Solemos
pensar que Jesús desde su infancia tenía plena conciencia de que era el Hijo de
Dios, de que había venido a este mundo para predicar el Reino, de que debía
morir en la cruz ,
y de que así salvaría a toda la humanidad. Y creemos que, por esa conciencia
tan clara que Él tenía, en determinado momento de su vida (que ya estaba
prefijado, y que Él conocía de antemano por ser Dios) abandonó la carpintería
de Nazaret, donde se ganaba la vida trabajando, y salió a anunciar por los
caminos la llegada del Reino de Dios, tal como su Padre del cielo le había
encomendado.
Pero
las cosas no parecen haber sido tan simples. Porque así como Jesús necesitó
(como hombre que era) de ciertos factores humanos que lo ayudaran a cumplir su
tarea en este mundo, así también no nos debe sorprender que haya necesitado de
alguien que lo ayudara a descubrir, de algún modo, lo que su Padre del cielo
requería de Él. Y en esta tarea, quien desarrolló un papel fundamental fue Juan
el Bautista. Todos sabemos, por los evangelios, que este famoso predicador
judío bautizó a Jesús. Pero ¿eso fue todo lo que Juan hizo por Jesús? Si leemos
con cuidado los evangelios, más bien parece que no.
Hacia
el siglo I de la era cristiana, la religión judía había caído en un profundo
letargo. La situación política oprimente que reinaba en el país, el cansancio
moral por la espera de un Salv ador
que no llegaba nunca, la vida escandalosa de la clase gobernante (supuesta
representante de Dios), y la degradación de los mismos sacerdotes del Templo
(más preocupados por sus propios intereses que por animar la fe del pueblo),
habían ido poco a poco enfriando la devoción de la gente y desanimando la
práctica religiosa.
Frente
a este panorama, apareció de pronto un hombre que buscó inyectar nuevas fuerzas
al judaísmo decadente y sacudirlo de su modorra. Era Juan, el hijo único de un
sacerdote del Templo llamado Zacarías. Su voz estalló como un trueno en el
sereno horizonte de Palestina. Con un lenguaje implacable, y una dureza inusual
para un predicador, empezó a incitar a la gente a que cambiara de vida y
abandonara su indiferencia religiosa. Decía que el juicio de Dios era
inminente, y que en muy poco tiempo Dios iba a castigar con fuego a todos los
que no se arrepintieran de sus pecados y se convirtieran (Mt 3,7-12).
La
gente que lo escuchaba hablar quedaba magnetizada por sus encendidos discursos
y su talla moral. Y acudían de todos los rincones del país para oírlo hablar y
pedirle consejos. A cuantos aceptaban sus enseñanzas y buscaban un cambio de
vida, el profeta les pedía que como señal de su arrepentimiento se sometieran a
un pequeño baño exterior: el bautismo, que él personalmente administraba en el
río (Mc 1,4-5).
Juan
desarrollaba su ministerio junto al río Jordán, pues esto le permitía practicar
sus ceremonias acuáticas. Pero no tenía un lugar fijo. A veces se instalaba en
un tranquilo brazo del río cerca de Betania, en la provincia de Perea (Jn
1,28). Otras veces, más al norte, “en Ainón cerca de Salim” (Jn 3,22), en la provincia de Samaria. De
hecho, Lucas afirma que Juan iba “por toda la región del Jordán” (3,3) en busca
de oyentes a quienes proclamar su mensaje y bautizar.
El
éxito de este fogoso predicador fue extraordinario. No era posible permanecer
indiferentes. Y muchos jóvenes que se habían alejado de la fe volvieron otra
vez a encontrarse con Dios, se comprometieron a romper con su pasado, y
aceptaron el lavado simbólico del bautismo que él les ofrecía. Pero Juan no
exigía a nadie que se quedara con él. A todos los que bautizaba los enviaba de
vuelta a su vida anterior. Sólo les pedía que cambiaran el corazón y que
estuvieran dispuestos a realizar buenas obras, cada uno en su ambiente (Lc
3,8-14).
Sin
embargo, poco a poco se fue formando alrededor del Bautista un pequeño grupo de
discípulos que lo acompañaba en sus recorridos bautismales (Jn 1,28.35-37), lo
ayudaba en sus predicaciones (Jn 3,23), recibía de él enseñanzas más profundas
(Jn 3,26-30), y compartía su espiritualidad ascética del ayuno (Mc 2,18), de la
oración (Lc 11,1), y quizás, al menos temporalmente, también del celibato. A
principios del año 27 d.C, un joven galileo llamado Jesús, seguramente en
compañía de otros amigos, viajó desde Nazaret hasta el valle del Jordán para
ver a Juan. La fama del Bautista había llegado hasta su pueblo, y quería
conocer la renovación espiritual que éste proponía.
Y
allí, entre las áridas colinas y los desolados valles del desierto de Judá,
Jesús pudo escuchar el mensaje escatológico de Juan, que puede resumirse en
tres ideas: a) el fin de la historia está a punto de llegar; b) el pueblo de
Israel se ha descarriado, y se halla en peligro de ser consumido por el fuego
inminente del juicio de Dios; c) es necesario cambiar de vida, y sellar ese
compromiso haciéndose bautizar. Podemos imaginar la honda impresión que habrá
causado, en el alma del joven de Nazaret, el mensaje del asceta predicador. Y
es posible pensar que fue esto lo que despertó en Él su vocación religiosa
posterior. La invitación al cambio radical de vida, que Juan dirigía a cada
israelita que se hacía bautizar, debió de haber tocado su interior de tal
manera, que lo llevó a abandonar para siempre la vida silenciosa que hasta
entonces llevaba en Nazaret.
En
efecto, sabemos que Jesús aceptó el mensaje de Juan, al igual que muchos otros
israelitas, puesto que se hizo bautizar por él como lo relatan los evangelios
sinópticos (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). ¿Pero cómo fueron los hechos?
¿Qué pasó después del bautismo? Según los tres evangelios sinópticos, en ese
momento bajó el Espíritu Santo sobre Jesús proclamándolo públicamente Hijo de
Dios, y luego Jesús se alejó del lado del Bautista para hacer 40 días de ayuno
en el desierto y empezar a dedicarse de lleno a su propia misión de predicar el
Reino.
¿Pero
fue exactamente así? El cuarto evangelio parece ofrecer una versión distinta.
Si lo leemos atentamente podemos encontrar ciertos indicios que muestran que
Jesús no se alejó inmediatamente de Juan, sino que se quedó algún tiempo
integrando el círculo más íntimo de sus discípulos. El primer indicio lo
tenemos en Jn 1,28-30. Allí el evangelista dice que Juan estaba bautizando en
la localidad de Betania, al este del río Jordán, y añade: “Al día siguiente
(Juan el Bautista) vio a Jesús venir hacia él, y dijo: «¡Miren!, éste es el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo. A Él me refería yo cuando dije: después de
mí viene un hombre que es más importante que yo, porque existía antes que yo»”.
Para
el cuarto evangelio, el bautismo de Jesús no existió, porque no lo cuenta.
Ahora bien, ¿qué hacía Jesús aquél día
en Betania, en
medio del desierto, si no había ido a hacerse bautizar? ¿Por
qué andaba entre los discípulos de Juan, cuando éste lo señaló como el Cordero
de Dios? El cuarto evangelio calla. No da ninguna explicación. Pero el sentido
natural del relato parece sugerir que Jesús se encontraba allí porque formaba
parte de los discípulos del Bautista. Un segundo indicio lo tenemos en el
relato siguiente (Jn 1,35-57), en el que dos discípulos de Juan el Bautista,
Andrés y otro anónimo (que por el contexto se deduce que es Felipe), reconocen
a Jesús como Maestro y empiezan a seguirlo. Luego, estos dos discípulos invitan
a otros dos (Pedro y Natanael) para que también ellos se adhieran al nuevo Maestro.
Pero
¿cómo es que Andrés, y los otros discípulos del Bautista, conocen a Jesús en
ese ambiente? La razón debió ser porque Jesús, al igual que estos otros
discípulos, formaba parte del mismo grupo. En efecto, antes de que Jesús se
hiciera bautizar, era un perfecto desconocido. Si en un determinado momento
algunos discípulos del Bautista lo abandonaron a éste para seguir a Jesús, es
lógico suponer que Jesús llevaba en ese ambiente el tiempo suficiente como para
que los discípulos del Bautista pudieran conocerlo y se sintieran impresionados
por Él. El tercer indicio lo hallamos en Jn 3,22-4,3. Allí se narra que “Jesús
se fue con sus discípulos al país de Judea; y permaneció un tiempo con ellos y
bautizaba. Juan también estaba bautizando en Ainón, cerca de Salim, porque allí
había mucha agua, y la gente acudía y se bautizaba. Y se suscitó una discusión
entre los discípulos de Juan y un judío sobre el tema de la purificación.
Fueron, entonces, los discípulos a Juan y le dijeron: «Maestro, el que estaba contigo
al otro lado del Jordán, aquél de quien diste testimonio, mira, está bautizando
y todos se van con él»” (v.22-26).
Este
pasaje, en el que los discípulos de Juan acuden a su maestro para quejarse de
Jesús, sólo se entiende si Jesús fue durante algún tiempo discípulo de Juan. En
efecto, podemos suponer que estos discípulos “quejosos” sabían que Juan había
bautizado a Jesús, lo había tenido un tiempo entre sus oyentes, lo había
instruido e iniciado en su formación. Y ahora veían que Jesús había abandonado
el grupo y se había puesto a bautizar por su cuenta, reuniendo sus propios
discípulos y haciéndole la competencia a quien fuera su formador y maestro.
Sólo suponiendo este trasfondo, se entiende claramente el sentimiento de enojo
y rivalidad surgido en el grupo de discípulos que aún permanecían fieles a
Juan.
Ariel
Álvarez Valdez
Biblista