Todo empezó hace casi cincuenta y cinco años cuando un joven y recién ordenado sacerdote, el padre Francis L. Sampson obtuvo permiso de su obispo, para ingresar en el ejército de los Estados Unidos como capellán. Fue en la universidad de Harvard, aunque parezca extraño, donde realmente comenzó su odisea; porque fue allí donde los nuevos capellanes del ejército recibieron su preparación inicial de entrada en la capellanía del ejército de los Estados Unidos durante la mayor parte de la 2º Guerra Mundial. Tras terminar el curso de un mes de duración, el capellán Sampson se hizo voluntario para una misión aérea. Fue una decisión que condicionaría el resto de su vida.
También fue una decisión, tal como escribió él mismo posteriormente, que fue tomada desde el desconocimiento. “Como un entusiasta ejecutivo joven, empezando en una ciudad extraña”, admitió, “estaba dispuesto a unirme a cualquier cosa con base en un puro sentido del deber cívico”. Si hubiera sabido previamente lo que implicaba ser un capellán paracaidista, confesó, habría hecho una elección diferente.
"Francamente, cuando me alisté en los paracaidistas no sabía que los capellanes tendrían que saltar desde un avión en pleno vuelo. Si hubiera sabido esto de antemano, y particularmente si hubiera estado al tanto de las torturas de cuerpo y mente que nos esperaban en Fort Benning para aquellos que pedían las codiciadas alas del paracaidista, estoy seguro de que habría hecho oídos sordos ante el reclamo de capellanes aéreos. Sin embargo, una vez alistado, mi orgullo me impidió retirarme. Además, los paracaidistas son la tropa élite del ejército, y ya había comenzado a disfrutar del prestigio y el glamur que conlleva la pertenencia a tal equipo."
Francis L. Sampson nació el 29 de febrero de 1912, en Cherokee, Iowa. Asistió a la Universidad de Notre Dame, se graduó en 1937 y después se inscribió en el seminario de St. Paul, en Saint Paul, Minnesota. Se ordenó como sacerdote en Des Moines, en la diócesis de Iowa, el 1 de junio de 1941. Tras su ordenación, el padre Sampson sirvió por poco tiempo como sacerdote de parroquia en Neola, Iowa, y también impartió clases en el instituto de Dowling en Des Moines. Ingresó en el ejército a principios de 1942, le nombraron primer teniente y comenzó su carrera en el ejército en Camp Barkley, Texas. Pasó el mes de enero de 1943 en instrucción en la escuela de capellanes. Después se alistó en el 501 regimiento de paracaidistas de la 101 división aérea como capellán del mismo y siguió siéndolo durante el transcurso de toda la guerra.
Fue durante la invasión de Francia, en el verano de 1944, cuando la historia del capellán Sampson comenzó a tomar un cariz de leyenda. Lawrence Critchell, en su libro Four Stars of Hell, le describió como “uno de los oficiales más respetados y queridos en el regimiento”.
Todo empezó el día-D, 6 de junio de 1944. Mientras que los soldados del 501 consideraban a su capellán como una figura tranquila y heroica, el capellán Sampson recordaba que en esos primeros días entre los setos de Normandía, “no había rodillas que temblaran más que las mías ni corazón alguno que latiera más rápido en los momentos de peligro”.
Quién que haya visto la película Rescatando al soldado Ryan (1998) , de Steven Spielberg, no se emocionó con la actuación de Tom Hanks en el papel del capitán John H. Miller, que –tras el desembarco en Normandía– recibe la orden de buscar a un soldado y enviarlo de regreso a los Estados Unidos porque su vida no debía correr riesgo luego de que su madre perdiera en la guerra a sus otros tres hijos. Y que, hacia el final del filme, llega a ofrendar su vida para que el soldado se salve. Pues bien: ahora se sabe que el verdadero salvador de Frederick “Fritz” Niland –la identidad real de Ryan– fue un capellán militar, Francis L. Sampson.
El filme plantea que el capitán Miller encara una ardua búsqueda. Pero, en la realidad, fue Fritz quien se contactó en el campamento con el padre Sampson a los pocos días del desembarco en las costas francesas. Fue luego de enterarse de que su hermano Robert –que también se había lanzado en paracaídas– había muerto y quería que lo ayudara a encontrar su cuerpo, que aparentemente estaba en un cementerio cercano. Pero en la lista de inhumados no aparecía su nombre sino el de otro hermano, Preston. Finalmente no sólo hallaron la tumba de Robert: Sampson descubrió que un tercer hermano había desaparecido luego de que su avión fuera derribado por los japoneses.
Al comunicarle esta última noticia, Sampson cuenta que Fritz comenzó a repetir: “¿Qué hará ahora? ¿Qué será de ella?”. Hablaba de su madre. El sacerdote le respondió que la mujer aún lo tenía a él y haría todo lo posible para repatriarlo. Y lo logró. Tras el reencuentro con sus padres –la madre no era viuda como aparece en la película– Fritz sirvió en una unidad acantonada en Nueva York. Al final de la guerra la familia recibió una sorpresa: el hijo supuestamente abatido por los japoneses había sobrevivido.
Si bien el padre Sampson no corrió riesgos para conseguir la vuelta de Fritz, sí los tuvo por otras situaciones. En su salto en paracaídas en el crucial Día D perdió su kit de misa y, en vez de ponerse a cubierto, se abocó a buscarlo en medio de la oscuridad, entre disparos y morterazos, hasta que lo encontró. Horas después, cuando atendía a unos heridos en una granja, fue detenido por soldados alemanes, que lo pusieron contra una pared con la aparente intención de fusilarlo. Sólo la aparición de otro soldado alemán que se percató de que era sacerdote, evitó su muerte.
El padre Sampson pasó 6 meses en un campo de prisioneros. Pero no se dio por vencido. Una vez liberado, volvió a la Aerotransportada. Años más tarde, estuvo en la guerra de Corea y en 1967 fue nombrado jefe de los capellanes militares de los Estados Unidos. Y –ya retirado– llegó a asistir a los paracaidistas que actuaron en Vietnam. En el célebre libro de Cornelius Ryan, “El día más largo”, las peripecias del cura ocupan varias páginas.