
En la historia de la Iglesia Católica, los cónclaves modernos son procesos relativamente breves. Desde el siglo XX, la elección de un papa rara vez ha durado más de unos pocos días. Pero hubo un tiempo en que la silla de Pedro permaneció vacía durante años, en medio de luchas políticas, tensiones geográficas y decisiones que parecían nunca llegar.
Todo comenzó en noviembre de 1268, cuando el papa Clemente IV murió en la ciudad italiana de Viterbo. La costumbre en ese entonces era que el cónclave se celebrara donde había fallecido el pontífice. Así, los 19 cardenales se reunieron allí para elegir al nuevo líder de la Iglesia. Lo que parecía un proceso más o menos ordinario se convirtió en el cónclave más largo de la historia: nada menos que 34 meses. Casi tres años sin papa.
En el siglo XIII, los cónclaves no estaban regidos por reglas estrictas como hoy. Los cardenales entraban y salían del recinto, podían mantener contacto con el exterior y, tras cada jornada sin consenso, volvían a sus residencias como si nada. Pero tras meses de votaciones fallidas, quedó claro que había algo más profundo detrás del estancamiento.
Los cardenales estaban divididos entre dos grandes bloques. Por un lado, los aliados del Rey Carlos de Anjou, que representaban los intereses de Francia. Por el otro, los italianos, decididos a mantener el control eclesiástico en manos locales. Las tensiones políticas paralizaron cualquier posibilidad de acuerdo, mientras la cristiandad entera esperaba con creciente ansiedad la elección de su nuevo pastor.
La situación se volvió insostenible. Los habitantes de Viterbo, molestos por el prolongado interregno, comenzaron a presionar. Primero, encerraron a los cardenales en el Palacio Papal. Luego, redujeron sus raciones de comida. Incluso retiraron parte del techo del edificio, dejándolos a merced del clima como medida de castigo. Tres de los electores murieron durante este largo proceso.
Finalmente, en 1271, y ante la amenaza de una ruptura eclesial, el rey Felipe III de Francia intervino. Se acordó que un pequeño comité de seis cardenales sería el encargado de encontrar un candidato de consenso. Fue así como surgió un nombre inesperado: Tebaldo Visconti.
El elegido no era sacerdote, ni siquiera obispo. Era un simple diácono que se encontraba en Acre, en Tierra Santa, cumpliendo funciones como legado papal. Al ser notificado, emprendió el regreso a Italia, donde fue rápidamente ordenado sacerdote y obispo, pasos necesarios antes de ser proclamado papa. El 27 de marzo de 1272, tomó el nombre de Gregorio X.
Con su elección se cerró el cónclave más prolongado que haya vivido la Iglesia. Pero la experiencia dejó huella. Para evitar que algo así se repitiera, Gregorio X convocó el Segundo Concilio de Lyon y estableció nuevas reglas: a partir del cuarto día de cónclave, los cardenales quedarían incomunicados y con alimentación reducida hasta que se alcanzara una decisión.
Curiosamente, esta norma solo se aplicó una vez más antes de ser abolida. Sin embargo, sentó un precedente que siglos después influiría en las normas actuales sobre los cónclaves. Porque si algo aprendió la Iglesia de aquel episodio fue que, a veces, incluso la guía del Espíritu Santo necesita de un poco de urgencia humana.
Equipo de Redacción
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