Cuando
Juan el Bautista salió a predicar, eligió un curioso lugar para instalar su
ámbito académico: el desierto palestino. Realmente no podía haber buscado un
sitio más inapropiado. ¿Cómo haría la gente para llegar hasta allí? ¿Y cómo
podrían ubicarse más o menos cómodamente para escuchar sus sermones, entre las
piedras, los insectos, la arena, el sol y las alimañas? ¿Y dónde encontrarían
sanitarios, o un lugar para hacer un alto y tomar agua?
Pero
a Juan no pareció haberle importado esos detalles. Y a la gente tampoco, porque
dice el Evangelio que “acudían hasta él muchedumbres de toda la región de
Judea, y todos los habitantes de Jerusalén, y se hacían bautizar por él
confesando sus pecados” (Mc 1,5). Juan convirtió el desierto en un hervidero de
gente, llegada de todas partes para escuchar su mensaje, confesar sus pecados y
cambiar de vida. ¿Pero
por qué eligió un lugar tan incómodo para dirigirse a su auditorio? En ese
sentido Jesús fue más práctico: buscaba a las multitudes donde ellas se reunían
naturalmente: en las plazas, las calles, el Templo, las sinagogas, o las casas
de familia. No las obligaba a concurrir a ningún lugar penoso. En cambio Juan
les complicaba la vida. ¿Qué razón poderosa tuvo para arrastrar al gentío hasta
el desierto y hablarles allí?
Si
averiguamos dónde exactamente predicaba Juan, quizás podamos resolver el
misterio. El primer dato que nos da el Evangelio es que se había instalado “en
el desierto” (Mc 1,3-4; Mt 11,7). Éste no era, como solemos imaginar, una
planicie cubierta de arena y dunas en
medio de la nada. La palabra hebrea midbar (que traducimos
por “desierto”) indica un lugar deshabitado y sin cultivar, pero que podía
tener vegetación, plantas, y hasta incluso un río.
¿Y
cuál era concretamente ese desierto? Mateo lo señala: era “el desierto de
Judea” (Mt 3,1). Una
vasta región, situada al norte del mar Muerto, justo donde desemboca el río
Jordán (Jue 1,16; Sal 63,1).
Para nuestra mentalidad, puede resultar extraño que el valle
de un río sea llamado “desierto”. Pero hay que tener en cuenta que ese último
tramo del Jordán, antes de desembocar en el mar Muerto, es una zona donde no llueve
casi nunca, el suelo es infértil, y ofrece al visitante un aspecto árido y
desolado. Incluso Flavio Josefo, un historiador judío del siglo I que conocía
muy bien la geografía de su país, dice que el río Jordán “serpentea a lo largo
de un buen trecho de desierto”. O sea que para la Biblia, el terreno por donde
el río Jordán transitaba sus últimos kilómetros se consideraba un “desierto”.
San
Marcos confirma el dato cuando dice que la gente iba al desierto a escuchar a
Juan “y se hacía bautizar por él en el río Jordán” (Mc 1,5). O sea que
“desierto” y “río” eran dos realidades que estaban en el mismo escenario donde
predicaba y bautizaba Juan.
¿Es
posible precisar en qué parte bautizaba exactamente Juan? San Lucas da a
entender que no tenía lugar fijo, porque afirma que iba “por toda la región del
Jordán” (Lc 3,3). Pero el Cuarto Evangelio sí nos informa del sitio donde
desarrollaba su actividad: “en Betania, al otro lado del Jordán” (Jn 1,28). El
nombre de Betania significa “lugar de las barcas”, y se llamaba así por el
movimiento de embarcaciones que había en la zona, ya que era uno de los sitios
usados por la gente para cruzar de una orilla a la otra del río.
En
tiempos de Jesús había dos Betania distintas, que no deben confundirse. Una,
cerca del Monte de los Olivos, a 3 kilómetros de Jerusalén; allí se sitúa la
casa del joven Lázaro, a quien Jesús resucitó después de cuatro días de muerto,
y que vivía con sus hermanas Marta y María (Jn 11,1). La segunda Betania, donde
bautizaba Juan, quedaba “al otro lado del Jordán” (Jn 1,28), y era un pequeño
caserío (hoy conocido como Tell el-Medesh), ubicado no exactamente sobre el río
sino sobre uno de sus brazos, el llamado Wadi Nimrín, 300 metros al este del
Jordán, y 15
kilómetros al norte del mar Muerto, justo a la altura de
Jericó. Había allí abundante agua debido a sus anchos cauces, y era una zona
amplia y despejada donde Juan podía practicar tranquilamente sus abluciones. A
esta Betania huyó Jesús un día, cuando tuvo un incidente con los judíos de
Jerusalén y quisieron matarlo a pedradas; “entonces Jesús se fue de nuevo al otro
lado del Jordán, al lugar donde había estado antes Juan bautizando, y allí se
quedó” (Jn 10,40).
Es
probable que Juan no permaneciera siempre en el mismo sitio. A veces tendría
que trasladarse a algún otro lado, sobre todo en épocas de crecida y desborde
del río, que anegaba las zonas aledañas a Betania. En cierto momento, cuado vio
que su vida corría peligro porque el gobernador Herodes Antipas lo buscaba para
apresarlo, debió trasladarse a otra localidad, una tal Ainón (Jn 3,22), ciudad
de la Decápolis, unos 60
kilómetros más al norte, siempre en la orilla oriental
del Jordán.
Pero
su actividad principal estuvo centrada en Betania. De hecho el Cuarto evangelio
dice que en Betania era donde Juan “estaba” bautizando (Jn 1,28). El verbo en
pretérito imperfecto indica una acción estable en un lugar. Por lo tanto
Betania fue su centro de operaciones, y el sitio donde más tiempo permaneció.
El
sitio elegido por Juan para bautizar era muy apropiado, porque allí podía encontrar un gran público. Por ese lugar
pasaba la antigua carretera comercial que, partiendo de Jerusalén (en el
oeste), llegaba a Jericó, luego atravesaba el río, y continuaba hacia el este
del Jordán. Por lo tanto, diariamente llegaba al lugar un gran número de
viajeros y comerciantes, con sus productos y mercancías, que buscaban cruzar el
río a través de sus vados o en balsas. Juan entonces aprovechaba el nutrido
tráfico de negociantes ricos, para apelar a sus conciencias e invitarlos a la
solidaridad (Lc 3,10-11). También allí, por ser el límite internacional del
país, había cobradores de impuestos y aduanas, a los que Juan aconsejaba no
exigir dinero de más (Lc 3,12-13). Y no faltaban los soldados que vigilaban la
frontera, a quienes los exhortaba a no enriquecerse ilícitamente en sus acciones
militares (Lc 3,14-15).
Muchos
judíos que pasaban por la zona no querían escucharlo, diciendo que ellos, por
ser descendientes de Abraham, es decir judíos, ya estaban salvados. Pero Juan,
señalando las piedras que había alrededor, les contestaba: “Raza de víboras,
conviértanse. No anden diciendo: ‘Somos hijos de Abraham’, porque les aseguro
que Dios puede sacar de estas piedras hijos de Abraham” (Lc 3,7-9). Ni siquiera
el propio gobernador de la región se salvó de las críticas del Bautista. Un día en que lo vio pasar por allí
con su pomposa caravana, camino al palacio de vacaciones de Maqueronte, le
censuró públicamente su indecente matrimonio con la mujer de su hermano (Lc
3,19-20).
Pero
entonces, ¿Juan eligió ese lugar por las posibilidades que allí tenía de llegar
a un amplio público? Ciertamente que no. Si se hubiera tratado sólo de eso,
podía haberse instalado en la orilla occidental del río, donde además de
predicar habría estado más protegido de la hostilidad de Herodes Antipas, y
habría podido salvar su vida. Además, del lado occidental del río habría
encontrado más gente a la cual dirigir su mensaje: ya sea en los atrios del
Templo, en las calles de Jerusalén, o en las plazas de cualquier ciudad de
Palestina. O sea que Juan no se instaló al este del Jordán por el numeroso
público que había.
¿Fue
entonces por las abundantes aguas de la zona? Tampoco. De haber sido ése su
interés, el lago de Galilea le habría resultado más propicio; o la misma
Jerusalén; o incluso en Jericó podía haber hallado varios baños públicos donde
la tarea de bautizar hubiera sido menos agotadora que el agobiante y caluroso
desierto. ¿Cuál fue el motivo, entonces, que llevó a Juan a bautizar “en el
desierto” y “más allá del Jordán”?
Fuente:
Artículo
extractado de la revista
“Vida Pastoral” de la Editorial
san Pablo - Argentina