Promediaba
ya la vida pública
de Jesús cuando una tarde, mientras les enseñaba a sus discípulos en Cafarnaún,
Pedro le preguntó: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las
ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?” (Mt 18,21). Los maestros judíos
solían discutir la cantidad de veces que una persona tenía que perdonar. Y los
Doctores de la Ley habían llegado a la conclusión de que un hombre debía
perdonar a su hermano hasta tres veces. Porque, decían, Dios en las Escrituras
perdonaba siempre hasta tres veces, y la cuarta vez castigaba. En efecto, en el
libro del profeta Amós se anuncia que Dios castigó a varios pueblos por el
cuarto pecado cometido. Allí el profeta declara: “Por los tres crímenes de
Damasco, y por el cuarto, no los perdonaré” (Am 1,3). “Por los tres crímenes de
Gaza, y por el cuarto, no los perdonaré” (Am 1,6). “Por los tres crímenes de
Tiro, y por el cuarto, no los perdonaré” (Am 1,9). Y lo mismo va diciendo de
Edom, Ammón, Moab, Judá, Israel (Am 1,11.13; 2,1.4.6).
De
estas palabras, los israelitas deducían que si el perdón de Dios se limitaba a
tres ofensas, no había que pedirle a un hombre que fuera más misericordioso que
Dios. Por eso no existía la obligación de perdonar más de tres veces. Pedro, al
proponerle a Jesús perdonar hasta siete veces, lo que hizo fue tomar los tres
perdones de los israelitas, multiplicarlos por dos, y agregarle uno. Y así, muy
contento y satisfecho, pensaba haber dado un gran paso de generosidad,
superando en misericordia a los maestros judíos. Esperaba, pues, escuchar las
felicitaciones de Jesús.
Pero
Jesús le respondió a Pedro de uno modo inesperado y sorprendente: “No te digo
que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,22). La
expresión “setenta veces siete” no significa 490 veces, como puede parecer si
la tomamos literalmente (70 x 7 = 490). Incluso la versión del evangelio de
Lucas, tomada textualmente, es aún más extrema: “Si tu hermano peca contra ti
siete veces al día, y las siete veces te dice: «Me arrepiento», debes
perdonarlo” (Lc 17,4). Siete veces al día, equivalen a ¡2.555 perdones al año!
Lo
que Jesús quiso decir con esta frase simbólica es que debemos perdonar
“siempre”, sin poner límites. Que el perdón no debe ser una excepción, o un
favor que le hacemos a alguien, sino un modo habitual de nuestra vida. ¿Por qué
usó Jesús la expresión “setenta veces siete”? Por la historia de Caín y Abel
narrada en el Génesis. Allí se cuenta que Caín era tan malvado que cuando
alguien le hacía un daño, él no se vengaba una vez sino siete veces (Gn 4,15).
Este resentimiento se fue transmitiendo a sus descendientes de tal manera, que
uno de sus nietos llamado Lámek adquirió el hábito de vengarse, por cada ofensa
que le hacían, setenta veces siete (Gn 4,17-24). Y fue esa violencia creciente
la que provocó la ruina de la sociedad de aquel tiempo, con el diluvio
universal.
Recordando
esta vieja historia, Jesús quiso enseñar que a las ansias de venganza, los
cristianos debemos oponer el perdón fraterno. Únicamente con el perdón es
posible salvar del desastre a la
nueva sociedad de los cristianos. Y para resaltar esta
contraposición, utilizó la misma expresión de la historia de Caín. Varias veces
enseñó Jesús a sus discípulos que debían perdonar. Y para que no olvidaran esta
obligación la dejó inmortalizada en el Padrenuestro, cuando enseñó a pedirle a
Dios: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden” (Lc 11,4). “Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas,
también el Padre celestial los perdonará a ustedes; pero si no perdonan a los
hombres, tampoco el Padre perdonará las ofensas de ustedes” (Mt 6,14-15).
Sin
embargo, y a pesar del énfasis que Jesús puso en este mandato, pocas cosas hay
que le cuesten tanto a los cristianos como perdonar. Y eso se debe a que tienen
una idea equivocada sobre el perdón. El primer error consiste en creer que,
cuando uno perdona, le hace un favor a su enemigo. En realidad cuando uno
perdona, se hace un favor a sí mismo. La misma experiencia nos enseña que
cuando guardamos rencor a alguien, o tenemos un resentimiento hacia otra
persona, somos nosotros los únicos perjudicados, los únicos que sufrimos, los
únicos lastimados; y nos causamos daño, pasando noches sin dormir, masticando
odios, envenenando nuestra mente y atormentándonos con ideas de venganzas.
Mientras tanto, nuestro enemigo está en paz y no se entera de nada.
Es
llamativo cómo la medicina moderna, cada vez más, reconoce que los sentimientos
negativos o de odio hacia otra persona producen enfermedades físicas y
psíquicas, provocan infartos, disfunciones coronarias, afecciones cardíacas,
problemas en los huesos, en la piel y el sistema inmunológico. Incluso muchas
de nuestras dolencias - explica la ciencia médica - son en el fondo producto de
nuestros rencores ocultos. Es indudable que nuestro enemigo estaría feliz si se
enterara del daño que su recuerdo provoca en nosotros.
Equivocadamente,
pues, solemos creer que el que perdona pierde. En realidad el que perdona gana.
Porque perdonar es quitarse uno mismo una espina dolorosa e infectada, capaz de
envenenar toda una vida. El odio causa mayor daño a quien lo tiene que a quien
lo recibe. Y el que se niega a perdonar sufre mucho más que aquél a quien se le
niega el perdón. Porque cuando uno odia a su enemigo, pasa a depender de él.
Aunque no quiera, se ata a él. Queda sujeto a la tortura de su recuerdo, y al
suplicio de su presencia. Le otorga poder para perturbar su sueño, su
digestión, su salud entera, y convertir toda su vida en un infierno. En cambio
cuando logra perdonar, rompe los lazos que lo ataban a él, se libera, y deja de
padecer.
Por
eso cuando Jesús pidió que perdonemos a los demás, no lo dijo pensando en los
demás. Lo dijo pensando en nosotros. Porque dentro del proyecto de Jesús está
que sus seguidores sean gente sana, y que puedan vivir la vida en plenitud. Él
mismo lo afirmó: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia”
(Jn 10,10). La segunda idea errónea que los cristianos tienen sobre el perdón,
es creer que perdonar significa justificar. Que si uno perdona, de algún modo
es porque “comprende” la actitud del otro, la minimiza. Que perdonar es, en el fondo, una manera de
decir “aquí no ha pasado nada”.
Y
no es así. A veces es mucho y muy serio lo que ha pasado. Pero si a pesar de
ello uno perdona, no es porque cierra los ojos ante la evidencia de los hechos,
ni porque le resulta indiferente el mal que se ha producido. Cuando a Jesús le
presentaron una mujer sorprendida en pleno adulterio, Jesús la perdonó. Pero no
justificó su mala conducta, ni le dijo que estaba bien lo que había hecho. Al
contrario. La despidió aconsejándole: “Vete, y de ahora en adelante no peques
más” (Jn 8,3-11). Con lo cual el Señor reconoció la gravedad del pecado cometido
por la mujer.
Cuando
uno perdona, pues, reconoce que el otro ha obrado mal, que ha cometido un hecho
más o menos grave; pero aun así, y a pesar de todo, decide perdonarlo para
preservar su propia salud y su bienestar interior. Perdonar, entonces, no es
“disculpar”. No es liberarlo de la culpa al otro. No. Aun cuando el otro sea
culpable de una mala acción, uno debe buscar perdonarlo, porque de esa manera
se está librando de un sentimiento de frustración y tristeza que puede
intoxicarlo. Perdonar siempre las ofensas, los agravios y los insultos no es minimizar la
diferencia entre el bien y el mal, ni convertirse en cómplice del injusto, sino
asumir una higiénica actitud de vida, que produce a los largos efectos
benéficos y saludables.
Ariel
Álvarez Valdés
Biblista