El
saludo del ángel a María es
una invitación a la alegría, a una alegría profunda, anuncia el fin de la
tristeza que hay en el mundo frente al final de la vida, al sufrimiento, a la
muerte, al mal, a la oscuridad del mal que parece oscurecer la luz de la bondad
divina. Es un saludo que marca el comienzo del Evangelio, la Buena Nueva.
¿Pero
por qué María es
invitada a alegrarse de esta manera? La respuesta está en la segunda parte del
saludo: "El Señor está contigo". También aquí, con el fin de
comprender bien el significado de la expresión debemos recurrir al Antiguo
Testamento. En el libro de Sofonías encontramos esta expresión: "¡Grita de alegría, hija de Sión!... El
Rey de Israel, el Señor, está en
medio de ti... ¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero
victorioso!" (3,14-17). En estas palabras hay una doble promesa hecha
a Israel, a la hija de Sión: Dios vendrá como un salvador y habitará en medio de su pueblo, en el
vientre de la hija de Sión. En el diálogo entre el ángel y María se realiza
exactamente esta promesa: María se identifica con el pueblo desposado con Dios,
es en realidad la hija de Sión en persona; en ella se cumple la espera de la
venida definitiva de Dios, en ella habita el Dios vivo.
En
el saludo del ángel, María es
llamada "llena de gracia";
en griego el término "gracia",
charis, tiene la misma raíz
lingüística de la palabra "alegría".
Incluso en esta expresión se aclara aún más la fuente de la alegría de María:
la alegría proviene de la gracia, que viene de la comunión con Dios, de tener
una relación tan vital con Él, de ser morada del Espíritu Santo, totalmente
modelada por la acción de Dios. María
es la criatura que de una manera única ha abierto la puerta a
su Creador, se ha puesto en sus manos, sin límites. Ella vive totalmente de la
y en la relación con el Señor; es una actitud de escucha, atenta a reconocer
los signos de Dios en el camino de su pueblo; se inserta en una historia de fe
y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su
existencia. Y se somete libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina
en la obediencia de la fe.
Lucas
narra la historia de María a través de un buen paralelismo con la historia de
Abraham. Así como el gran patriarca fue el padre de los creyentes, que
ha respondido al llamado de Dios a salir de la tierra en la que vivía, de
su seguridad, para iniciar el viaje hacia una tierra desconocida y poseída solo por la promesa
divina, así María confía plenamente en la palabra que le anuncia el mensajero
de Dios y se convierte en un modelo y madre de todos los creyentes.
La
apertura del alma a Dios y a su acción en la fe, también incluye el elemento de
la oscuridad. La relación del ser humano con Dios no anula la distancia entre
el Creador y la criatura, no elimina lo que el apóstol Pablo dijo ante la
profundidad de la sabiduría de Dios, "¡Cuán
insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!" (Rm. 11,
33). Pero así aquel –que como María--, está abierto de modo total a Dios, llega
a aceptar la voluntad de Dios, aún si es misteriosa, a pesar de que a menudo no
corresponde a la propia voluntad y es una espada que atraviesa el alma, como
proféticamente lo dirá el viejo Simeón a María, en el momento en que Jesús es presentado en el
Templo (cf. Lc. 2,35).
El
camino de fe de Abraham incluye el momento de la alegría por el don de su hijo Isaac, pero
también un momento de oscuridad, cuando tiene que subir al monte Moria para
cumplir con un gesto paradójico: Dios le pidió que sacrificara al hijo que le
acababa de dar. En el monte el ángel le dice: "No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora
ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu único hijo"
(Gen. 22,12); la plena confianza de Abraham en el Dios fiel a su promesa existe
incluso cuando su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible de aceptar.
Lo mismo sucede con María, su fe vive la alegría de la Anunciación, pero
también pasa a través de la oscuridad de la crucifixión del Hijo, a fin de
llegar hasta la luz de la Resurrección.
No
es diferente para el
camino de fe de cada uno de nosotros: encontramos momentos de luz, pero también
encontramos pasajes en los que Dios parece ausente, su silencio pesa sobre
nuestro corazón y su voluntad no se corresponde con la nuestra, con aquello que
nos gustaría. Pero cuanto más nos abrimos a Dios, recibimos el don de la fe, ponemos nuestra
confianza en Él por completo --como Abraham y como María--, tanto más Él nos
hace capaces, con su presencia, de vivir cada situación de la vida en paz y
garantía de su lealtad y de su amor. Pero esto significa salir de sí mismos y
de los propios proyectos, porque la Palabra de Dios es lámpara que guía
nuestros pensamientos y nuestras acciones.
María
y José traen a su hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo y consagrarlo
al Señor como es requerido por la ley de Moisés: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor" (Lc. 2,
22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido más profundo si lo
leemos a la luz de la ciencia evangélica del Jesús de doce años que, después de
tres días de búsqueda, se le encuentra en el templo discutiendo entre los
maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y José: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?
Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando", corresponde la
misteriosa respuesta de Jesús: "¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo
debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc. 2,48-49). Es decir, en la
propiedad del Padre, en la casa del Padre, como lo está un hijo. María debe
renovar la fe profunda con la que dijo "sí"
en la Anunciación; debe aceptar que la precedencia la tiene el verdadero Padre de Jesús ; debe ser
capaz de dejar libre a ese Hijo que ha concebido para que siga con su misión. Y
el "sí" de María a la voluntad
de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta
el momento más difícil, el de la Cruz.
Frente
a todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo ha podido vivir de esta manera María
junto a su Hijo, con una fe tan fuerte, incluso en la oscuridad, sin perder la
confianza plena en la acción de Dios? Hay una actitud de fondo que María asume
frente a lo que le está sucediendo en su vida. En la Anunciación, ella se
siente turbada al oír las palabras del ángel -es el temor que siente el hombre
cuando es tocado por la cercanía de Dios-, pero no es la actitud de quien tiene
temor ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el
significado de tal saludo (cf. Lc. 1,29). La palabra griega que se usa en el
Evangelio para definir este "reflexionar", "dielogizeto",
se refiere a la raíz de la palabra "diálogo".
Esto
significa que María entra en un diálogo íntimo con la Palabra de Dios que le ha
sido anunciada, no la tiene por superficial, sino la profundiza, la deja penetrar
en su mente y en su corazón para entender lo que el Señor quiere de ella, el
sentido del anuncio. Otra referencia sobre la actitud interior de María frente
a la acción de Dios la encontramos, siempre en el evangelio de san Lucas , en el momento
del nacimiento de Jesús, después de la adoración de los pastores. Se dice que
María "guardaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón" (Lc, 2,19); el término griego es symballon, podríamos decir que Ella "unía", "juntaba"
en su corazón todos los eventos que le iban sucediendo; ponía cada elemento,
cada palabra, cada hecho dentro del todo y lo comparaba, los conservaba,
reconociendo que todo proviene de la voluntad de Dios.
María
no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que sucede en su
vida, sino que sabe mirar en lo profundo, se deja interrogar por los
acontecimientos, los procesa, los discierne, y adquiere aquella comprensión que
solo la fe puede garantizarle. Y la humildad profunda de la fe obediente de
María, que acoge dentro de sí misma incluso aquello que no comprende de la
acción de Dios, dejando que sea Dios quien abra su mente y su corazón. "Feliz de ti por haber creído que se
cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor" (Lc. 1,45),
exclama la pariente Isabel. Es por su fe que todas las generaciones la llamarán
bienaventurada.