El
Antiguo Testamento nos dice cómo Dios, después de la creación, a pesar del
pecado original y de la arrogancia del hombre de querer ponerse en el lugar de
su Creador, vuelve a ofrecer la posibilidad de su amistad, sobre todo a través
de la alianza con Abraham y el camino de un pueblo pequeño, el de Israel, que
Él elige, no criterios de poder terrenal, sino simplemente por amor. Es una
elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de actuar de Dios, que
llama a algunos, no para excluir a los demás, sino para que sirvan de puente
con el fin de conducir hacia Él. Elección siempre para el otro. En la historia
del pueblo de Israel, podemos volver a recorrer las etapas de un largo camino,
en el que Dios se deja conocer, se revela, entra en la historia con palabras y
con acciones.
Para
esta obra, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los Profetas y los Jueces,
que comunican al pueblo su voluntad, recuerdan la necesidad de fidelidad a la
alianza y mantienen viva la espera de la realización plena y definitiva de las
promesas divinas. En Jesús de Nazaret, Dios visita realmente a su pueblo,
visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas las expectativas:
envía a su Hijo Unigénito, Dios mismo se hace hombre. Jesús no nos dice algo
acerca de Dios, no habla simplemente del Padre –sino que es Revelación de Dios,
porque es Dios– nos revela el rostro de Dios. En el prólogo de su Evangelio,
Juan escribe: " Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el
Hijo único, que está en el seno del Padre "(Jn 1,18).
Quisiera
detenerme en este "revelar el rostro
de Dios". En este contexto, Juan, en su Evangelio, nos narra un hecho
significativo, que acabamos de escuchar. Al acercarse la Pasión, Jesús
tranquiliza a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y tener fe, luego
entabla un diálogo con ellos, en el que habla de Dios Padre (cfr. Jn 14,2-9).
En un momento, el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Juan 14:8). Felipe es muy práctico y
concreto: dice también lo que nosotros queremos decir, queremos ver al Padre -
le pide "ver" el Padre, para ver su rostro. La respuesta de Jesús –no
sólo a Felipe, sino también a nosotros– nos introduce en el corazón de la fe
cristológica. El Señor afirma: "El
que me ha visto, ha visto al Padre" (Jn 14, 9). En esta expresión se
encierra sintéticamente la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que
apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha manifestado su
rostro, es visible en
Jesucristo.
En
todo el Antiguo Testamento está presente el tema de la "búsqueda del rostro de Dios", el anhelo de conocer este
rostro, de ver a Dios como es, se repite 400 veces, de las que 100 se refieren
a Dios, cien veces se refiere y se quiere ver el rostro de Dios. Y, sin
embargo, la religión hebraica, prohibiendo por completo las imágenes, porque
Dios no se puede representar –como hacían los pueblos cercanos con la adoración
de los ídolos, por lo tanto con esta prohibición de imágenes en el Antiguo
Testamento– parece excluir totalmente el "ver" del culto y de la
piedad ¿Qué significa, entonces, para el piadoso israelita, buscar a pesar de
todo el rostro de Dios, aun sabiendo que no puede haber ninguna imagen suya? La
pregunta es importante: por un lado, quiere decir que Dios no puede ser
reducido a un objeto, como una imagen que se puede tomar en la mano, así como
no se puede poner algo en lugar de Dios, y por el otro, se afirma que Dios
tiene un rostro, es decir que es un "Tú", que puede entrar en una
relación, que no está cerrado en su Cielo, mirando desde lo alto a la
humanidad.
Dios
está sin duda por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha,
nos ve, habla, establece alianza, es capaz de amar. La historia de la salvación
es la historia de Dios con la humanidad y la historia de esta relación de Dios,
que se revela progresivamente al hombre, que se hace conocer a sí mismo, su
rostro. El esplendor del rostro divino
es la fuente de la vida, es lo que permite ver la realidad;
la luz de su rostro es la guía de la vida. En el Antiguo Testamento hay una
figura a la que está enlazado de forma muy especial el tema del ‘rostro’ de
Dios. Se trata de Moisés, aquel al que Dios elige para liberar al pueblo de la
esclavitud de Egipto, donarle la Ley de la alianza y guiarlo a la Tierra prometida.
Después
Moisés regresaba al campamento, pero Josué –hijo de Nun, su joven ayudante– no
se apartaba del interior de la tienda. Pues bien, en el capítulo 33 del libro
del Éxodo, se dice que Moisés tenía una relación cercana y confidencial con
Dios: "El Señor conversaba con
Moisés cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo". (v. 11). En
virtud de esta confianza, Moisés pide a Dios: "Muéstrame tu gloria", y la respuesta de Dios es clara: «Haré pasar junto a ti toda mi bondad y
pronunciaré delante de ti el nombre del Señor… Pero tú no podrás ver mi rostro,
porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo…Aquí a mi lado tienes un
lugar… tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro». (Ex. 33,
18-23).
Por
un lado, hay un diálogo cara a cara, como amigos, pero por el otro, hay la
imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la
visión es limitada. Al final, a Dios sólo se le puede seguir, viendo sus
hombros. Algo completamente nuevo sucede, sin embargo, con la Encarnación. La
búsqueda del rostro de Dios recibe un cambio radical increíble, porque ahora se
puede ver este rostro: el de
Jesús , el Hijo de Dios que se hace hombre. En Él se cumple el
camino de la revelación de Dios comenzado con la llamada de Abraham, Él es la
plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, es a la vez "mediador y plenitud de toda la Revelación", y en Él el
contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el
rostro de Dios y nos enseña el nombre de Dios. En la Oración sacerdotal de la
Última Cena, Él le dice al Padre: "He
manifestado tu nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre"
(cf. Jn 17,6.26).