Pero de ahí a pensar que tales hechos
suspendían las leyes de la naturaleza es ir más allá de las enseñanzas del
Evangelio. Ya san Agustín, en su famoso libro sobre la Trinidad (I,3.89.13),
afirmaba que los milagros bíblicos nunca superan las leyes de la creación. Que,
por ejemplo, Jesús tomara de la mano a la suegra de Pedro y la cu rara (Mc
1,3031), era un verdadero “milagro” para los discípulos de Jesús, aun cuando
hoy algún psiquiatra pueda explicar este prodigio por las leyes de la
psicología. Lo
mismo ocurre con el prodigio obrado en favor del centurión romano. Éste va a
buscar a Jesús para que lo cure a un servidor suyo paralítico. Jesús le dice
que vuelva tranquilo porque su servidor ya está mejor.
Cuando el oficial
regresa a su casa, encuentra al enfermo curado (Mt 8,513). ¿Acaso eso mismo no
ocurre hoy todos los días? Un creyente va a pedirle a Jesús por una persona
enferma. Quizás va a la Iglesia, o a un templo, o a una capilla. Luego regresa
a su casa y descubre que esa persona está mejor. El problema es que casi nadie
ve en estos casos un milagro porque la curación generalmente tiene alguna
explicación natural (la persona fue atendida por los médicos, le dieron
remedios adecuados). En cambio el que tiene fe, descubre allí el mismo tipo de
milagro relatado por los evangelios.
Pongamos
otro ejemplo. Jesús un día tomó cinco panes, los multiplicó y con ellos dio de
comer a cinco mil personas (Mt 14,1321). ¿Cómo fue que aparecieron los panes?
Los evangelios no especifican si “salían de las mangas de Jesús”, si “caían del
cielo”, o si “brotaban de las manos de la gente”. Sólo dice que “Jesús tomó los
cinco panes... los partió, se los dio a los discípulos y éstos se los dieron a
la multitud, y comieron todos hasta saciarse”. Ahora bien, supongamos por un
momento que muchas de aquellas personas hayan tenido cada una sus provisiones
(no es improbable que la gente, al emprender un viaje tan largo siguiendo a
Jesús a un lugar desértico, haya llevado algo para comer). Y que al llegar la
tarde sintieron hambre, pero el egoísmo les impedía mostrar lo que tenían para
no tener que convidar a los demás. Entonces, ante la prédica de Jesús sobre el
amor y el desprendimiento, alguien tomó sus panes y sus peces y ofreció
compartirlos. Y al instante, siguiendo su ejemplo, los demás sacaron también lo
que habían lleva do, de manera tal que todos pudieron comer, saciarse, y hasta
sobró comida.
Esto
no es más que una hipótesis (sostenida por algunos biblistas). Pero si así
hubiera sucedido, igual mente habría habido un milagro. Porque hacer aparecer
pan de la nada, o convertir a cinco mil personas egoístas y mezquinas en gente
generosa y capaz de compartir lo suyo, es un hecho inusual, y los que tenían fe
pudieron descubrir allí la mano de Dios actuando. Por lo tan to, se daban las
dos características de todo milagro. Podemos, pues, concluir que los milagros
que Jesús realizaba no debieron de ser tan espectaculares e impactantes, porque
si no todo el mundo habría estado obligado a creer en Él y a aceptarlo. Así,
cuando Jesús curó a una mujer encorvada, el jefe de la sinagoga en vez de
quedar estupefacto por semejante prodigio, se molesta por que Jesús la había
curado en sábado (Lc 13,14); quiere decir que no le impresionó tanto aquel
hecho y que le pareció natural; sólo le reclama que debería haberlo realizado
otro día de la semana. Lo mismo cuando sanó a un ciego de nacimiento: los
fariseos en lugar de maravillarse por algo nunca visto, se enojan por haberlo
hecho en sábado (Jn 9,16). Y cuando Jesús exorcizó a un endemoniado sordo y
mudo, dice el Evangelio que los fariseos no creyeron en él porque ellos también
podían hacer lo mismo (Mt 12,27).
Por
lo tanto, los milagros que Jesús hacía no debieron de conmover a todos de la
misma manera, sino sólo a los que tenían fe en él. Los otros no los veían.
Incluso en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, dice Jesús que cuando
aquél le pide a Abraham que permita regresar a Lázaro a la tierra para que predicara
sobre el infierno, Abraham le con testa: “Si no oyen a Moisés y a los profetas,
ni aunque un muerto resucite se convencerán” (Lc 16.31). Con lo cual Jesús
restó espectacularidad a los mismos milagros de resurrección que él hacía, y
puso por encima de ellos al poder de la predicación. Podríamos imaginar que los
signos y prodigios que Jesús realizaba no debieron de ser muy diferentes a los
que suceden hoy en
algunas de nuestras comunidades, grupos o reuniones de oración. De pronto
alguien con parálisis comienza a caminar, o a mover alguna parte de su cuerpo,
o algún mudo a hablar. Quienes tienen fe descubren allí un milagro. Y los que
no, buscan explicarlo de otra manera.
Se
cuenta del gran pensador y filósofo francés Blas Pascal que cierto día se dio
cita con un amigo en un castillo, sobre la cima de una colina. A poco de estar
aguardándolo, llegó éste con el rostro desencajado, la ropa rota, y el cuerpo
lleno de magullones y heridas. “– ¿Qué te sucedió? –preguntó Pascal. – ¡No te
imaginas el milagro que Dios acaba de hacerme! –replicó su amigo–. Cuando venía
hacia acá, mi caballo resbaló cerca de una pendiente. Yo me caí, y fui rodando
y resbalando, pero me detuve precisamente al borde del precipicio. ¿Te
imaginas? ¡Qué milagro que acaba de hacerme Dios! A lo que Pascal respondió: –
¡Y qué milagro que acaba de hacerme Dios a mí, que cuando venía ni siquiera me
caí del caballo!”. Cuántos milagros hace Dios cada día para nosotros.
Milagros
que nunca vemos, y en los que ni caemos en cuenta. Cuántas veces en nuestra vida
nos ha sacado asombrosamente de dificultades, nos ha sanado de miedos y
angustias, nos ha socorrido en los malos momentos, nos hizo traspasar ilesos
tantos peligros, nos asistió en las desgracias diarias, nos proporcionó lo
necesario en el momento justo, nos regaló la com pañía de ciertas personas. Pero no los advertimos.
Porque nos resultan demasiado “naturales”. Esperamos siempre los otros
milagros. Los inexplicables, los antinaturales, los incomprensibles. Y por no
saber mirar con fe, y descubrir cuántas cosas insólitamente buenas nos pasan du
rante el día gracias
a que Dios está a nuestro lado, muchas veces llega la noche y pensamos que
hemos vivido sólo un día anodino, ordinario, intranscendente, casi sin Dios, y
por eso sin entusiasmo. Pero Dios sigue haciendo milagros. Los mismos que hacía
en la época de Jesús. Y tenemos que acostumbrarnos a descubrirlos. Habituar
nuestros ojos a ellos. Entonces sí aparecerán deslumbrantes, majestuosos,
impactantes, y nos cambiarán la vida. Como cambiaron la vida de los apóstoles,
que en el fondo veían lo mismo que nosotros.
Fuente:
Artículo
extractado de la revista
“Vida Pastoral” del Editorial
san Pablo - Argentina