Comentario Bíblico
Del Evangelio de Lucas (10,25-37)
La primera lectura está
tomada de uno de los libros que más ha influido en la vida y en la teología del
pueblo del Antiguo Testamento, el Deuteromonio (30,10-14). Fue un libro que se
escribió para catequizar; la “leyenda” admite que en momentos determinados y de
dificultades se escondió en el templo de Jerusalén y que apareció después de
muchos años, lo que motivó una reforma religiosa en tiempo de rey Josías (cf
2Re 22,3-4ss), cuando vivía el profeta Jeremías.
El texto es de los más
densos, profundos y expresivos. Los sabios siempre habían comparado la ley de
Dios a la Sabiduría, y ésta se consideraba inaccesible. En esta exhortación se
quiere poner de manifiesto que aquello que Dios quiere para su pueblo y para
cada uno de nosotros es muy fácil de entender, con objeto de que se pueda
llevar a la práctica. Lo que Dios quiere que hagamos no hay que ir a buscarlo
más allá del cielo o a las profundidades del mar: lo bueno, lo hermoso, lo
justo, es algo que debe estar en nuestro corazón, debe nacer de nosotros
mismos.
La carta a los Colosenses
nos ofrece un himno cristológico de resonancias inigualables: Cristo es la
imagen de Dios, pero es criatura como nosotros también. Lo más profundo de
Dios, lo más misterioso, se nos hace accesible por medio de Cristo. Y así, Él
es el “primogénito de entre los muertos”, lo que significa que nos espera a
nosotros lo que a Él. Si a Él, criatura, Dios lo ha resucitado de entre los
muertos, también a nosotros se nos dará la vida que Él tiene.
Entre las afirmaciones o
títulos sobre Cristo que podrían parecernos alejadas de nuestra cultura y de
nuestra mentalidad, podemos escuchar y cantar este “himno” como una alabanza al
“primado” de Cristo en todo. Para los cristianos ello no debe ser extraño,
porque nuestra religión, nuestro acceso a Dios, está fundamentada en Cristo.
Puede que, en el trasfondo, se sugiera alguna polémica para afirmar la
“plenitud” de todas las cosas en Cristo. Pero este canto es como un grito
necesario, porque hoy, más que nunca, podemos seguir afirmando que Cristo es el
“salvador” del cosmos.
En Lucas (10,25-37): encontramos
una de las narraciones más majestuosas de todo el Nuevo Testamento y del
evangelio de Lucas. Una narración que solamente ha podido salir de los labios
de Jesús. El escriba quiere asegurarse la vida eterna, la salvación, y quiere
que Jesús le puntualice exactamente qué es lo que debe hacer para ello. Quiere
una respuesta “jurídica” que le complazca. Pero los profetas no suelen entrar
en esos diálogos imposibles e inhumanos.
Ya la tradición cristiana
nos puso de manifiesto que Jesús había definido que la ley se resumía en amar a
Dios y al prójimo en una misma experiencia de amor (cf Mc 12,28ss). No es
distinto el amor a Dios del amor al prójimo, aunque Dios sea Dios y nosotros
criaturas. Pero el escriba, que tenía una concepción de la ley demasiado
legalista, quiere precisar lo que no se puede precisar: ¿quién es mi prójimo,
el que debo amar en concreto? Aquí es donde la parábola comienza a convertirse
en contradicción de una mentalidad absurda y puritana.
Dos personajes, sacerdote
y levita, pasan de lejos cuando ven a un hombre medio muerto. Quizás venían del
oficio, quizás no querían contaminarse con alguien que podía estar muerto, ya
que ellos podrían venir de ofrecer un culto muy sagrado a Dios. ¿Era esto
posible? Probablemente sí (es una de las explicaciones válidas).
Pero eso no podía ser
voluntad de Dios, sino tradición añeja y cerrada, intereses de clase y de
religión. Entonces aparece un personaje que es casi siniestro (estamos en
territorio judío), un samaritano, un hereje, un maldito de la ley. Éste no
tiene reparos, ni normas, ha visto a alguien que lo necesita y se dedica a
darle vida. Mi prójimo -piensa Jesús-, el inventor de la parábola, es quien me
necesita; pero más aún, lo importante no es saber quién es mi prójimo, sino si
yo soy prójimo de quien me necesita. Jesús, con el samaritano, está
describiendo a Dios mismo y a nadie más. Lo cuida, lo cura, lo lleva a la
posada y la asegura un futuro.
Una religión que deja al
hombre en su muerte, no es una religión verdadera (la del sacerdote y el
levita); la religión verdadera es aquella que da vida, como hace el
Dios-samaritano. Nuestro Dios es como el “hereje” samaritano que no le importa
ser alguien que rompa las leyes de pureza o de culto religiosas con tal de
mostrar amor a alguien que lo necesita. La parábola no solamente hablaba de una
solidaridad humana, sino de la praxis del amor de Dios. Fue creada, sin duda,
para hablar a los "escribas" de Israel del comportamiento heterodoxo
de Dios, el cual no se pregunta a quién tiene que amar, sino que quiere salvar
a todos y ofrecerles un futuro.
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