A través de su manía anti-sexual, los Padres de la Iglesia agravaron los temores hacia la impureza ritual de las mujeres, ellos temían que tal impureza pudiera profanar lo más sagrado del templo, el santuario y principalmente, el altar. En un clima donde a pasos agigantados, se vieron todos los aspectos del sexo y la procreación como manchados por el pecado, los teólogos consideraron que a una criatura impura como la mujer no podría encomendársele el cuidado de las realidades sagradas de Dios.
Un texto clave del Antiguo Testamento sobre la profanación por los períodos menstruales aparece en Levítico 15-19, 30, que contiene las siguientes fórmulas:
“Cuando una mujer tenga su menstruación, será impura durante siete días, y el que la toque será impuro hasta la tarde.
Cualquier objeto sobre el que ella se recueste o se siente mientras dure su estado de impureza, será impuro.
El que toque su lecho deberá lavar su ropa y bañarse con agua, y será impuro hasta la tarde.
El que toque algún mueble sobre el que ella se haya sentado, deberá lavar su ropa y bañarse con agua, y será impuro hasta la tarde.
Si alguien toca un objeto que está sobre el lecho o sobre el mueble donde ella se sienta, será impuro hasta la tarde.
Si un hombre se acuesta con ella, la impureza de la mujer se transmite a él; será impuro durante siete días, y cualquier lecho sobre el que se acueste, será impuro.
Cuando una mujer tenga un flujo de sangre durante varios días, fuera del período menstrual, o cuando la menstruación se prolongue más de lo debido, será impura mientras dure el flujo, como lo es durante la menstruación.
Todo lecho en el que se acueste y todo mueble sobre el que se siente será impuro, lo mismo que durante el período menstrual.
El que los toque será impuro: deberá lavar su ropa y bañarse con agua, y será impuro hasta la tarde.
Una vez que cese el flujo, la mujer contará siete días, y después será pura.
Al octavo día, conseguirá dos torcazas o dos pichones de paloma, y los presentará al sacerdote, a la entrada de la Carpa del Encuentro.
El sacerdote los ofrecerá, uno como sacrificio por el pecado y el otro como holocausto. De esta manera, practicará el rito de expiación delante del Señor, en favor de esa mujer, a causa de la impureza de su flujo”.
Estas leyes se hicieron más onerosas y complicadas en la tradición rabínica que siguió. Las consecuencias para las mujeres fueron:
Cada mes, había siete o más días durante los cuales ella estaba ritualmente impura.
Ellas necesitaban purificación luego de dar a luz; cuando nace un varón la madre estaba impura por 40 días, cuando es niña, son 80 días (Levítico 12:1-8).
El tabú contra la mujer durante su embarazo y menstruación fue común entre muchas naciones en los siglos pre-cristianos. No tan sólo las mujeres eran consideradas “impuras” durante esos períodos, sino en peligro de contagiar su impureza a otros, veamos algunos mitos:
“El contacto con el flujo mensual de la mujer amarga el vino nuevo, hace que las cosechas se marchiten, mata los injertos, seca semillas en los jardines, causa que las frutas se caigan de los árboles, opaca la superficie de los espejos, embota el filo del acero y el destello del marfil, mata abejas, enmohece el hierro y el bronce, y causa un terrible mal olor en el ambiente. Los perros que prueban la sangre se vuelven locos, y su mordedura se vuelve venenosa como las de la rabia. El Mar Muerto, espeso por la sal, no puede separarse excepto por un hilo empapado en el venenoso fluido de la sangre menstrual. Un hilo de un vestido infectado es suficiente. El lino, cuando lo toca la mujer mientras lo hierve y lava en agua, se vuelve negro. Tan mágico es el poder de las mujeres durante sus períodos menstruales, que se dice que lluvias de granizo y remolinos son ahuyentados si el fluido menstrual es expuesto al golpe de un rayo”. Plinio el Viejo, Historia Natural, libro 28, cáp. 23, 78-80; libro 7, cáp. 65.
Durante los primeros cinco siglos de la era cristiana, la parte de la Iglesia de habla griega y siriaca protegió a la mujer de los peores efectos del tabú de la menstruación. El Didascalia del 3er siglo explica que las mujeres no son impuras durante sus períodos, que no necesitan purificaciones rituales y que sus maridos no deben abandonarlas. Las Constituciones Apostólicas repitieron este mensaje tranquilizador. En el año 601 DC, el Papa Gregorio I endosó este enfoque. Las mujeres que menstrúan no debieran estar fuera de la iglesia o lejos de la santa comunión. Pero esta verdadera respuesta cristiana fue, desafortunadamente, dominada por un increíble prejuicio en siglos posteriores.
Fueron los padres latinos quienes reintrodujeron una histeria anti-sexo en la moralidad cristiana. Empezó con Tertuliano (155-245 DC), quien declaró que aún los matrimonios legales estaban “manchados con la concupiscencia”.
San Jerónimo (347-416 DC) continúo esta línea de pensamiento, enseñando que la corrupción se manifiesta en todo sexo y relación, aún dentro de matrimonios legítimos. El matrimonio, con todo su sexo “sucio”, sólo vino luego de la caída por el pecado original. No es ninguna sorpresa que también Jerónimo sostuviera que los “fluidos menstruales” hacían impuras a las mujeres.
El Concilio local de Cártago, en el norte de África (desde el 345 DC) introdujo reglas imponiendo la abstinencia sexual a obispos, sacerdotes y diáconos.
Los Concilios locales en Francia, Orange (441 DC) y Epaon (517 DC) decretaron que no se ordenarían mujeres diáconos en esas regiones. La razón obvia fue el temor de que las mujeres que menstruaban profanaran el altar.
El Papa Gelasio I (494 DC) objetó que las mujeres sirvieran en el altar. El Sínodo Diocesano de Auxerre (588 DC) decretó que las mujeres debían cubrirse las manos con una tela “dominical” para poder recibir la comunión.
El Sínodo de Rouen (650 DC) prohibió a los sacerdotes poner el cáliz en las manos de las mujeres o permitirles distribuir la comunión.
El obispo Timoteo de Alejandría (680 DC) ordenó que las parejas deben abstenerse de relaciones sexuales los sábados y domingos y en el día previo a recibir la comunión. Las mujeres que menstruaban no podían recibir la comunión, no podían recibir el bautismo o visitar la Iglesia durante la Pascua.
El obispo Teodoro de Canterbury (690 DC), ignorando la carta del Papa Gregorio el Grande dada a su predecesor, prohibió a las mujeres menstruantes visitar la Iglesia o recibir la santa comunión.
El obispo Teodolfo de Orleans (820 DC) prohibió a las mujeres entrar al santuario. También dijo que: “las mujeres deben recordar su enfermedad y la inferioridad de su sexo; por tanto, deben tener miedo de tocar cualquier cosa sagrada que está en el ministerio de la Iglesia”.
“No se permite a las mujeres visitar una iglesia durante su período menstrual o después del nacimiento de un niño. Esto es porque la mujer es un animal que menstrua. Por tocar su sangre, las frutas no madurarán. La mostaza se degenera, la hierba se seca y los árboles pierden su fruto antes de tiempo. El hierro de enmohece y el aire se obscurece. Cuando los perros la comen, adquieren rabia.” Paucapalea, Summa, Dist. 5, pr. § 1 v.
Las mujeres no deben llevar la comunión a los enfermos y deben permanecer fuera de la Iglesia luego de que dan a luz. La razón: "Esa sangre es tan abominable e impura, que ya Julius Solinus había escrito en su libro sobre las maravillas del mundo, que a través de su contacto las frutas no maduran, las plantas se marchitan, la hierba muere, los árboles pierden su fruto, el aire se obscurece, si los perros la comen quedan afligidos de la rabia... Y las relaciones sexuales en este período menstrual son muy riesgosas. No tan sólo por la impureza de la sangre hay que abstenerse de tener contacto con una mujer menstruante; por dicho contacto, puede nacer un feto dañado". Rufinus, Summa Decretorum, passim.
Las mujeres no pueden tocar los vasos sagrados. El nacimiento de un niño conlleva una doble maldición: "Hay dos mandamientos en la Ley (Antigua), uno pertinente a la madre cuando da a luz, el otro al parto mismo. En relación de la madre que da a luz, si dio a luz un varón, debe evitar entrar al Templo por 40 días, como persona impura; porque el feto, concebido en la impureza, se dice que permanece sin forma por 40 días" Sicardo de Cremora, Mitrale V, ch. 11.
La supuesta “impureza ritual” de la mujer entró en la Ley de Iglesia, principalmente, a través del Decretum Gratiani (1140 DC), el cual se convirtió en ley oficial de la Iglesia en el año 1234, una parte vital del Corpus Iuris Canonici (Código Canónico) que tuvo vigencia hasta el 1916. El nuevo Código Canónico (1983) ofrece muchas mejoras al estatus de la mujer en la Iglesia. Aunque mantiene la prohibición contra la ordenación de la mujer, y reserva el lectorado y el ministerio de acólito sólo para hombres, el nuevo código finalmente dio revés a la posición de la Iglesia, estableciendo que las mujeres “por diputación temporera”, pueden llevar a cabo los siguientes ministerios en la Iglesia:
Lectoras de las Sagradas Escrituras durante la liturgia
Servidoras del altar
Comentadoras durante la Eucaristía
Predicadoras de la Palabra
Cantantes y coristas, ya sea solas o como miembros de un coro
Líderes de servicios litúrgicos
Ministras de bautismo
Distribuidoras de la Sagrada Comunión
A través de este cambio en la ley y en la práctica, la Iglesia oficial finalmente reconoció, al menos en alguna medida, que su prejuicio contra la mujer, basado en la “impureza ritual”, no tenía fundamento.
Durante los primeros cinco siglos de la era cristiana, la parte de la Iglesia de habla griega y siriaca protegió a la mujer de los peores efectos del tabú de la menstruación. El Didascalia del 3er siglo explica que las mujeres no son impuras durante sus períodos, que no necesitan purificaciones rituales y que sus maridos no deben abandonarlas. Las Constituciones Apostólicas repitieron este mensaje tranquilizador. En el año 601 DC, el Papa Gregorio I endosó este enfoque. Las mujeres que menstrúan no debieran estar fuera de la iglesia o lejos de la santa comunión. Pero esta verdadera respuesta cristiana fue, desafortunadamente, dominada por un increíble prejuicio en siglos posteriores.
Fueron los padres latinos quienes reintrodujeron una histeria anti-sexo en la moralidad cristiana. Empezó con Tertuliano (155-245 DC), quien declaró que aún los matrimonios legales estaban “manchados con la concupiscencia”.
San Jerónimo (347-416 DC) continúo esta línea de pensamiento, enseñando que la corrupción se manifiesta en todo sexo y relación, aún dentro de matrimonios legítimos. El matrimonio, con todo su sexo “sucio”, sólo vino luego de la caída por el pecado original. No es ninguna sorpresa que también Jerónimo sostuviera que los “fluidos menstruales” hacían impuras a las mujeres.
El Concilio local de Cártago, en el norte de África (desde el 345 DC) introdujo reglas imponiendo la abstinencia sexual a obispos, sacerdotes y diáconos.
Los Concilios locales en Francia, Orange (441 DC) y Epaon (517 DC) decretaron que no se ordenarían mujeres diáconos en esas regiones. La razón obvia fue el temor de que las mujeres que menstruaban profanaran el altar.
El Papa Gelasio I (494 DC) objetó que las mujeres sirvieran en el altar. El Sínodo Diocesano de Auxerre (588 DC) decretó que las mujeres debían cubrirse las manos con una tela “dominical” para poder recibir la comunión.
El Sínodo de Rouen (650 DC) prohibió a los sacerdotes poner el cáliz en las manos de las mujeres o permitirles distribuir la comunión.
El obispo Timoteo de Alejandría (680 DC) ordenó que las parejas deben abstenerse de relaciones sexuales los sábados y domingos y en el día previo a recibir la comunión. Las mujeres que menstruaban no podían recibir la comunión, no podían recibir el bautismo o visitar la Iglesia durante la Pascua.
El obispo Teodoro de Canterbury (690 DC), ignorando la carta del Papa Gregorio el Grande dada a su predecesor, prohibió a las mujeres menstruantes visitar la Iglesia o recibir la santa comunión.
El obispo Teodolfo de Orleans (820 DC) prohibió a las mujeres entrar al santuario. También dijo que: “las mujeres deben recordar su enfermedad y la inferioridad de su sexo; por tanto, deben tener miedo de tocar cualquier cosa sagrada que está en el ministerio de la Iglesia”.
“No se permite a las mujeres visitar una iglesia durante su período menstrual o después del nacimiento de un niño. Esto es porque la mujer es un animal que menstrua. Por tocar su sangre, las frutas no madurarán. La mostaza se degenera, la hierba se seca y los árboles pierden su fruto antes de tiempo. El hierro de enmohece y el aire se obscurece. Cuando los perros la comen, adquieren rabia.” Paucapalea, Summa, Dist. 5, pr. § 1 v.
Las mujeres no deben llevar la comunión a los enfermos y deben permanecer fuera de la Iglesia luego de que dan a luz. La razón: "Esa sangre es tan abominable e impura, que ya Julius Solinus había escrito en su libro sobre las maravillas del mundo, que a través de su contacto las frutas no maduran, las plantas se marchitan, la hierba muere, los árboles pierden su fruto, el aire se obscurece, si los perros la comen quedan afligidos de la rabia... Y las relaciones sexuales en este período menstrual son muy riesgosas. No tan sólo por la impureza de la sangre hay que abstenerse de tener contacto con una mujer menstruante; por dicho contacto, puede nacer un feto dañado". Rufinus, Summa Decretorum, passim.
Las mujeres no pueden tocar los vasos sagrados. El nacimiento de un niño conlleva una doble maldición: "Hay dos mandamientos en la Ley (Antigua), uno pertinente a la madre cuando da a luz, el otro al parto mismo. En relación de la madre que da a luz, si dio a luz un varón, debe evitar entrar al Templo por 40 días, como persona impura; porque el feto, concebido en la impureza, se dice que permanece sin forma por 40 días" Sicardo de Cremora, Mitrale V, ch. 11.
La supuesta “impureza ritual” de la mujer entró en la Ley de Iglesia, principalmente, a través del Decretum Gratiani (1140 DC), el cual se convirtió en ley oficial de la Iglesia en el año 1234, una parte vital del Corpus Iuris Canonici (Código Canónico) que tuvo vigencia hasta el 1916. El nuevo Código Canónico (1983) ofrece muchas mejoras al estatus de la mujer en la Iglesia. Aunque mantiene la prohibición contra la ordenación de la mujer, y reserva el lectorado y el ministerio de acólito sólo para hombres, el nuevo código finalmente dio revés a la posición de la Iglesia, estableciendo que las mujeres “por diputación temporera”, pueden llevar a cabo los siguientes ministerios en la Iglesia:
Lectoras de las Sagradas Escrituras durante la liturgia
Servidoras del altar
Comentadoras durante la Eucaristía
Predicadoras de la Palabra
Cantantes y coristas, ya sea solas o como miembros de un coro
Líderes de servicios litúrgicos
Ministras de bautismo
Distribuidoras de la Sagrada Comunión
A través de este cambio en la ley y en la práctica, la Iglesia oficial finalmente reconoció, al menos en alguna medida, que su prejuicio contra la mujer, basado en la “impureza ritual”, no tenía fundamento.