En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones -entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces.
En los
meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era
el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza
y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así
que dos años después de cruzar el DANUBIO,
en ADRIANÓPOLIS, esos mismos godos
mataron al emperador VALENTE y
destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron
a RÓMULO AUGÚSTULO, último
emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.
Y es que
todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes
irresponsables nos borren los recursos para comprender. Desde que hay memoria,
unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de
quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se
defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres,
esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con
ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la
misma suerte.
El
problema que hoy afronta lo que llamamos EUROPA,
u Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus
raíces en la BIBLIA y el TALMUD y emparenta con el CORÁN, que florece en la Iglesia
medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre
con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso -Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare,
Newton, Voltaire- tiene fecha de caducidad y se encuentra en
liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene
dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.
Pagamos
nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que
un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para
instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras ISLAM y RAIS -religión mezclada con liderazgos tribales- hacen difícil la
democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros
también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro limes.
Todos
esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin
ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de
los modernos bárbaros -en el sentido histórico de la palabra- que cabalgan
detrás. Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el
mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los
imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y
agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron
vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy
quedan en el RHIN o el DANUBIO están sentenciados.
Los
condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura
histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple
ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán
poniéndose de parte de los bárbaros. A ver si nos enteramos de una vez: estas
batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia
dinámica social, religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a
los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla,
degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo.
Nuestra
civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es
que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean
oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y sólo el vigor compite
con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en origen, y ni siquiera
HITLER encontraría hoy un Occidente
tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier
actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas
pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo
histórico, se oponen a eso.
La
demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle significativo:
las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la
emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las
costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción. El
ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de
injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por
tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por
fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.
Todo eso
lleva al núcleo de la cuestión: EUROPA
o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de
bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni
sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda
paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo
tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas
no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras,
caminos y ciudades.
Están en
su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y
hambre. Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son
pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si
son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los
imperios tardan siglos en desmoronarse. Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son
demasiados, en el interior del imperio.
Los conflictos
derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que
es justo y lógico disfruten. Pero ni en el IMPERIO
ROMANO ni en la actual EUROPA
hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios
confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual
compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando
una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola
junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para
sobrevivir en una sociedad donde las hadas
madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho.
Donde no
todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay
barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada.
De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y
más en una EUROPA donde las élites intelectuales desaparecen,
sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo
signo, según sopla, copan el poder. El recurso final será una policía
más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder.
Eso
alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan,
ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo,
los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también
los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la
opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no todos eran
bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por
propia iniciativa. Ninguna pax romana
beneficia a todos por igual.
Y es que
no hay forma de parar la Historia.
«Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos,
tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en
los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive; y, como mucho,
se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo,
en la historia de la Humanidad, lo
nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a
veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos
tiempos, nuevos bárbaros.
Mucho
quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la EUROPA que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el
tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni
yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese
trayecto sólo hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de
buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es
imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo.
Como ese
romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras
los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar. La
otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos
y nietos de esos jóvenes. Para que afronten
con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para
que se adapten a lo inevitable, conservando
lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue.
Dándoles
herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso.
Para que peleen por aquello en lo que
crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o
mansedumbre, sino por lucidez. Por
serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que
piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes -llegado el caso- de la digna
altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a
encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con
demagogias baratas y cuentos de Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios,
en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.
Arturo
Pérez-Reverte