Es el año 302, en plena persecución del emperador Diocleciano. En Roma,
un niño, de nombre Tarsicio, asiste a la eucaristía en las catacumbas de San
Calixto. El papa de entonces le entrega el Pan Consagrado y envuelto en un lino
blanco, para que lo lleve a los cristianos que están en la cárcel que esperan
dar pronto su vida por Dios. Tarsicio oculta cuidadosamente el Pan Eucarístico sobre su pecho.
Solícito se encamina hacia las cárceles. En el camino encuentra a algunos
compañeros no cristianos que juegan y se divierten. Al verlo tan serio
sospechan que algo importante está guardando. Al descubrir que Tarsicio lleva
los “misterios”, el odio estalla en sus corazones y en todos los miembros de
sus cuerpos. Con puñetazos, puntapiés y pedradas esos muchachos paganos tratan
de arrebatarle lo que él aprieta contra su corazón. Aún herido de muerte no
suelta la eucaristía.
Providencialmente pasa por el lugar un soldado cristiano llamado
Cuadrato y lo rescata. Lo toma en sus fuertes brazos y lo lleva de regreso a la
comunidad cristiana. Allí, ya en agonía, Tarsicio abre sus brazos y devuelve la
eucaristía al papa que se la había entregado. Tarsicio muere feliz, pues le ha
demostrado a Cristo su propia fidelidad hasta la muerte. Para los primeros cristianos la eucaristía estaba unida a la capacidad
de martirio. Tanto para Tarsicio como para esos cristianos ya encarcelados, la
eucaristía les daba fuerzas para soportar todo dolor y sufrimiento. Es de todos
conocidos el ejemplo de san Ignacio de Antioquía que decía a sus hermanos
cristianos: “Dejadme ser pan molido para las fieras”. Los mártires de 1934, fusilados en el norte de España, entre ellos san
Héctor Valdivielso, sacerdote argentino. Después de la misa los apresan y los
conducen a la cárcel, y a los tres o cuatro días los fusilan. En México muchos
sacerdotes en tiempo de la Guerra Cristera de 1926 a 1929, murieron mártires,
entre ellos el padre Agustín Pro, porque no obedecieron la orden masónica del
presidente Plutarco Elías Calles: “prohibido celebrar la eucaristía y todo
culto católico, bajo pena de muerte”. Y estos sacerdotes desafiaron
esta inhumana y atea orden, porque sentían el deber sagrado de honrar a la
eucaristía y fortalecer al pueblo. No podían vivir sin la eucaristía. Y
murieron mártires.
El beato Karl Leisner, ordenado sacerdote en el campo de concentración
de Dachau en Alemania, fue apresado y encarcelado. Tenía como lema “Cristo,
tú eres mi pasión”. Celebró su primera y única misa en un barracón del
campo de concentración. Sus últimas palabras fueron “Amor, perdón, oh Dios, bendice a
mis enemigos”. ¿Por qué la eucaristía da fuerzas para el martirio? Porque en la
eucaristía recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que murió mártir, y que
nos llena de bravura, de fuerza para afrontar cualquier situación adversa.
Quien comulga con frecuencia tendrá en sus venas la misma Sangre de Cristo,
siempre dispuesta a entregarla y derramarla cuando sea necesario por la
salvación del mundo. Si hoy claudican tantos cristianos, si hay tanto miedo en demostrar que
somos seguidores del Maestro, si hay tanto cálculo, miramiento, cobardía en la
defensa de la propia fe, si hoy se pierde con relativa facilidad la propia fe y
se duda de ella, ¿no será porque nos falta recibir con más conciencia, fervor y alma
pura la eucaristía?