Sabelio, s.III).
Además, el origen del credo niceno-constantinopolitano no ha sido puesto en claro totalmente; no poseemos las actas de Nicea, ni de Constantinopla; este concilio fue convocado por el emperador Teodosio; no asistieron delegados del papa; el concilio definió la divinidad del Espíritu Santo, cerrando así definitivamente la cuestión trinitaria; los obispos que discrepaban de la teología imperial eran destituidos y desterrados.
En el concilio de Calcedonia (a.451) se leyó y aprobó por aclamación el credo niceno, ordenando a continuación los delegados imperiales que se leyera igualmente "la fe de los ciento cincuenta Padres" formulada en Constantinopla. Al final, en presencia del emperador Marciano, todos los obispos firmaron el credo constantinopolitano. Este credo (que se encuentra en Roma más tarde, en el siglo XI) desarrolla más que los precedentes el artículo tercero sobre el Espíritu Santo. El de Nicea decía escuetamente, según el texto original griego: "Y (creemos) en el santo espíritu". El llamado credo de los apóstoles, que deriva del antiguo credo romano, fue impuesto por el emperador Carlomagno en todos sus dominios (a.769) y en el siglo XII se convierte en el credo oficial de Roma.
La liturgia de la Trinidad se propaga en Francia a partir del siglo VIII (a pesar de la tenaz oposición romana); el papa Juan XXII la introduce en Roma en 1334. Sin embargo, en la predicación ordinaria, aunque se habla del Padre, del Hijo y del Espíritu, se suele silenciar la doctrina trinitaria. Es cierto que en la fe cristiana popular, quizá a consecuencia del cambio de significado en los términos, la Trinidad es muchas veces entendida en sentido triteista (tres personas, tres dioses), lo que no se ajusta al dato bíblico. Tampoco se ajusta el monarquismo o modalismo (una persona con dos o tres modos sucesivos de manifestación). Por la especulación se llegó a una estéril controversia entre las Iglesias latina y griega. San Agustín había afirmado que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Esta doctrina fue introducida en el credo constantinopolitano por el Papa Benedicto VIII en 1014.
La fórmula "gloria al padre y al hijo y al espíritu Santo" surge en la polémica antiarriana en el siglo IV. Sin embargo, la fórmula más antigua (que encaja con la forma clásica de las oraciones romanas) es ésta: Gloria al padre por el hijo en el espíritu santo. Esta es la perspectiva del Nuevo Testamento. El problema clave no es la cuestión de cómo tres pueden ser uno, sino cómo se puede determinar conforme a la Escritura la relación de Jesús con Dios a la luz del espíritu. Los intentos de interpretación basados en conceptos filosóficos (tan caducos, tan cambiantes, tan discutibles) no pueden ser impuestos a los creyentes como vinculante expresión de fe.
Alejándose de la palabra de Jesús, se pusieron a especular. Olvidaron la advertencia que San Cirilo de Jerusalén (en el s.IV) dirigía a sus catecúmenos: "En lo que respecta a la naturaleza y a la hipóstasis, ¡no te mezcles en ello! Si la Escritura nos hubiese dicho algo sobre este particular, hablaríamos de ello. Pero no estando escrito, no tengamos la osadía" (Catequesis 16,24). El espíritu, dice Jesús, no hablará por su cuenta (Jn 16,13), os recordará todo lo que yo os he dicho (14,26;DV 10). Prescindiendo de su palabra, nadie puede reclamar para sí el espíritu de Cristo.
El espíritu de Dios ha llegado a ser tan propio del Señor glorificado que éste no sólo da espíritu santo (Jn 20,22), sino que por su resurrección se convierte en espíritu que da vida (1 Co 15,45). Pablo llega a decir: El Señor es el espíritu (2 Co 3,17). Resucitado a la vida de Dios, existe en la dinámica del espíritu, es decir, del Espíritu como poder por el que el Señor glorificado sigue presente en la historia del mundo, como principio de una historia nueva y de un mundo nuevo. De donde resulta una consecuencia decisiva, a saber: la fe en el Espíritu y la fe en la Iglesia venían así a coincidir, ya que ambos no eran sino la misma fe en la presencia y en la acción de Dios en el mundo, en la vida y en la historia de los hombres.
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