En
ese contexto jurídico y social, era evidente que si un hombre se divorciaba de
su mujer y la despedía del hogar, la dejaba totalmente desprotegida.
Difícilmente otro hombre querría desposar a una repudiada. Ella debía regresar
a la casa de sus padres, los cuales muchas veces eran ancianos (si no habían
muerto) y ya no podían mantenerla. Quedaba así forzada a vivir de la caridad
pública, en una situación de total precariedad, indefensión económica y
desamparo social. En algunos casos, la única salida era la prostitución.
Resultaba tan degradante que el profeta Isaías menciona a la mujer repudiada
como ejemplo del sufrimiento más grande
en Israel (Is 54,6). Y el profeta Malaquías, para mitigarlo,
llega a decir que Dios “odia al que se
divorcia de su mujer” (Mal 2,16). Aún así, si un hombre ya no deseaba vivir
con su esposa y quería divorciarse, podía hacerlo sin demasiadas
contemplaciones. Por eso Jesús, al prohibir el divorcio, lo que hizo fue
ponerse de parte del más débil, del más expuesto y amenazado socialmente: la
mujer.
Sin
embargo, vemos con sorpresa cómo esta “orden terminante” de Jesús fue más tarde
suavizada por los autores bíblicos y adaptada a las diversas circunstancias que
les tocaron vivir, de manera que en el Nuevo Testamento la encontramos en
cuatro versiones diferentes. El texto más antiguo está en la 1º Carta a los Corintios, de san Pablo , y dice: “A los casados, no les ordeno yo sino el
Señor: que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a
casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido despida a
su mujer” (1 Cor 7,10-11). Hasta aquí, Pablo repite lo que dijo Jesús. Pero
a continuación agrega: “Si el cónyuge es
no creyente y quiere separarse, entonces que se separe; en ese caso el cónyuge
creyente no está ligado; porque el Señor los llamó para vivir en paz” (1
Cor 7,15). Vemos que aquí Pablo permite una excepción. Porque él constataba que
en sus comunidades, cuando un pagano se convertía al cristianismo, no siempre
era acompañado por su cónyuge, lo cual generaba tensiones y roces. Al ver esto,
permitió la separación en sus comunidades alegando una razón importante: que
pudieran “vivir en paz”. O sea que
Pablo, apenas veinte años después de la muerte de Jesús, ya adaptó la enseñanza
original a la situación misional que le tocaba vivir.
Décadas
más tarde, Mateo presenta una segunda versión de la norma. Según él, Jesús
habría dicho a los fariseos: “Moisés les
permitió divorciarse de sus mujeres; pero yo les digo que el que se divorcia de
su mujer, excepto en caso de inmoralidad sexual, y se casa con otra, comete
adulterio” (Mt 19,8-9). Para Mateo, Jesús permite una segunda excepción: en
caso de “inmoralidad sexual”. Cuando esto ocurre, el hombre puede divorciarse y
volver a casarse. En realidad, no fue Jesús quien introdujo esa excepción sino
el mismo Mateo. ¿Por qué? Porque la inmoralidad
sexual, en la comunidad donde él vivía, era un tema muy grave y urticante
que generaba serias dificultades en la convivencia matrimonial. Por lo tanto,
para evitar males mayores y salvaguardar la paz de las conciencias, Mateo
autorizó, en esas circunstancias, la disolución del vínculo.
¿A
qué “inmoralidad sexual” se refería?
Es difícil saberlo. La palabra griega que emplea (pornéia) es un término
genérico que puede designar distintos desórdenes: adulterio, incesto,
prostitución, vida disipada, flirteo con otro hombre. Por eso las Biblias no se
ponen de acuerdo y ofrecen distintas traducciones. Pero sea cual fuere su
significado, lo interesante es que Mateo permitió una excepción a la
indisolubilidad matrimonial señalada por Jesús. En el Evangelio de Marcos
descubrimos una tercera enseñanza diferente sobre el divorcio. Según éste, en
su discusión con los fariseos Jesús dijo que el hombre no debe divorciarse de
su mujer (Mc 10,9); y cuando sus discípulos le pidieron una explicación, les
aclaró: “Quien se divorcia de su mujer y
se casa con otra comete adulterio contra aquella; y si ella se divorcia de su
marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10,11-12).
Tenemos
aquí una nueva
sorpresa. Según Marcos, lo que ahora Jesús prohíbe no es el divorcio, sino
volver a casarse. Mientras Mateo decía que Jesús condenaba la separación en sí,
debido a la desprotección en la que quedaba la mujer, Marcos no prohíbe que el
hombre se separe. Puede separarse. Lo que no puede hacer es casarse otra vez.
Esto se debe a que Marcos escribe para los cristianos de Roma; y allí la mujer
gozaba de una autonomía social superior y podía contar con medios propios de
supervivencia, de manera que la simple separación de su marido no la afectaba
en su dignidad. Por eso un cristiano de su comunidad, si andaba mal con su
mujer, podía divorciarse y seguir considerándose cristiano. Pero no podía tomar
una segunda mujer. Esta no fue la única adaptación que hizo Marcos. También
dice que Jesús prohibió que “la mujer se
divorciara de su marido”. Eso jamás podía haberlo dicho Jesús. Él enseñó en
Palestina, y ante un auditorio judío. Y según la ley judía, la mujer no podía
divorciarse. ¿Qué sentido tiene prohibir algo que no se puede hacer? Pero como
Marcos escribió en Roma, donde la ley sí otorgaba a la mujer el derecho al
divorcio, extendió la prohibición de Jesús también a ella, para que quedara en
claro que, aunque la ley civil lo autorizaba, Jesús no lo consentía.
Finalmente,
en el Evangelio de Lucas hallamos la última versión sobre el divorcio (que
también aparece en un segundo texto de Mateo: 5,32). Para Lucas, Jesús enseñó: “Todo el que se divorcia de su mujer y se
casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una divorciada por su
marido, comete adulterio” (Lc 16,18). Según este dicho, Jesús no sólo
prohibió a un divorciado volver a casarse, sino también a un soltero casarse
con una divorciada. ¿Por qué Lucas asumió esta postura? Porque en el Antiguo
Testamento los sacerdotes, debido a que eran hombres especialmente consagrados
a Dios, no podían casarse con una divorciada, cosa que sí podían hacer los
demás judíos (Lv 21,7). Al parecer, Lucas quiso extender este particular estilo
de vida a todos los cristianos de su comunidad, para decir que también ellos
eran consagrados a Dios, y por lo tanto sus vidas debían ser especiales y
preservadas de cuanto pudiera deshonrarlas.
Vemos
pues que, si bien Jesús prohibió el divorcio, su norma fue más tarde adaptada
por los autores bíblicos según las necesidades de cada comunidad, de manera que
hoy tenemos diferentes versiones de ella: a) según Pablo, Jesús permitió el
divorcio si un cónyuge se convertía al cristianismo y el otro no; b) según
Mateo, Jesús permitió el divorcio en caso de inmoralidad; c) según Marcos, lo
que prohibió fue que un divorciado se volviera a casar; d) y según Lucas,
prohibió incluso que un soltero se casara con una divorciada.
También
la tradición de la Iglesia se mantuvo indecisa en cuanto al modo de aplicar ese
mandato de Jesús. Mientras en los siglos III al VI algunos Santos Padres
orientales rechazaron absolutamente el divorcio, otros lo aceptaron en caso de
adulterio; por ejemplo Orígenes († 255), Basilio Magno († 379), Gregorio
Nacianceno († 390), Epifanio († 403), Juan Crisóstomo († 404), Cirilo de
Alejandría († 444), Teodoreto de Ciro († 466) y Víctor de Antioquía (s.V).
También muchos escritores eclesiásticos latinos de los siglos III al VIII
aceptaron el divorcio en casos extremos, como Tertuliano († 220), Lactancio (†
325), Hilario de Poitiers († 367), el Ambrosiaster (s.IV), Cromacio († 407),
Avito († 530) y Beda el Venerable († 735). Además, varios Concilios aceptaron y
regularon el divorcio, como el de Arlés (año 314), el de Agde (año 506), el de
Verberie (año 752) y el de Compiègne (año 757). El de Verberie establecía: “Si una mujer intenta dar muerte a su
marido, y éste lo puede probar, puede divorciarse de ella y tomar otra”. Y
el de Compiègne decía: “Si un enfermo de
lepra lo permite, su mujer puede casarse con otro”. Hasta hubo Papas que
autorizaron el divorcio y nuevo casamiento, como Inocencio I (siglo V), quien
lo permitía ante el adulterio de la mujer; y san Gregorio II (siglo VIII), que
lo consentía si la esposa estaba enferma.
Sólo
a fines del siglo XII, con el papa Alejandro III, se estableció de manera
definitiva la postura actual de la Iglesia católica, que prohíbe absolutamente
el divorcio y nuevo casamiento. Es decir que ni la Biblia, ni la tradición, ni
los primeros mil años de historia cristiana respaldan la doctrina de que el
matrimonio debe ser “hasta que la muerte
los separe”. Jesús prohibió el divorcio. Y tenía una buena razón. En su
tiempo el matrimonio era un acuerdo social, establecido por los padres, cuyo
móvil era la conveniencia mutua y no el amor; y en caso de romperse el pacto,
la mujer quedaba socialmente indefensa y expuesta a una vida inhumana. Por eso
asumió la defensa del
más débil y condenó la separación.
Es
decir que hoy, habiendo desaparecido las dos razones por las que Jesús prohibió
el divorcio, aquella orden ya no tiene vigencia. ¿Qué debería hacer la Iglesia? Lo mismo que hizo Jesús: ponerse de
parte del más débil. Y el más débil es el que se separa. Cuando un hombre
se divorcia suele quedar lastimado, inseguro, con problemas económicos,
añorando a sus hijos, con los que no volverá a tener una relación natural. Por
su parte, la mujer muchas veces se siente abandonada, triste, sola y con
dificultades para volver a creer en el amor. ¿Qué tiene de bueno el divorcio? Nada.
Todo
divorcio es una masacre emocional, el fin de una ilusión, la brutal ruptura de
un proyecto que se creía para siempre. Por eso sólo la persona que llega a una
situación insostenible lo concreta. Y
por eso la Iglesia, en vez de castigarla, debería cuidarla más que a los
felizmente casados, abrirles las puertas de la comprensión, de los sacramentos,
y la incorporación a sus instituciones.
Uno
de los encuentros más grandiosos de la vida de Jesús fue con una mujer cinco
veces divorciada, que además vivía en concubinato: la samaritana (Jn 4). ¿Hoy
Jesús le negaría un encuentro de comunión a un divorciado vuelto a casar? Si
Pablo, Marcos, Mateo y Lucas supieron traducir su mensaje sobre el divorcio a
un contexto cultural diferente, sería bueno que la Iglesia hoy también lo
hiciera. Que vuelva al Evangelio y no separe lo que Dios ha unido: el hombre con Jesús.