El
“bendecir” es una de las más antiguas tradiciones de la Iglesia. No se trata,
claro, de una costumbre exclusiva del catolicismo. Los bendicionales pertenecen
a una enorme variedad de tradiciones religiosas y culturales. Con distintos
nombres y diversidad de formas, existen rituales y expresiones de bendición en
casi todas las tradiciones religiosas del planeta. Se trata, según parece, de
algo naturalmente asociado a cualquier vínculo con lo sagrado. Y por eso,
seguramente, se observa tanto afecto por las bendiciones de parte de las
mujeres y varones que participan del universo al que llamamos catolicismo
popular.
En
la Biblia se mencionan desde el primero de sus libros. En el mítico relato de
la creación, Dios bendice a los seres vivientes que llenarán las aguas; bendice
al varón y la mujer apenas creados; bendice y consagra al séptimo día… A lo
largo de todo el Antiguo Testamento encontramos numerosas citas que mencionan
esta pluricultural y multisecular costumbre. Dios bendice a las personas y las
personas bendicen a Dios. También las personas bendicen a otras personas: los
patriarcas a sus pueblos, los padres a sus familias, los sacerdotes a los
creyentes. En los Evangelios nos encontramos con Jesús bendiciendo a unos niños
mientras pone sus manos sobre ellos (Mc 10, 13-16); bendiciendo el pan en la
última cena (Mt 26,26), o bendiciendo a sus discípulos
“alzando las manos” en momentos previos de la ascensión (Lc 24,50).
Como
se dijo, las citas bíblicas son cuantiosas. Y aunque todas refieren a una
presencia –actual o anhelada– “particular”
de Dios, es posible distinguir al menos tres tipos de bendiciones: Las
bendiciones que expresan alabanza o agradecimiento dirigidos a Dios. Las
bendiciones que expresan un deseo de bien o felicidad para quien la recibe. Las
bendiciones que expresan la santificación o la dedicación de una persona o cosa
entregada a Dios. Es fácil notar cómo esos tres tipos de bendiciones permanecen
en la actualidad, los tres están incluidos en las liturgias ordinarias y los
últimos dos, suelen ser muy requeridos a los sacerdotes o ministros en el ámbito
del catolicismo popular.
Un
brevísimo repaso por la etimología del vocablo “bendición”, podrá ayudarnos a introducirnos más y mejor en este
asunto. Parece que ninguna de las palabras antiguas expresa por sí sola todo lo
que encierra nuestro actual concepto de bendición. El verbo hebreo barak, tan utilizado en el Antiguo
Testamento y traducido al castellano por “bendecir”,
significaba el deseo de dotar a alguien con el éxito, la prosperidad, la
fecundidad. Ese es el sentido claro que aparece en el Génesis cuando Dios
bendice al varón y a la mujer recién creados. Como puede observarse, su acento
está puesto en el segundo de los tipos de bendiciones mencionados.
Ese
verbo (barak) ha sido traducido por
el griego eulogein cuyo significado
clásico no era estrictamente el de desear el bien, sino el de decir bien,
hablar con elegancia. Finalmente, el eulogein
griego se tradujo al latín por la palabra benedicere
de significado similar: hablar bien; pero no en un sentido estilístico del
lenguaje sino hablar bien de algo o de alguien. El término latino benedictio (bendición) se extendió en el uso eclesiástico hasta comprender no
sólo al barak hebreo sino también a
los otros sentidos con los que hoy utilizamos la palabra bendición. Observemos
que el bendecir una cosa o lugar, no puede significar de modo directo el
desearle el bien, la prosperidad o la felicidad a esa cosa, sino más bien su
consagración en función del bien de quien la utilice. Tampoco el bendecir a
Dios significa desearle el bien – ¿qué sentido tendría?– sino que designa una
actitud de alabanza o de acción de gracias.
Comencemos
a centrarnos en el punto que especialmente nos interesa. ¿Qué piden las
personas cuando piden una bendición? ¿Qué es lo que realmente se les “da”
cuando se las bendice? Habría que distinguir, ciertamente, entre la bendición
de personas y la bendición de objetos; aunque para ambos casos cabría el mismo
interrogante: ¿qué realidad nueva o, si se quiere, qué “plus” de realidad le
otorga una bendición al objeto o persona bendecida? ¿Le confiere, objetivamente
hablando, alguna característica que antes no tenía? Pero no nos adelantemos,
volvamos a la pregunta inicial: ¿qué piden las personas cuando piden una
bendición?
Aún
sin contar con un trabajo de campo sistematizado, parece razonable afirmar que
ese pedido responde al anhelo de experimentarse especialmente protegidas o
cuidadas por Dios. Las personas bendecidas, entonces, estarían en mejores
condiciones que las no bendecidas para enfrentar tanto las vicisitudes de la
vida diaria como algún hecho extraordinario o particular que tengan por
delante: salir de viaje, someterse a una operación, asistir a una entrevista de
trabajo, ir de misión. Algo similar parece ocurrir con la bendición de los
objetos religiosos, así como con las viviendas, los comercios, los automóviles
u otros bienes por el estilo. Tener una estampa, una medalla o un rosario
bendecidos, no es lo mismo que tenerlos sin bendecir. Parece que estos objetos
bendecidos poseen una mayor cercanía con lo divino, pasan a tener una dignidad
diferencial que los convierte en instrumentos privilegiados de mediación con
Dios. Esto, claro, en el mejor de los casos –que intuyo son la mayoría–; en
otros, la bendición de un objeto lo lleva un poco más lejos, lo conduce a
transformarlo en elemento de protección personal, algo no muy distinto a un
amuleto o talismán. Claro que con una diferencia importante. Su calidad “protectora”
no le viene de algún relato mítico-cultural, como en la pata de conejo, sino
del mismísimo Dios.
Podemos
decir, en breve e inicial síntesis, que quien pide una bendición, está
anhelando situarse en una mayor inmediatez personal con Dios que la que antes
tenía. Tal inmediatez diferencial, ciertamente, ofrecería un mayor estado de
amparo y protección. Veamos ahora qué es lo que a las personas se le “da”
cuando se las bendice.
Fuente:
Revista
Vida Pastoral