Podemos
decir, en breve e inicial síntesis, que quien pide una bendición, está
anhelando situarse en una mayor inmediatez personal con Dios que la que antes
tenía. Tal inmediatez diferencial, ciertamente, ofrecería un mayor estado de
amparo y protección. Veamos ahora qué es lo que a las personas se le “da”
cuando se las bendice.
Más
allá de las expresiones particulares que utilice el ministro, lo que en todos los casos está
haciendo, es invocando la
protección de Dios para la persona o conjunto de personas a las que bendice. “Toda bendición es alabanza de Dios y
oración para obtener sus dones…” (Catecismo de la Iglesia católica, 1671).
Tenemos en claro, por tanto, que el ministro no confiere ningún don especial a
la persona u objeto por él bendecida. No es portador de ningún poder particular
que pueda ser transferido mediante el acto propio de la bendición. Así, lo que
efectivamente se le da a la persona que se bendice, no es ninguna cosa que se
la añada a su ser desde el exterior, nada que –objetivamente– se le agregue o
modifique. Otra cosa es que, desde la subjetividad de la persona, ésta pase a
experimentarse más cerca y cuidada por Dios que antes de ser bendecida.
Ocurre
lo mismo con los objetos religiosos o de otro tipo (viviendas, automóviles…).
Nada se les incorpora ni se metamorfosean. Siguen siendo idénticos a lo que
eran antes de ser bendecidos. Lo que sí puede modificarse es el tipo de
relación de las personas con esos objetos. Hasta aquí no hice más que
sintetizar, y de modo muy escueto, algunas consideraciones genéricas sobre las
bendiciones. Me interesa ahora avanzar sobre otras de tipo pastoral. Como ya
dijimos, y como bien sabemos, en el universo del catolicismo popular existe un
enorme afecto por las bendiciones. Tal afecto, ha conducido a que en la pastoral popular en
general (peregrinaciones, celebraciones…), y en la de los santuarios en
particular, las liturgias bendicionales se hayan convertido poco menos que en
su centro.
Esta
centralidad de las bendiciones resulta más que razonable: es lo que la gente va
a buscar y es lo que se les ofrece. Ponerse en línea con el sentir popular es
lo primordial en una
pastoral destinada a ese sector. Sin embargo, anida la
sospecha que esta misma voluntad por sintonizar con el deseo de la gente, puede
estar promoviendo una concepción desajustada sobre los “efectos” de las
bendiciones y, por tanto, sobre la asistencia divina. Lo propio del talante
popular es el lenguaje simbólico. Sin expresarlo en conceptos, los más
sencillos (los de fe sencilla) saben que la bendición es un símbolo. En la
bendición, o en las cosas benditas, descubren de modo peculiar la presencia del
Dios con el que conviven. No esperan que la bendición los haga más buenos, ni
más felices, ni más ricos, ni más sanos, ni más prolíficos. Es un dato vivido
de la realidad, que el pobre bendecido sigue siendo pobre por más agua bendita
que reciba. Si el estado de injusticia en el que viven las tres cuartas partes
de la humanidad dependiese de que esas personas reciban bendición alguna, dos
cosas quedarían muy claras: primero que la solución de la pobreza la tenemos en
la mano, y segundo, que el Dios en el que creemos no es tan bueno como decimos.
Vale
decir entonces, que en la generalidad del catolicismo popular (aunque hay casos
y casos), no se espera que la bendición aporte un plus exógeno de realidad, un
don divino que trastoque el curso de su historia personal haciéndolo más bueno,
con más vitalidad o más rico, aunque se sueñe con ello. Se sabe, con sabiduría
existencial, que la bendición es una manifestación externa y ocasional del
querer eterno de Dios para
todos sus hijos: que sean prósperos, felices, sanos y
fecundos. La hipótesis de que la humanidad se encuentra en un cambio de época,
parece instalada definitivamente. A estas alturas, ya se ha convertido poco
menos que en “lugar común” no sólo entre investigadores sociales sino en los
mismos documentos de la Iglesia (véase,
por ejemplo, Aparecida, 44 y siguiente). El que se hable tanto de ello, sin
embargo, no ha implicado hasta el momento la producción de significativas
pautas pastorales específicas que tengan este dato en consideración. En lo que
sí se suele hacer hincapié, es
en la necesidad de contrastar con discursos y acciones
misionales-evangelizadoras, los elementos que se describen como negativos de la
cultura emergente. En especial, a todo lo que involucra el denominado relativismo
ético y/o religioso.
Los
símbolos, en cuanto a objetos, gestos o relatos, no desaparecen por completo,
pero tienden a perder su carácter específico, el simbólico. Se produce una
especial distorsión en su dimensión pragmática, es decir, en el uso y la
actitud del sujeto (personal o colectivo) con relación a ellos. Cuando esta
actitud no es de apertura, cuando no permite trascender al objeto-símbolo en
cuanto tal, se lo cierra sobre sí mismo y se lo absolutiza: pasa de símbolo a
cosa. Llegados a este punto, o se lo rechaza por absurdo al identificarlo como
un fetiche o, por reacción y celo religioso (crítica al relativismo), se le
otorga un valor desmesurado más o menos próximo al fetiche que se pretende
criticar. Y esto no se produce sólo en el ámbito eclesiástico-institucional,
sino también en el eclesial-popular. Nada de esto es nuevo. Ha ocurrido en
todas las épocas y lugares. Sin embargo, parece que en los tiempos llamados
axiales, tiempos de transformaciones culturales profundas en los que emergen
paradigmas alternativos para suplir a los que se agotan, esta distorsión del
universo simbólico se produce de un modo mucho más intenso.
Pero
volviendo a las bendiciones: ellas explicitan, hacen patente, ponen de
manifiesto de modo sensible y en momentos extraordinarios (que pueden ser
muchísimos y de lo más variados), la presencia ordinaria, habitual y creadora
de Dios. Es esa explicitación simbólica la que favorece el recuerdo (entendido
como un volver a lo que ya está en el corazón) de aquella presencia creadora
que recién mencionamos, y es eso lo que fortalece, lo que anima, lo que provoca
la experiencia subjetiva de una particular protección de Dios. Es como el
abrazo que le da el hijo pequeño a su madre; manifestación sensible de un amor
que trasciende a ese abrazo y que, aunque no haga más grande al amor que ya
existe, lo fortalece en la experiencia existencial del niño. El cómo hacerlas,
dependerá de cada lugar y contexto; pero en todos los casos habrá que velar por su
no-cosificación, que este símbolo –tan apreciado por las personas de fe
sencilla– pueda seguir siendo un símbolo.
Fuente:
Revista
Vida Pastoral