Estos
pasajes, que indicarían que Jesús estuvo en el grupo de discípulos del Bautista
por un tiempo, no se encuentran en los evangelios sinópticos, sino únicamente
en el cuarto evangelio. Y esto es lo más increíble y sorprendente. Porque hoy
los estudiosos enseñan que una de las características del cuarto evangelio es
que fue escrito precisamente para aclarar a los seguidores de Juan el Bautista
que no era éste sino Jesús el verdadero Mesías. Y si a pesar de ello, el cuarto
evangelio conserva los recuerdos de un Jesús que dependía del entorno de Juan
(en vez de mostrarlo totalmente autónomo como hubiera sido preferible), es
quizás porque se trató de un hecho histórico muy conocido por la comunidad a la
que se escribía, y que resultaba imposible de ignorar.
Pero que no
fue fácil para los cristianos del cuarto evangelio conservar los recuerdos de
un Jesús “bautizador” se ve en el hecho de que, cuando ya se había terminado de
escribir este evangelio, una mano anónima le agregó una frase que decía: “En
realidad no era Jesús el que bautizaba, sino sus discípulos” (Jn 4,2). La mano
anónima quiso, así, mostrar a Jesús lo más independiente posible de Juan. Pero
al no borrar las tres menciones anteriores que decían que Jesús sí bautizaba,
la frase quedó contradiciendo lo que el evangelio había dicho antes, y hoy
resulta evidente que se trata de un añadido posterior.
¿Cuánto
tiempo pasó Jesús al lado de Juan? Es imposible saberlo. Podemos suponer que no
mucho, pues la vida pública de Jesús duró sólo tres años, y no queda demasiado
margen para esta etapa. Pero en determinado momento, y mientras estaba en la
comunidad del Bautista, Jesús “descubrió” su propia vocación. Sintió que su
Padre lo llamaba a Él personalmente para que se lanzara a predicar la Palabra de Dios por su
propia cuenta. Fue entonces cuando Jesús decidió emprender su ministerio
independiente. Pero durante ese tiempo Jesús había ido madurando sus propias
ideas, y por eso se lanzó con una prédica diversa a la de Juan: no ya
anunciando el castigo inminente, sino la misericordia y el amor de Dios. Con
una metodología diferente: no ya en
los desiertos, sino recorriendo los pueblos y aldeas del país. Con una actitud
de vida distinta: no ya ayunando y absteniéndose de bebidas, sino comiendo y
bebiendo con los pecadores. Nacía, así, el Jesús de los evangelios.
Jesús,
pues, no fue “discípulo” de Juan Bautista en el sentido técnico de la palabra,
es decir, de un alumno que aprende los conceptos de un maestro. Pero sí en el
sentido amplio, de alguien que compartió cierto tiempo en el círculo de
otra persona. Nos queda una inquietante pregunta. ¿Acaso Jesucristo no lo sabía
todo? ¿No era el Hijo de Dios? ¿Cómo es que necesitó que alguien le iluminara
la mente para mostrarle el camino que debía seguir? Ciertamente Jesús era Dios.
Pero también era plenamente hombre. Y una de las características de todo
verdadero hombre es el lento aprendizaje de las cosas. Jesús, pues, debió haber
experimentado esta misma pedagogía, como lo atestigua el evangelio de Lucas
cuando dice que en Nazaret “(el niño) Jesús crecía en sabiduría, en estatura y
en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2,51-52).
Quizás una
manera de explicar esta dualidad de Jesús sea la de imaginar un gigantesco
embudo, con un estrecho orificio de salida. Si en él derramáramos una gran
cantidad de vino, sería de todos modos muy poco lo que se podría pasar al otro
lado, ya que el cuello de salida resultaría pequeño. Pues bien, dentro de Jesús
habitaba toda la divinidad, el Dios omnisciente, que todo lo sabe. Pero esa
infinita sabiduría de Dios, para exteriorizarse, debía hacerlo por los
estrechos conductos de un cerebro, una mente, y unas neuronas humanas, que no
tenían capacidad para permitirle saberlo todo. Por eso debió experimentar, de
alguna manera, el mismo aprendizaje de sus hermanos los hombres.
Pensar que
Jesús de Nazaret siempre supo todas las cosas con total claridad y perfección,
además de ir contra lo que dicen los evangelios, es tener una visión simplista
e infantil del Señor. Desde que el Hijo de Dios se hizo hombre, Dios quiso
obrar en Él a través de lo natural, es decir, del mundo a donde lo había
enviado. Por eso lo vemos “naturalmente” tener hambre, sed, calor, sueño,
alegrías, penas, dudas, y morir cuando lo crucifican. Y así como no nos resulta
extraño que la Virgen
María fuera el “factor humano” necesario para que Jesús
pudiera nacer en el mundo, ni que San José fuera el “factor humano” necesario
para que Jesús tuviera una
familia normal, conociera en su hogar las Escrituras y
aprendiera un oficio manual, tampoco resulta extraño que Juan el Bautista
pudiera haber sido el “factor humano” gracias al cual Jesús descubriera la
vocación que lo llevó a emprender su ministerio.
Dios puede
hablar de mil modos y a través de cualquier circunstancia, y no contradice a la
sana Teología el hecho de que le hubiera hablado a su Hijo a través de Juan el
Bautista. Si Dios privilegió este modo “humano” de comunicación incluso con
Jesús, nosotros los hombres deberíamos estar más atentos a las personas que nos
hablan, nos advierten y nos exhortan. Podrían ser “la voz de Dios” que nos
grita en el desierto de la vida.
Ariel
Alvarez Valdez
Biblista