La estrecha relación que mantenían algunos obispos progresistas con los
organismos defensores de los derechos humanos hizo que fueran vistos con
desconfianza por amplios sectores de la jerarquía católica. En general, ante la
dificultad y el riesgo que implicaban el trabajo en comunidad, los católicos
progresistas optaron por acciones menos expuestas pero que les servirían para
mantener la cohesión de sus grupos o comunidades eclesiales de base. Surgieron
así espacios de discusión y lectura, y otras actividades semejantes en
parroquias e institutos religiosos que se llevaban adelante –en no pocos casos–
en condiciones de semiclandestinidad. Así lograron sobrevivir las comunidades
progresistas que iniciarían hacia fines de 1978 un lento pero sostenido proceso
de recomposición.
Tanto en el ámbito de la política y de la sociedad argentina como en el
del propio catolicismo y su Iglesia tuvieron lugar, a lo largo de estos años,
procesos que modificaron las relaciones entre la jerarquía católica y el
gobierno de las Fuerzas Armadas, y provocaron el desplazamiento del poder
dentro de la propia institución eclesial. A partir de 1979, aunque lentamente,
determinados sectores de la sociedad civil comenzaron a recuperar la
iniciativa. En parte por la incapacidad del régimen militar para definir una
propuesta política coherente. Por otra parte, porque este mismo régimen militar
comenzaba a pagar con su aislamiento los costos políticos derivados del terror
y los de un plan económico que, al castigar a amplísimos sectores del arco
social, lo privaba de sólidas bases de sustentación. Los partidos políticos
incrementaron su actividad y comenzaron a difundir comunicados cada vez más
críticos. La oposición sindical a las
políticas económicas de Martínez de Hoz y su equipo se consolidó, al
igual que la de los organismos defensores de los derechos humanos.
En 1980 se produjeron dos acontecimientos ilustrativos de esta nueva
dinámica: la Comisión Interamericana
de DERECHOS HUMANOS DE LA
ORGANIZACIÓN DE ESTADOS AMERICANOS (OEA)
dio a conocer un informe documentando las violaciones cometidas en la Argentina
tras un viaje al país realizado el año anterior, al que nos referiremos más
adelante. Y el PREMIO NOBEL DE LA PAZ
fue otorgado a ADOLFO PÉREZ ESQUIVEL,
COORDINADOR LATINOAMERICANO DEL SERVICIO
DE PAZ Y JUSTICIA (SERPAJ), una institución de inspiración cristiana. Esta
ofensiva de la sociedad civil apenas se bosqueja en la sociedad argentina al
tiempo que otros procesos, cuyas consecuencias serán profundas y duraderas,
tiene lugar en la Iglesia universal. La llegada al pontificado de JUAN PABLO II, en octubre de 1978, abre
una nueva etapa para la Iglesia, signada por la construcción de un nuevo
proyecto hegemónico basado en lo que se dio en llamar el “AGGIORNAMENTO SOCIALCRISTIANO”.
En las iglesias latinoamericanas, esta nueva orientación de la Iglesia
universal cristalizaría durante la II
CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, EN MEDELLÍN, PUEBLA, inaugurada
por el propio JUAN PABLO II a
comienzos de 1979, en la forma de una “teología
de la cultura”, capaz de cerrar las hondas heridas y desgarramientos de
los tiempos del Concilio en plano doctrinario. La recuperación de la “cuestión social” profundizada
más adelante con la encíclica LABOREM
EXCERCENS de JUAN PABLO II junto
con una revitalización de la cultura popular católica constituían una respuesta
al crecimiento que había experimentado la
teología de la liberación en el continente. La condena de los
totalitarismos de todo tipo, la denuncia explícita de la doctrina de la
seguridad nacional y la defensa irrestricta de los derechos humanos expresadas
por los obispos latinoamericanos en Puebla
generaron un fuerte impacto en la iglesia argentina por su pertinencia con la
situación del país. Junto con los cambios políticos y sociales a que hiciéramos
referencia, condujeron a un paulatino distanciamiento de la jerarquía
eclesiástica con respecto al régimen militar.
A las preocupaciones ya presentes en muchos obispos en torno de la
represión implementada por los militares, especialmente cuando era dirigida
contra sacerdotes o laicos del apostolado, se sumó a fines de 1978 una
reprobación marcada ante la irresponsable actitud de amplios sectores de las
Fuerzas Armadas, que estuvieron a punto de desencadenar una guerra con Chile
por el CANAL DE BEAGLE. Por otro
lado las políticas monetaristas del equipo económico de MARTÍNEZ DE HOZ, que adquirieron perfiles bien nítidos durante 1977
con la reforma financiera y luego, en 1978, con la apertura comercial, instauraban una brecha con la doctrina
social de la Iglesia en tanto que ella aboga por la armonía de las
relaciones entre el capital y el trabajo. Todo eso confirmaba en el ánimo de
muchos obispos que, a pesar de su catolicidad proclamada, el gobierno del Proceso estaba muy lejos de encarnar el ideario de
la Iglesia después del Concilio y Puebla.
En este clima surgieron iniciativas para vincular a la Iglesia con otros
sectores de la sociedad, en las que adquirieron un importante protagonismo
algunos obispos de reciente promoción al cuerpo episcopal, como MONSEÑOR LAGUNA y MONSEÑOR CASARETTO. Producto del acercamiento con el sindicalismo
peronista, fue un documento elaborado por el equipo de pastoral social del
episcopado en los primeros días de agosto 1979 (y ratificado en sus
consideraciones generales por la comisión permanente del episcopado en
noviembre), que manifestaba la oposición de la Iglesia a la ley de asociaciones
profesionales que se aprestaba a sancionar el gobierno militar. Se trataba de
una cuestión importante sobre la cual, por primera vez, la Iglesia y las Fuerzas Armadas aparecían, claramente, en veredas
opuestas. Como parte de la estrategia más amplia que consistía en neutralizar a las corrientes más
radicalizadas del catolicismo, la cuestión social comenzó a ganar
terreno, en las homilías y en las declaraciones de los obispos, incluso en
aquellos fuertemente conservadores, en el marco de una ortodoxia doctrinaria
que no diese lugar a interpretaciones consideradas extremas.
A medida que se visualizaba la necesidad de una salida política del
Proceso, sectores de la Iglesia vinculados a la renovación conciliar,
intensificaron sus contactos con la dirigencia sindical. Esta relación con el
movimiento obrero argentino se incrementó aún más con la designación de MONSEÑOR LAGUNA, en 1981, como
presidente del equipo de pastoral social, la que se inscribía a la vez en una
nueva orientación de la Iglesia universal hacia el mundo del trabajo, plasmada
en la encíclica LABOREM EXCERCENS de
JUAN PABLO II. En suma, los cambios
que se produjeron a fines de los años setenta contribuyeron a legitimar la
actitud de los católicos que desafiaban el autoritarismo del régimen, e
hicieron que la defensa de los derechos humanos se combinara crecientemente con
la denuncia de la situación social. En agosto de 1979, MONSEÑOR NOVAK, obispo de la diócesis de Quilmes, hizo llegar a la
Conferencia Episcopal Argentina una carta pastoral de la cual se imprimieron
más de 20.000 copias que fueron distribuidas en las distintas capillas y
parroquias de la diócesis. Esto demuestra que los planteos de los sectores
progresistas de la Iglesia se acercaban ahora a los de la Iglesia universal tal
como habían sido formulados en la Conferencia
de Puebla y en las encíclicas papales.
Eran esas mismas convergencias las que le permitieron al obispo de
Viedma calificar como “anticristiana”
la política económica del régimen militar y afirmar que “la brecha que señala Puebla, esa brecha entre ricos y pobres, es hoy
en la Argentina cada vez más notable”. Lo mismo hizo posible que en la
diócesis de Quilmes se celebraran todos los meses, desde junio de 1979 hasta
diciembre de 1981, misas con familiares de detenidos desaparecidos, o que las Madres de Plaza de Mayo realizaran para
esa fecha en Quilmes y en Neuquén una jornada de ayuno reclamando la aparición con
vida de los desaparecidos. Pese al
nuevo clima a favor de los obispos progresistas, los sectores mayoritarios de
la jerarquía católica evitaron cualquier tipo de pronunciamiento público que
pusiera en peligro sus relaciones con el régimen militar. Permanecieron en silencio frente a las
sistemáticas violaciones a los derechos humanos perpetradas por el Proceso y no
fueron pocos los que salieron en su defensa cuando el cuestionamiento se fue
generalizando en la sociedad argentina. Por ejemplo, en ocasión de la
llegada al país de la COMISIÓN
INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS DE LA OEA en 1979 para investigar sobre
la situación de los derechos humanos, numerosas voces se alzaron desde las
cúpulas de la Iglesia para desprestigiar la labor de la comisión y vincularla
con una “CAMPAÑA ANTIARGENTINA”
impulsada desde el exterior.
MONSEÑOR DERISI, destacado
exponente de los sectores tradicionalistas del catolicismo argentino,
responsabilizó por los problemas del país a “los familiares de los guerrilleros que han matado, secuestrado y
robado”, en tanto que el arzobispo de Rosario, MONSEÑOR BOLATTI, sostenía que “los
extranjeros no pueden venir a decirnos qué cosas tenemos que hacer”.
También se puede observar que las Madres
de Plaza de Mayo y otros organismos de derechos humanos que esperaban las
asambleas plenarias para hacer llegar sus denuncias a la Conferencia Episcopal,
nunca fueron recibidos por la jerarquía católica, que no tuvo inconvenientes,
sin embargo, en escuchar de boca de
los propios jefes militares los informes acerca de las características que asumía
la “lucha antisubversiva”. Entre las razones que llevaron a la Iglesia
a adoptar una posición tan reticente ante la represión ilegal y en particular
contra la que desató la institución en contra de sus propios miembros, se puede
invocar la existencia, desde las primeras décadas del siglo, de un sustrato
ideológico común con las Fuerzas Armadas, que asociaba la nación a su
catolicidad. Al alinearse con las Fuerzas Armadas, la Iglesia no hacía sino
defender los “valores tradicionales
de la argentinidad”.
Ubicada en la misma trinchera ideológica que los militares, la Iglesia
católica encontraba dificultades para cuestionar abiertamente los métodos
represivos del Proceso, así como para defender los derechos humanos de aquellos
grupos e individuos que, desde la mítica perspectiva de la “nación católica”,
formaban parte de los “enemigos de la
patria”. Como ha señalado LORIS
ZANATTA, esta “antigua y orgánica
unión entre Iglesia y Fuerzas Armadas y su representación recíproca como
pilares de la nacionalidad” llevó a las cúpulas de ambas instituciones
a evitar, en la medida de lo posible, los enfrentamientos y a resolver “en familia” sus diferencias. Pero también es posible que la profunda
división que existía dentro del propio cuerpo episcopal haya militado a favor
de una posición moderada de la jerarquía católica, ya que una condena
pública de los crímenes de la dictadura podía
producir la fractura del episcopado al enajenar a los obispos que simpatizaban
abiertamente con el gobierno militar.
La posición de la jerarquía católica de la que hemos subrayado
sucesivamente la ambigüedad,
reticencia y moderación, se mantuvo incluso luego de la derrota en la
guerra por las ISLAS MALVINAS,
que inauguró la etapa de descomposición del régimen militar. Los más altos
exponentes de la Iglesia argentina se mostraron partidarios de encontrar un
cierre para la espinosa cuestión de los desaparecidos que no comprometiese
institucionalmente a las Fuerzas Armadas. A fines de abril de 1983, el gobierno
militar dio a conocer un “Documento
Final” y un “Acta
Institucional” en la que se consideraba que todo lo actuado por las
fuerzas de seguridad en la “lucha
contra la subversión” debía ser considerado un “acto de servicio” y por lo tanto no podía ser materia punible. A
lo largo de 1983 el CARDENAL ARAMBURU
y el entonces obispo de Avellaneda, MONSEÑOR
QUARRACINO, se pronunciaron a favor de UNA
LEY DE AMNISTÍA, al mismo tiempo que este último advertía sobre los
peligros que podían derivarse de un eventual juzgamiento de los militares. La
estrategia de las Fuerzas Armadas se completó en septiembre de 1983 con la
sanción de la “LEY DE PACIFICACIÓN
NACIONAL”, más conocida como “LEY DE
AUTOAMNISTÍA”. En general, los sectores de mayor peso dentro del
catolicismo argentino mantuvieron esta posición: el episcopado católico –a
través de su comisión ejecutiva– iba a encontrar aspectos positivos en el “Documento Final” y evitaría un
pronunciamiento de conjunto ante la ley
de amnistía, ya que por haber sido sancionada por los militares poco
antes de abandonar el poder, podía considerarse que se trataba de una cuestión
de “carácter jurídico”.
Sólo el pequeño núcleo de obispos que había denunciado desde el
principio la política represiva del régimen militar exigió la justicia y la
verdad como requisito para lograr una eventual reconciliación. Para MONSEÑOR HESAYNE, ésta requería de
cinco condiciones: examen de conciencia, dolor, arrepentimiento sincero de los
pecados, propósito de corrección, confesión sincera del pecado y reparación del
mal cometido. Y el obispo de Neuquén rechazó enérgicamente el “Documento Final” y la “LEY DE AUTOAMNISTÍA”, basándose en
documentos elaborados por el propio episcopado, como “IGLESIA Y COMUNIDAD NACIONAL”. Sin embargo, en otro
terreno, los cambios operados en el seno de la Iglesia tras la CONFERENCIA DE PUEBLA y la
descomposición del régimen militar luego de la GUERRA DE MALVINAS crearon un escenario propicio para que muchas
de las líneas de trabajo que habían sido características de la “IGLESIA DEL PUEBLO” durante las
décadas de 1960 y 1970, y que habían permanecido latentes durante la dictadura,
se fueran reactivando paulatinamente. La capacidad organizativa y el compromiso
militante de muchos sacerdotes y laicos les otorgaron un papel que no debiera
subestimarse en los nuevos movimientos sociales que hicieron su ingreso en la
escena política a comienzos de la década de 1980.
Prácticas solidarias que desafían la cultura jerárquica de los militares
dieron a estos movimientos un papel clave en la lucha contra la dictadura. A
modo de ejemplo puede citarse la ocupación de terrenos fiscales en distintas
zonas del sur del Gran Buenos Aires, por familias desplazadas o que no tenían
donde vivir. La participación de sacerdotes de la diócesis de Quilmes fue
decisiva para dotar a esas familias de formas organizativas que les permitiesen
defender sus reivindicaciones. Se podría citar otros ejemplos de pastoral
popular enmarcada en la “OPCIÓN
PREFERENCIAL POR LOS POBRES” en dirección
de grupos aborígenes, villas de emergencia y sectores juveniles, desarrollados
desde las diócesis progresistas a las que hemos hecho referencia a lo largo de
este trabajo. En suma, la recuperación de prácticas que habían
caracterizado su accionar en los años previos al golpe militar y la
resignificación de otras, permitieron que los sectores progresistas del
catolicismo argentino pudieran realizar un aporte significativo a la
recomposición del campo popular y al proceso de transición a la democracia, una
vez que quedó atrás la fase de mayor violencia represiva.
Hasta aquí hemos compartido la
investigación realizada por MARTÍN OBREGÓN, Docente en Historia e investigador
en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Ha preparado una maestría en
Ciencias Sociales en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
Sus investigaciones se centran en el papel de la Iglesia católica durante el
Proceso argentino (1976-1983) y más generalmente las relaciones entre
catolicismo, nacionalismo y derechos humanos en la Argentina.
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