
Desde los primeros pasos del cristianismo, la figura del papa ha sido central. Todo comenzó cuando Jesús, según el evangelio de Mateo, confirió a Pedro el papel de líder de los apóstoles al decirle que, sobre él, como piedra fundamental, edificaría su Iglesia. A partir de entonces, Pedro se convirtió en el representante de Cristo en la Tierra y en la máxima autoridad espiritual de los primeros cristianos.
Luego de la muerte y resurrección de Cristo, Pedro y otros discípulos comenzaron a predicar por todo el mundo conocido en ese entonces, estableciendo comunidades cristianas en varias regiones del Imperio romano. En Roma, Pedro fundó una de estas comunidades y allí fue donde murió como mártir, crucificado en torno al año 65 o 67. Antes de su muerte, Pedro designó como su sucesor a Lino, un ciudadano romano que se convirtió en el primer obispo de Roma y el segundo en la línea histórica de los papas.
En aquellos tiempos, el sistema de sucesión no se basaba en votaciones ni en reuniones formales, sino que seguía un modelo de designación directa por parte del papa anterior. En algunas ocasiones, incluso se produjeron transmisiones hereditarias, ya que el celibato clerical no era aún una norma obligatoria, permitiendo que ciertos cargos pasaran de padres a hijos.
Con el crecimiento del poder e influencia de la comunidad cristiana en Roma, su obispo comenzó a adquirir un peso importante entre los creyentes de Occidente. A semejanza del antiguo sumo sacerdote pagano, los cristianos fueron atribuyendo al obispo romano una autoridad especial. Sin embargo, esta acumulación de poder hizo que muchos fieles rechazaran las sucesiones por designación directa, lo que llevó a una mayor participación colectiva de la comunidad en la elección de sus líderes. Tanto los clérigos como los laicos empezaron a intervenir en la selección del nuevo pontífice.
Este modelo de elección temprana involucraba a todo el clero local, a miembros del pueblo y a otros obispos presentes en Roma, quienes intervenían como árbitros o testigos. En ocasiones, se interpretaban ciertos eventos como señales divinas. Tal fue el caso de Fabián I, quien en el año 236 fue elegido tras observarse cómo una paloma blanca se posaba sobre su cabeza, lo que se entendió como una manifestación del Espíritu Santo.
Con la conversión del emperador Constantino y la cristianización oficial del Imperio romano, la Iglesia pasó a formar parte de la estructura estatal. Desde entonces, el poder imperial comenzó a intervenir directamente en la elección de los obispos, incluyendo el de Roma. Constantino mismo nombró al papa Julio I, y acuñó el término papa, inspirado en la palabra griega “pappas”, que significa padre, para referirse al jefe de la Iglesia. Esta intromisión del poder secular en asuntos religiosos se volvió habitual, y con el tiempo provocó múltiples conflictos, divisiones y cismas.
Tras la caída del Imperio romano de Occidente en el año 476, la ciudad de Roma logró cierta autonomía momentánea. El rey ostrogodo Teodorico el Grande devolvió a los romanos el derecho de elegir a su pontífice, aunque esta medida duró apenas un pontificado. Durante el mandato de Bonifacio II, se intentó retomar el modelo heredado, pero la presión popular restauró rápidamente el sistema de votación colectiva. Las elecciones, sin embargo, se vieron empañadas por la corrupción y la compra de votos, prácticas tan generalizadas que el rey Atalarico tuvo que intervenir legalmente para regularlas y limitar los sobornos.
El panorama cambió de nuevo cuando el general Belisario reconquistó parte de Italia para el Imperio bizantino, restableciendo el control de Constantinopla sobre Roma. El emperador Justiniano I, al igual que sus predecesores, retomó la práctica de designar directamente a los papas. Esta situación continuó hasta que los lombardos desplazaron a los bizantinos, siendo luego reemplazados por los francos bajo el mando de Carlomagno.
Con su llegada, se introdujo un sistema mixto: la nobleza romana y los cardenales elegían al candidato, quien debía luego obtener la aprobación imperial antes de asumir oficialmente como papa. Pero con el colapso del Imperio carolingio, Roma volvió a quedar aislada y la elección del pontífice se convirtió en un asunto interno, dominado por distintas facciones eclesiásticas y aristocráticas.
En este contexto de poder dividido, surgieron períodos oscuros como la llamada pornocracia, cuando figuras como Marozia, una influyente noble romana, impusieron a varios papas mediante maniobras políticas, presiones y hasta crímenes. Esta época se caracterizó por el uso de la violencia y la coacción para controlar el trono papal.
El caos se intensificó con la participación de los emperadores alemanes, en especial Otón I y sus sucesores, quienes intentaron restaurar el control imperial sobre las elecciones papales. Este intervencionismo solo agravó la situación, generando una sucesión de papas rivales, conocidos como antipapas, y profundizando la crisis institucional de la Iglesia.
Finalmente, en el año 1059, el papa Nicolás II, con respaldo militar del duque de Lorena, convocó un concilio decisivo en Roma. Fue entonces cuando se promulgó la bula In Nomine Domine, un decreto que reformó radicalmente el sistema de elección papal. A partir de ese momento, la designación del nuevo papa quedó exclusivamente en manos del Colegio Cardenalicio, eliminando cualquier participación de nobles, reyes o emperadores. Así nació el cónclave moderno, una tradición que se mantiene hasta hoy como una de las ceremonias más solemnes y reservadas de la Iglesia Católica.
Equipo de Redacción
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