María, plena de gracia santificante desde el primer instante de su concepción, la Iglesia Católica enseña que María es Inmaculada. Con este título se expresa aquel privilegio singular por el cual la Madre de Dios, al ser concebida, no contrajo la mancha del pecado original. Creemos como verdad de fe, que el alma de María desde el primer instante de su existencia, estuvo adornada con la gracia santificante. Creemos que no hubo momento alguno en el cual María se hallase en enemistad con Dios; creemos que en ninguna circunstancia de su vida, ni siquiera en el instante de su concepción, estuvo sometida a la esclavitud del demonio, proveniente del pecado.
La mancha del pecado original, alcanza y contagia indefectiblemente a todos aquéllos que reciben de Adán la naturaleza humana. La generación paterna al dar una naturaleza humana despojada de la gracia santificante, es el vehículo de la transmisión de aquel pecado. Esta ley universal tiene, sin embargo, una excepción gloriosa, pues Dios, en vista de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, por gracia y privilegio singular, ha suspendido en María la aplicación de esta ley.
Según esto, María, al ser concebida, no recibió como los demás hombres una naturaleza manchada por el pecado, sino una naturaleza adornada con la gracia de Dios, libre de pecado original, o sea, una naturaleza “inmaculada”. En esta inmunidad de la mancha del pecado original y posesión de la gracia santificante, desde el primer instante de su existencia, consiste pues la Inmaculada Concepción de María. Este privilegio muy glorioso, verdadero milagro espiritual, fue que la omnipotencia de Dios la preservó en su concepción del pecado original, lo cual fue concedido en vista de los merecimientos de Nuestro Señor Jesucristo, que en tanto para todos obran restaurando y reparando en ellos lo que el pecado destruye, para María obraron en manera mucho más elevada y profunda, a saber, preservándola de la caída del pecado.
De la misma manera que al pasar el Arca de la Alianza, la mano omnipotente de Dios detuvo ante los israelitas las aguas del Jordán, que no se atrevieron a tocarla (Josué 3,15-16), cuando llegó María a la existencia, el poder misericordioso de Dios detuvo junto a Ella las aguas que traían la infección universal del pecado, no permitiendo que tocaran ni mancharan a aquella criatura escogida entre todas para ser la Madre del Verbo Encarnado. La Inmaculada Concepción se halla indicada en las Sagradas Escrituras, ya desde sus primeras páginas: “Dijo el Señor Dios a la serpiente: por cuanto hiciste esto, maldita eres entre todos los animales de la tierra, andarás arrastrándote sobre tu pecho y tierra comerás todos los días de tu vida. Yo pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu raza y la descendencia suya: Ella quebrantará tu cabeza, y tú andarás acechando a su calcañar” (Gn.3,15).
Este pasaje del Génesis suele llamarse “Protoevangelio”, precisamente por la naturaleza de la profecía encerrada en sus palabras. La serpiente indica al demonio. La Mujer que será su Enemiga y le aplastará la cabeza es María, con su Hijo Divino Jesús, su descendencia. Los Padres y toda la tradición de la Iglesia enseñan que: “Con este oráculo divino fue preanunciado clara y abiertamente el misericordioso Redentor del género humano, o sea el Hijo Unigénito de Dios, Cristo Jesús, y designada su bienaventurada Madre, la Virgen María, y simultáneamente expresada de insigne manera, las mismísimas enemistades de ambos contra el demonio”.(Pío IX, Bula “Ineffabilis Deus”).
La Virgen María, en general, ha de afirmarse que en el orden de la reparación, ocupa aquel lugar que ocupó Eva en el orden de la perdición, pues según enseñan esas insignes palabras del Génesis, todo lo que el demonio escogió para la ruina del género humano, fue dispuesto divinamente por Dios para nuestra salud. Y al nuevo Adán, o sea Cristo, debe unirse con nexo indisoluble, para destruir las obras del demonio, la nueva Eva, o sea María. Si Jesús es el nuevo Adán y María la nueva Eva, María había de ser “Inmaculada” completamente libre de todo pecado, aún libre del pecado original. En las palabras que usa el Arcángel San Gabriel para anunciar a María el misterio de la Encarnación también encontramos claramente implícito el privilegio de la Inmaculada Concepción: “Salve, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres...” (Lc. 1,28).
Esta plenitud de gracia, tan ilimitada, y tan completa, otorgada y ordenada, según lo indican las palabras del Ángel, a hacer a María digna de la altísima misión a que había sido llamada, no podía decirse de quien alguna vez siquiera hubiese estado manchado con el pecado. Igualmente al decir que el Señor está con Ella, con María, plenamente, sin limitación alguna de tiempo. La expresión griega KEJARITOMENI, Llena de Gracia, hace las veces de nombre propio en la alocución del Ángel: “Salve, Llena de gracia”, tiene que expresar una nota característica en María, la dotación de todas las gracias en plenitud singular por su elección para Madre de Dios, y esto desde el primer instante de su existencia.
Santa Isabel, henchida del Espíritu Santo, dice a María: “Bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre” (Lc. 1,42). La bendición de Dios que descansa sobre María, es considerada paralelamente a la bendición de Dios que descansa sobre Cristo en cuanto a su humanidad. Tal paralelismo sugiere que María, igual que Cristo, estuvo libre de todo pecado desde el comienzo de su existencia. En la historia del dogma de la Inmaculada se suelen distinguir tres períodos: El primero se extiende desde los comienzos de la Iglesia hasta el siglo XI. En los primeros siglos del cristianismo, la fe en la Inmaculada aún sin ser formal y explícita, estaba comprendida en la fe sobre la excepcional santidad de María con su singularísima pureza. En el llamado Protoevangelio de Santiago, escrito en el siglo II queda clarísimo que toda fealdad sea excluida de María para que sea digna Madre del Señor, y con más razón esto vale para el alma.
El mártir San Hipólito –hacia el año 235- que comparaba a Nuestro Señor con el Arca de la Alianza, hecha de leño incorruptible dice: “El Señor estaba exento del pecado, habiendo sido formado de un leño no sujeto a la corrupción humana, es decir de la Virgen y del Espíritu Santo”. Y semejantes a éstas se hallan numerosas expresiones y explicaciones en los escritos de los Padres que confirman la fe primitiva en la pureza total y plena de María. Dice San Efrén a Jesucristo y con él toda la Tradición; “Tú y tu Madre sois los únicos que en todo aspecto sois perfectamente hermosos pues en Ti Señor no hay mancilla, ni mancha en tu Madre”.
Los Padres griegos fueron especificando este dogma antes que en Occidente. Ya en el siglo V en Oriente se formula esta doctrina con claridad extraordinaria. Anfiloquio de Sida –que estuvo presente en el Concilio de Éfeso- dice: “Dios creó a la Virgen sin mancha y sin pecado”. Y escribe el adalid de Éfeso, San Cirilo de Alejandría: “¿Quién oyó jamás decir que un arquitecto, después de haberse construido una casa, la ha dejado ocupar y poseer primeramente por su enemigo?”
Así, a lo largo de los siglos se transmite con total claridad, confianza y seguridad, el dogma de la Inmaculada Concepción. En el segundo período encontramos el dogma de la Inmaculada en la liturgia. Es importante destacar la trascendencia de esto porque la liturgia es el culto oficial de la Iglesia. La Iglesia ora en su liturgia conforme a la única y verdadera fe. De allí el dicho secular: “LEX ORANDI, LEX CREDENDI”, la ley de la oración es la ley de lo que se cree (es decir, de la fe).
La fiesta de la Concepción de María, se remonta al siglo V en Oriente. En el siglo VI ya estaba en el Misal de San Isidoro de Sevilla. Sabemos que fue introducida en Nápoles y Sicilia en el siglo IX, extendiéndose luego por Irlanda, Islas Británicas y Normandía y de una forma mucho mayor en el siglo XI. En sus comienzos la fiesta también se llamó de la Maternidad de Santa Ana. Si pensamos que la Iglesia sólo rinde culto a los Santos, vemos que en la celebración ya se profesaba la Concepción Inmaculada de María.
Por otra parte la fiesta fue celebrada por muchas iglesias separadas por siglos de la Iglesia Romana, instituida seguramente antes de esa separación; no parece probable que hayan tomado una fiesta de la Iglesia de la cual se separaron. Un tercer período se extiende entre los siglos XII y XVIII. Es el período de las controversias. La celebración se extendía pero no se aclaraba suficientemente su doctrina. María es la Toda Santa, como la llaman los griegos: La Panaghía. María es la Toda Santa, la siempre Santa, la perfectamente Santa. La santidad perfecta de María es también una verdad revelada, o como dijeron muchos teólogos, “un dogma tácitamente proclamado”.
La definición del dogma de la Inmaculada Concepción se refiere en modo directo únicamente al primer instante de la existencia de María, a partir del cual fue “preservada inmune de toda mancha de culpa original”. El Magisterio pontificio quiso definir así sólo la verdad que había sido objeto de controversias a lo largo de siglos: la preservación del pecado original, sin preocuparse de definir la santidad permanente de la Virgen Madre del Señor.
Las palabras solemnísimas de la Bula Ineffabilis Deus habían resonado en el cielo y en la tierra:
“Después de ofrecer sin interrupción a Dios Padre, por medio de su Hijo, con humildad y penitencia nuestras privadas oraciones y las súplicas de la Iglesia, para que se designase dirigir y afianzar nuestra mente con la virtud del Espíritu Santo, implorado el auxilio de toda la corte celestial e invocado con gemidos el Espíritu Paráclito, e inspirándonoslo El mismo: Para honor de la Santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra propia:
Declaramos, afirmamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María, en el primer instante de su Concepción, por gracia y privilegio singular de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original, ha sido revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles. Por lo cual si algunos –lo que Dios no permita- presumieren sentir en su corazón de modo distinto a como por Nos ha sido definido, sepan y tengan por cierto que están condenados por su propio juicio, que han naufragado en la fe, y que se han separado de la unidad de la Iglesia.”
La bula fue traducida en 400 idiomas y dialectos. Al final de su lectura el Papa Pío IX agradece a Dios con gozosa humildad:
“Nuestra boca está llena de gozo, y nuestra lengua de júbilo y damos humildísimas gracias a Nuestro Señor Jesucristo, y siempre se las daremos, por habernos concedido el singular beneficio de ofrecer este honor, esta gloria y esta alabanza a Su Santísima Madre”.
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