
Un inventor decide desafiar las barreras del tiempo. En el año 1899, crea un dispositivo que lo catapulta hacia el futuro. Su travesía lo lleva por distintas épocas de la humanidad hasta aterrizar en un mundo lejano, en el año 802.701. Lo que encuentra allí no se parece a nada que su imaginación haya concebido: una civilización dividida, con secretos enterrados en las sombras del tiempo.
Pero para entender el origen de esta historia debemos retroceder unos cuantos años, hasta 1895, cuando un joven llamado H. G. Wells publica su primera novela, “La máquina del tiempo”. El texto fue escrito en tan solo dos semanas, y parte de su contenido ya había visto la luz en un periódico londinense tiempo antes. Esta obra no solo marcó el inicio de la carrera de Wells, sino que también sembró las bases de lo que más tarde se conocería como ciencia ficción moderna.
Décadas después, en 1953, el productor George Pal, recién salido del éxito de “La guerra de los mundos”, pone los ojos en otra obra de Wells. Aunque varios títulos estaban sobre la mesa, fue “La máquina del tiempo” la que le pareció más cinematográficamente prometedora. Compró los derechos, encargó el guion a David Duncan y comenzó a planificar la adaptación. Sin embargo, Paramount no mostró interés, por lo que el proyecto tuvo que esperar.
Uno de los primeros desafíos fue decidir en qué época ambientar la película. Finalmente, se optó por mantener el contexto de finales del siglo XIX, lo que ayudaba a que los avances posteriores —como las guerras mundiales o la decadencia humana— se sintieran más cercanos y verosímiles. Este enfoque facilitó que el espectador aceptara, sin demasiado escepticismo, la existencia de mundos tan distantes y extraños como los habitados por los Eloi y los Morlocks.
Las diferencias entre el libro y la versión cinematográfica son notables. En la novela, el protagonista no tiene nombre, los Eloi no comprenden el idioma del viajero y jamás se rebelan contra los Morlocks. El relato original también es mucho más sombrío: Weena muere, y el protagonista avanza hacia un futuro en el que la humanidad ya no existe. En contraste, la película le da al viajero el nombre de George —un probable homenaje a Wells— y concluye con una nota esperanzadora: George regresa al futuro para cambiar el destino de los Eloi.
Fue en 1958 cuando Pal, trabajando en Inglaterra, recibió luz verde de la MGM para finalmente llevar la historia al cine. Tras elegir a Rod Taylor como protagonista y a Yvette Mimieux como Weena, se preparó un presupuesto de poco menos de un millón de dólares. La producción inició en 1959, destacándose especialmente por sus efectos visuales, innovadores para la época. Técnicas como el time-lapse, el stop-motion, los matte paintings y las maquetas dieron vida a una visión del tiempo verdaderamente única. Este esfuerzo fue reconocido con un Oscar a los mejores efectos especiales.
El diseño de la máquina del tiempo también fue clave en el atractivo de la película. Con libertad creativa —ya que Wells no detalló mucho su aspecto—, el equipo imaginó una estructura inspirada en una silla de barbero que evolucionaba hacia una suerte de trineo, coronado por un disco giratorio que simulaba movimiento temporal. Ese diseño se volvió icónico.
Algunos momentos dejaron huella: el deterioro de un libro en segundos como símbolo del olvido, la destrucción del mundo en 1966, o la escena de los huesos humanos como metáfora brutal de una sociedad caníbal de sí misma. Uno de los misterios que más alimenta el debate entre los fans es el de los tres libros que el viajero lleva consigo al futuro. Nunca se revela su contenido, lo que da pie a múltiples teorías.
“El tiempo en sus manos” se consolidó como una de las grandes películas de ciencia ficción de los años 60. Su combinación de aventura, efectos y una historia sencilla pero poderosa le ganó el estatus de obra de culto. El legado de esta cinta perdura no solo por su estética o su narrativa, sino por la manera en que capturó el anhelo humano de entender —y quizás cambiar— el destino.