PROGRAMA Nº 1251 | 26.11.2025

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LA BATALLA DE TUCUMÁN

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La historia de la independencia argentina guarda un capítulo vibrante en septiembre de 1812: la Batalla de Tucumán. Este enfrentamiento no fue uno más dentro de la gesta emancipadora. Fue, como muchos la recuerdan, “la más gaucha de todas las batallas”. No solo por el protagonismo popular, sino también por la improvisación, la valentía y la desobediencia que marcaron su desarrollo.

Tras el desastre de Huaqui, ocurrido en junio de 1811, las fuerzas revolucionarias arrastraban un ánimo decaído. Manuel Belgrano, al mando del Ejército del Norte, avanzaba con apenas mil seiscientos hombres exhaustos y mal equipados, mientras detrás suyo venía un enemigo poderoso: más de tres mil soldados realistas, con artillería y caballería superior. Desde Buenos Aires, el gobierno le ordenaba seguir retrocediendo hasta Córdoba, evitando cualquier combate. Pero Belgrano, que ya había sentido el peso del Éxodo Jujeño —esa dolorosa marcha donde familias enteras abandonaron sus hogares para no dejar nada útil al invasor—, no estaba dispuesto a repetir la retirada.

El encuentro con los tucumanos fue decisivo. La población, atemorizada por la posibilidad de ser abandonada como había ocurrido en Salta, salió al encuentro del general. Le ofrecieron recursos, apoyo y lo más valioso: la voluntad de resistir. Ese gesto fue el pretexto que Belgrano necesitaba para desobedecer órdenes superiores y plantar cara al general realista Juan Pío Tristán, un antiguo conocido suyo de los años en España.

El panorama, sin embargo, era sombrío. Una cuarta parte de sus hombres estaba enferma; apenas había fusiles suficientes, la artillería era escasa y la caballería carecía de armas adecuadas. Desde la capital no podían enviarle refuerzos de elite, solo un batallón de castas comandado por José Superí, que en Tucumán se cubriría de gloria. Con ese cuadro, Belgrano decidió arriesgarlo todo.

El 23 de septiembre, los realistas acamparon en Los Nogales, a pocos kilómetros de la ciudad. Al día siguiente tomaron el camino del Perú, obligando a Belgrano a reorganizar sus posiciones para esperarlos en el Campo de las Carreras. Allí se alinearon patriotas e improvisados voluntarios, mientras la caballería gaucha se ocultaba en las espesuras cercanas, lista para sorprender.

La tarde avanzaba cuando aparecieron las primeras formaciones enemigas. El choque fue inmediato y brutal. La artillería patriota, aunque reducida, castigó con eficacia al batallón Abancay. Pero la superioridad realista pronto se hizo sentir: el centro revolucionario cedía, algunos batallones se desbandaban y los cañones caían en manos enemigas. Todo parecía perdido.

Fue entonces cuando el coraje individual cambió el rumbo. Juan José Viamonte y Manuel Dorrego, actuando sin órdenes, intervinieron en los momentos críticos para sostener la línea. Y, casi al mismo tiempo, la maniobra maestra de Eustaquio Díaz Vélez y Eustaquio Balcarce con los dragones y los Decididos de Tucumán irrumpió desde el flanco y la retaguardia. Los realistas, sorprendidos por la caballería gaucha que caía sobre ellos al grito de guerra, entraron en pánico. Lo que parecía un triunfo seguro se transformó en una retirada desordenada. Uno tras otro, los batallones realistas fueron desbandándose, dejando atrás banderas, pertrechos y prisioneros.

La victoria fue caótica, como la misma batalla. Entre el polvo, el humo y hasta una nube de langostas que oscureció el campo, nadie sabía con certeza qué ocurría más allá de unos metros. Sin embargo, lo indiscutible era que los patriotas habían detenido al poderoso ejército del rey y lo habían hecho retroceder.

La Batalla de Tucumán no solo salvó al Ejército del Norte de la destrucción, también cambió el ánimo de toda la revolución. Fue un punto de inflexión: la muestra de que, aun en inferioridad de condiciones, era posible vencer.

El eco religioso tampoco tardó en sentirse. Desde el siglo XVII, la Virgen de la Merced era venerada en Tucumán, pero tras la batalla su figura adquirió un nuevo significado. Belgrano, convencido de su intercesión, entregó su bastón de mando a la imagen y la proclamó Generala del Ejército Argentino. Ese gesto selló una tradición que, hasta hoy, une la memoria histórica con la fe popular.

Así, en el polvoriento Campo de las Carreras, no solo se decidió la suerte inmediata de una provincia. Allí comenzó a forjarse la convicción de que la independencia era posible, con un ejército que aprendió a pelear al modo gaucho: con coraje, astucia y la fuerza de un pueblo decidido a no rendirse jamás.

Equipo de Redacción
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