Ariadna, hija del rey Minos de Creta, se enamoró de Teseo a primera vista. Él llegó a la isla del Mediterráneo para terminar con el temible Minotauro: una bestia con cuerpo de hombre y cabeza de toro. El monstruo vivía en un obscuro y complejo laberinto diseñado por Dédalo, del cual ningún hombre o mujer salía con vida. Teseo, con valentía, se enfrentó al Minotauro hasta matarlo y con la ayuda de un hilo de oro, escapó del laberinto hasta encontrar la libertad. El hilo -artilugio y estrategia- fue un obsequio de Ariadna para el joven héroe, contraviniendo la voluntad de su propio padre, el rey. Al salir Teseo triunfante del laberinto, éste le pidió a Ariadna acompañarlo hasta su remoto país de origen. Ambos escaparon en barco, dejando tras de sí una legión hostil de cretenses que reclamaban a Ariadna la vida de Teseo, su amado, por haber liquidado al príncipe semihumano. Mientras navegaban juntos, Ariadna estaba convencida de haber ganado el corazón de su héroe gracias a su inteligencia, lealtad y amor. Después de todo, ella había traicionado a sus compatriotas para salvar la vida de Teseo. Ariadna pensó que sería el inicio de vida larga y feliz vida al lado de su amado.
Hasta este punto la historia se desarrolla razonablemente bien -con excepción, por supuesto, para el Minotauro y el rey. Sin embargo, como sucede en muchos otros mitos y leyendas, la fatalidad llega justo cuando el color rosa inunda el horizonte. Ariadna y Teseo son felices durante su travesía por el mar Egeo, hasta que la embarcación llega a la isla de Naxos. Allí, por razones difíciles de comprender -bueno ni tanto- Teseo, en un acto de abominable ingratidud, abandona a Ariadna mientras ella duerme en la playa. Algunos dicen que estaba enamorado de otra; otros argullen que fue obligado a actuar así, pero el caso es que Teseo la deja en la playa y la princesa, al despertar y hayarse sola, ve cristalizarse sus peores temores y desvanece presa del llanto por su corazón roto. Tal es su vergüenza y dolor que considera quitarse la vida. Pero las musas, al ver su desesperación, se apiadan de ella y la rodean con una suave brisa para susurrarle al oído: llegaría un amor más digno y un destino más elevado para ella. Por supuesto, Ariadna no cree el vaticinio de las musas, pues su pena por Teseo es grande.
Poco después, Ariadna ve un carruaje en el horizonte. A medida que éste se acerca, observa que está rodeado de vides y racimos de uvas maduras. Es Dionisio, el dios del vino, quién mucho tiempo antes había caído rendido ante los encantos de la joven princesa. Embelesado por su valentía y lealtad, Dionisio le obsequia una corona llena de piedras preciosas forjada por el mismísimo dios Vulcano y le pide matrimonio. De modo que el corazón de Ariadna fue sanado por la admiración de Dionisio. Envuelta en los amorosos brazos del dios del vino, pronto olvidó a Teseo y llena de felicidad, Ariadna acepta su destino inmortal en el Olimpo.