Por eso, Dios prometió el don del Espíritu a los corazones, como profetizó Ezequiel: "Santificaré mi gran Nombre, profanado entre las naciones, profanado por ustedes. Y las naciones sabrán que yo soy el Señor, cuando manifieste mi santidad a la vista de ellas, por medio de ustedes. Los sacaré de entre las naciones y los reuniré de entre todos los países, y los traeré a su propia tierra. Los rociaré con agua pura, y ustedes quedarán purificados; los limpiaré de todas sus impurezas y de todos sus ídolos. Les daré un nuevo corazón y pondré en ustedes un nuevo aliento: les quitaré ese corazón de piedra que tienen en su pecho y les daré un corazón de carne. Pondré mi aliento en ustedes y haré que sigan mis preceptos y que obedezcan y pongan en práctica mis leyes" (Ezequiel 36, 23.27). El resultado de este maravilloso don es la verdadera santidad vivida con la adhesión sincera a la voluntad santa de Dios. Gracias a la presencia íntima del Espíritu Santo, finalmente los corazones serán dóciles a Dios y la vida de los fieles será conforme a la ley del Señor.
"Entonces salió un espíritu y se presentó ante el Señor, diciendo: 'Yo lo engañaré'. Y el Señor le dijo: '¿Cómo?'. Y él respondió: 'Iré y seré un espíritu de engaño en la boca de todos sus profetas'. Y el Señor dijo: 'Tú lograrás engañarlo. Ve y haz así'. Por eso el Señor ha puesto un espíritu de engaño en la boca de todos estos profetas suyos, porque ha decidido tu perdición" (1 Reyes 22, 21-23), el "espíritu impuro" que somete a hombres y pueblos a la idolatría. En el oráculo sobre la liberación de Jerusalén, en una perspectiva mesiánica, que se lee en el libro de Zacarías, el Señor promete realizar él mismo la conversión del pueblo haciendo desaparecer el espíritu impuro: "En aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza. En aquel día -dice el Señor de los ejércitos- yo eliminaré los nombres de los ídolos de la tierra y no se los recordará más; también haré que desaparezcan de la tierra a los profetas y el espíritu impuro" (Zacarías 13, 1.2).
Isaías también comenta sobre esto: "No envió un embajador ni un mensajero, sino él mismo los salvó con su brazo y con su amor los redimió; los llevó y los sostuvo todos los días del pasado. Pero ellos se rebelaron y entristecieron su santo aliento. Entonces él se convirtió en su enemigo y combatió contra ellos" (Isaías 63, 9.10). El profeta contrasta la generosidad del amor salvífico de Dios hacia su pueblo y la ingratitud de este. Aunque la atribución al aliento de Dios de la tristeza causada por el abandono del pueblo se ajusta a la psicología humana, el pecado del pueblo entristece al aliento de Dios especialmente porque este aliento es santo; el pecado ofende la santidad divina.
La ofensa es más grave porque el Espíritu Santo de Dios no solo fue colocado por Dios en su siervo Moisés, sino que también fue dado como guía a su pueblo durante el éxodo de Egipto, como señal y garantía de la futura salvación: "...pero ellos se rebelaron..." (Isaías 63, 10). Pablo, heredero de esta concepción y lenguaje, exhortará a los cristianos de Éfeso: "No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron sellados para el día de la redención" (Efesios 4, 30). El uso más común del término "Espíritu Santo" es un indicio de esta evolución. Este título, inexistente en los libros más antiguos de la Biblia, se impone gradualmente precisamente porque sugiere la función del Espíritu Santo en la santificación de los fieles. Los himnos de Qumrán agradecen a Dios en varias ocasiones por la purificación interior que él ha llevado a cabo mediante su Espíritu santo.
El intenso anhelo de los fieles no era solo ser liberados de los opresores, como en los tiempos de los Jueces, sino sobre todo servir al Señor en santidad y justicia todos los días. Por eso, era necesaria la acción santificadora del Espíritu Santo. A este anhelo responde el mensaje evangélico. Es significativo que en los cuatro evangelios la palabra "santo" aparezca por primera vez en relación con el aliento, tanto para hablar del nacimiento de Juan Bautista y el de Jesús, como para anunciar el bautismo en el Espíritu Santo. En la narración de la Anunciación, la Virgen María escucha las palabras del ángel Gabriel: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño será santo y será llamado Hijo de Dios" (Lucas 1, 35). Así comenzó la decisiva acción santificadora del Espíritu de Dios, destinada a extenderse a todos los hombres.
Equipo de Redacción
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