El 30 de enero de 1816, a pedido del rey de España, el papa Pío VII
envió a sus “venerables hermanos
arzobispos, obispos y queridos hijos de América, súbditos del Rey de las
Españas”, una “Breve” en la que les decía: “Entre los preceptos claros y de
los más importantes de la muy santa religión que profesamos, hay uno que ordena
a todas las almas a ser sumisas a las potencias colocadas sobre ellas. Estamos
persuadidos de que ante los movimientos sediciosos que se producen en aquellos
países, por los cuales nuestro corazón está entristecido y nuestra sabiduría
reprueba, vosotros no dejasteis de dar a vuestros rebaños todas las
exhortaciones.
Nos
somos el representante de aquel que es el Dios de la paz, nacido para rescatar
al género humano de la tiranía de los demonios. Nuestra misión apostólica nos
obliga a impulsaros a buscar toda clase de esfuerzos para arrancar esa muy
funesta cizaña de desórdenes y sediciones que el hombre ha tenido la maldad de
sembrar allá. Vosotros lo conseguiréis fácilmente, venerables hermanos, si cada
uno de vosotros quiere exponer con celo al rebaño los perjuicios y graves
defecciones y las calidades y virtudes notables y excepcionales de nuestro muy
querido hijo en Jesucristo, Fernando, Rey Católico de las Españas. Recomendad
la obediencia debida a nuestro Rey [...] y obtendréis en el cielo la recompensa
de vuestros sacrificios y de vuestras penas por Aquel que da a los pacíficos la
beatitud y el título de hijo de Dios”.
Afortunadamente, entre el rebaño latinoamericano había hombres como
Manuel Belgrano, católico practicante, y muchos sacerdotes que, insumisos y
arriesgando su vida y hasta la recompensa del cielo, decidieron luchar por la
libertad del continente. Uno de ellos, quizás uno de los más notables y menos
reconocidos fue fray Luis Beltrán. Según la versión canónica había nacido en
Mendoza -aunque en su testamento declara ser oriundo de San Juan- un 7 de
septiembre de 1784. Su verdadero apellido era Bertrand pero fue anotado por
error en el acta de bautismo como “Beltrán”. Ingresó en el Convento de San
Francisco en Mendoza donde estudió las ciencias teóricas y ejercitó las
prácticas como la física y la mecánica. Decidió seguir su vocación religiosa y
fue trasladado a Santiago de Chile, donde en 1812 fue designado capellán de las
tropas independentistas comandadas por Carrera.
Las habilidades y el ingenio de Beltrán fueron puestos a prueba tras la
derrota de Hierbas Buenas, cuando se ofreció para recomponer el parque de
artillería diezmado por los españoles. Por sus eficientes servicios fue
ascendido a Teniente de Artillería, pero la derrota de los patriotas chilenos
en Rancagua, el 2 de octubre de 1814, lo obligó a emprender junto a centenares
de derrotados el penoso cruce de la cordillera hacia Mendoza. Llevaba consigo
sus herramientas de trabajo y la convicción de seguir peleando contra los
enemigos de América. En la capital mendocina el gobernador San Martín que
preparaba el ejército libertador decidió incorporar a sus filas a aquel hombre
de quien tenía las mejores referencias y de quien Mitre contaba que: “se
hizo matemático, físico y químico por intuición; artillero, pirotécnico,
carpintero, arquitecto, herrero, dibujante, cordonero, bordador y médico por la
observación y la práctica, siendo entendido en todas las artes manuales y lo
que no sabía lo aprendía con sólo aplicar a ello sus extraordinarias facultades
naturales”
Fray Luis impuso en el campamento del Plumerillo un frenético ritmo de
producción. Montó un taller en el que trabajaban por turnos unos setecientos
artesanos y operarios a los que Beltrán formaba a los gritos en medio del ruido
ensordecedor de los golpes del martillo sobre el hierro hasta quedar ronco para
toda la vida. Allí, donde no había nada más ni nada menos que la solidaridad y la
entrega a la causa revolucionaria del pueblo cuyano, se fabricaba de todo,
desde monturas y zapatos hasta balas de cañón, fusiles, vehículos de transporte
y granadas. Allí diseñaba las máquinas para disimular la desigualdad entre
aquellos hombres y la imponencia de la cadena montañosa más alta del mundo
después del Himalaya. Puentes colgantes, grúas, pontones para doblegar
quebradas intransitables y abismos imposibles. Todo se fabricaba allí día y
noche bajo el impulso de fray Luis.
Ya no quedaban campanas en las iglesias de la zona ni ollas en muchas
casas. Todo era fundido en los talleres de aquel “VULCANO CON SOTANA”. “Si los cañones tienen que tener alas, los
tendrán”, decía Beltrán. San Martín quiso premiar tanto empeño y lo
ascendió a Teniente Primero con el grado de Capitán. El inspector general del
Ejército, José Gascón, se opuso a la carrera militar del fraile artillero por
considerarla anticatólica, pero el jurista canónico Diego Estanislao Zavaleta
dictaminó a favor de la continuidad de Beltrán a las órdenes de San Martín. Pero
fray Luis no sólo fabricaba las armas; las usaba con un coraje temerario que
fue reconocido por el gobierno de las Provincias Unidas a través de una medalla
por su actuación en la memorable batalla de Chacabuco el 12 de febrero de 1817.
Proclamada la independencia de Chile, Beltrán comenzó a preparar los pertrechos
para la expedición al Perú, pero el desastre de Cancha Rayada lo obligó a
trabajar sin parar junto a un grupo selecto de colaboradores en la provisión
del ejército libertador.
En sólo 16 días tuvo listos 22 cañones, cientos de fusiles y miles de
municiones, que serían estrenados con todo éxito el 5 de abril de 1818, en el
definitivo combate de Maipú; tras el cual Beltrán recibió otro encargo del
Libertador: preparar lo más maravillosos
fuegos de artificio para celebrar la Independencia de Chile. Más tarde,
participó activamente en la provisión y mantenimiento del parque de artillería
de la campaña del Perú y fue designado por San Martín como Director de la
maestranza del Ejército Libertador. Se dio el gusto de entrar en Lima junto al
Libertador, aquella histórica capital desde donde salían las órdenes para
aniquilar poblaciones enteras. Tras el retiro de San Martín, Beltrán siguió
peleando a los órdenes de Bolívar. Instalado en el cuartel general de Trujillo,
el fraile volvió al intenso ritmo de producción y a los turnos rotativos de
trabajadores. Bolívar puso a prueba su eficiencia ordenándole la puesta a punto
y embalaje de unos mil fusiles y armas de puño en un plazo máximo de tres días.
Beltrán y su gente pusieron todo el empeño olvidándose del sueño. Al
octavo día todavía faltaba embalar algunas piezas cuando llegó Bolívar, quien
lo reprendió duramente y amenazó con fusilarlo. Fray Luis entró en una profunda
depresión y se encerró en su cuarto. Seguramente el episodio no lo era todo,
era aquella famosa gota de aquel famoso vaso. Años de lucha, de esfuerzos, de
no parar. La “melancolía”, como se
decía entonces, le fue ganando la partida y el suicidio apareció cada vez más
fuerte en sus pensamientos hasta que se transformó en acción. Se cercioró de
que todas las aberturas de su cuarto estuviesen bien cerradas, arrojó sobre el
brasero un producto químico que producía un vapor asfixiante y se acostó en su
cama a esperar aquella muerte que tantas veces había esquivado en los campos de
batalla de medio continente.
Pudo ser salvado a tiempo pero los médicos que lo atendieron lo
encontraron en un estado de total alteración mental. Deambuló delirando por las
callejuelas del pueblito de Huanchaco, hasta que fue rescatado por una familia
amiga. Pudo restablecerse y embarcarse hacia Chile. Volvió a cruzar la
cordillera y llegó a Buenos Aires justo a tiempo para incorporarse, con su
revalidado título de Teniente Coronel, a las tropas navales que se aprestaban a
combatir contra el Brasil y participó en el combate de Ituzaingó. Pero su
estado físico y espiritual se complicaban. Debió abandonar la campaña y
regresar a Buenos Aires. Luis Beltrán murió fraile y sin un peso a los cuarenta
y tres años, el 8 de diciembre de 1827.