Una
gran parte de su vida y de su tiempo, Jesús la dedicó a hacer milagros. Los
Evangelios consagran un amplio espacio a ellos. En Marcos, por ejemplo, de los
489 versículos que cuentan su vida pública, casi la mitad son narraciones de
milagros. Pero si quisiéramos enumerarlos a todos, nos resultaría muy difícil.
En una primera lectura, podemos descubrir que en Marcos hay 18 milagros, en
Mateo 20 y en Lucas 20. Pero ésta es sólo una observación aparente, porque si leemos
con más cuidado descubrimos que en varios lugares del Evangelio hay pequeños
resúmenes de su actividad milagrosa, que dicen por ejemplo: “Le
trajeron todos los enfermos y endemoniados (de Cafarnaúm)... y Jesús sanó a
muchos enfermos y expulsó a muchos demonios” (Mc 1,32-34). Y no sólo
curaba en Cafarnaúm, sino que “recorría toda Galilea predicando en sus
sinagogas y expulsando los demonios” (Mc 1,39). Hasta venían enfermos del
extranjero, porque “su fama llegó a toda Siria, y le traían todos los pacientes
aquejados de enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y
paralíticos, y los curó” (Mt 4,24).
Sin
embargo, el Evangelio de Juan no parece pensar lo mismo. En él, la actividad
milagrosa de Jesús aparece muy reducida. Juan narra únicamente 7 milagros de
Jesús. Debido a que este Evangelio es altamente simbólico, no parece ser
casualidad que el autor emplee esa cifra, puesto que en la Biblia el número 7
significa “perfección”, “excelencia”. Pero el autor del Evangelio no sólo narra
7 milagros sino que quiere que nos demos cuenta de ello. Por eso al final del
primero dice: “Éste es el primero de sus signos (o milagros), y lo hizo Jesús en Caná
de Galilea” (2,11). Después del segundo dice: “Éste fue el segundo signo (o
milagro) que realizó Jesús” (4,54). O sea, es como si nos invitara a ir
enumerándolos a medida que los va narrando, para que descubramos que son 7.
Estos
7 milagros, seleccionados cuidadosamente por Juan, son: 1) Las bodas de Caná
(2,1-11), 2) La curación del hijo de un funcionario real (4,43-54), 3) La
curación del enfermo de la piscina de Bezatá (5,1-18), 4) La multiplicación de
los panes (6,1-15), 5) La caminata sobre las aguas (6,16-21), 6) La curación
del ciego de nacimiento (9,1-7), y 7) La resurrección de Lázaro (11,1-44). Es
cierto que existe un octavo milagro: la “segunda pesca milagrosa” (21,1-6).
Pero hoy los exégetas sostienen que el capítulo 21 no pertenece al autor del
Evangelio de Juan, sino que se trata de un apéndice añadido posteriormente por
otra mano. Por eso los biblistas no lo cuentan entre los milagros del autor
original, que deben seguir considerándose 7. No es que Juan creyera
realmente que Jesús había hecho sólo 7 milagros. Al final de su Evangelio él
mismo aclara: “Jesús realizó muchos otros signos, que no están escritos en este
libro” (20,30). Sin embargo, quiso relatar únicamente 7. Y ni siquiera
quiso incluir esos pequeños resúmenes de curaciones que traían los otros tres
Evangelios, para no salirse del marco de ese número.
¿Por
qué entonces, si Juan sabía que Jesús había hecho muchos milagros, sólo cuenta
7? La respuesta, y la clave de todo, está en el diferente concepto de milagro
que tiene Juan. En los otros tres Evangelios, llamados sinópticos, Jesús hace
milagros por compasión a la gente. Por eso dicen que Jesús “sintiendo lástima” curó
al leproso (Mc 1,41); “sintiendo pena” multiplicó los
panes a la gente hambrienta (Mt 15,32); “movido por la compasión” curó a los
enfermos (Mt 14,14); “mirando la fe” de sus amigos sanó
al paralítico (Lc 5,20). Obrando de esta manera, Jesús revelaba que estaba
cerca el Reino de Dios. Un Reino donde ya no habría afligidos, ni hambrientos,
ni desfavorecidos, porque había surgido una nueva comunidad cristiana que tenía a Dios por
Rey. Los milagros, por lo tanto, eran la señal del nuevo mundo que estaba
surgiendo, de la nueva
situación que Jesús inauguraba en favor de los más pobres, y en la que todos
los creyentes hoy debemos embarcarnos y comprometernos.
Jesús
hacía milagros para mostrar su gran poder, y aclarar así que nada ni nadie
podrá oponerse a su proyecto de instaurar el Reino de Dios en la tierra. Por
eso, estos tres Evangelios para decir “milagro”
emplean el término griego dynamis,
que significa “hecho de poder”, “acto poderoso”, porque lo que Jesús hacía,
con sus milagros, era mostrar el gran poder que había aparecido con él, y que
estaba cambiando al mundo. En cambio en el Cuarto Evangelio, Jesús no hace
milagros por compasión. No es el sufrimiento y el dolor de la gente lo que lo
mueven a realizar sus actos prodigiosos. No busca tampoco mostrar su poder, ni
anunciar la llegada del Reino de Dios. ¿Entonces qué busca Jesús con sus
milagros en el Evangelio de Juan? Busca predicarse a sí mismo, contar quién es
Él. Cada milagro que hace es para revelar algún aspecto o faceta de su persona,
de su intimidad. Los milagros son las piezas de un rompecabezas que los oyentes
de Jesús tienen que reconstruir, y cuyo resultado es la figura completa de
Jesús.
Este
diferente significado explica algunas características propias que tienen los milagros
en el Cuarto Evangelio. En primer lugar, el hecho de que sólo sean 7. Porque al
tratarse de representaciones de la persona misma de Jesús, tenían que ser 7 para representarlo de manera
perfecta. En segundo lugar, así se explica el que los milagros de Jesús en Juan siempre
incluyan algún detalle extraordinario, algún “plus”, algún rasgo que muestre lo
excepcional del hecho. Quizás esto responda a que, en el sermón de la última
cena, Jesús había afirmado haber hecho “obras que ningún otro ha hecho” (Jn
15,24). Así, en las bodas de Caná, los litros de agua que Jesús convierte en
vino son 600, una cantidad desorbitada para la fiesta de un pueblito.
En
la curación del hijo del funcionario real, se subraya la gran distancia a la
que Jesús lo cura; en los otros Evangelios Jesús también había curado a la
distancia, como a la hijita de la cananea (Mc 7,24-30), o al criado del
centurión (Mt 8,5-13); pero eran curaciones realizadas a metros de distancia;
en cambio en Juan el
milagro ocurre a 35
kilómetros de donde está Jesús. En la curación del
paralítico de Bezatá, se resalta la gran cantidad de tiempo que el hombre
llevaba enfermo: 38 años. En los sinópticos, la persona que cura Jesús con más
años de enfermedad es una mujer encorvada, que llevaba 18 años enferma (Lc
13,10-13). En la multiplicación de los panes, Juan es el único que dice que
Jesús pregunta a sus discípulos cómo dar de comer a la multitud, pero sólo para
probarlos “porque él sabía lo que iba a hacer”, recalcando así que Jesús
lo sabe todo, porque es de condición divina.
En
el milagro en el que camina sobre las aguas, Juan añade el detalle de que,
aunque la barca
con los discípulos se hallaba azotada por el viento en medio del lago, apenas
Jesús llegó hasta ellos sobre las aguas, la barca tocó tierra en el lugar exacto a
donde se dirigían. En la curación del ciego, se agrega la particularidad de que
era un ciego de nacimiento, único caso en todos los Evangelios. Finalmente, en la
resurrección de Lázaro, el muerto llevaba cuatro días enterrado, mientras que
en las resurrecciones que cuentan los otros evangelistas se trata de personas
que hacía algunas horas que habían muerto. En tercer lugar, así se explica el hecho
de que Juan nunca los llame “milagros”,
como los hacen los otros Evangelios, sino “signos”
(en griego, seméia). Porque mientras
los otros Evangelios pretendían mostrar que Jesús realizaba “hechos poderosos” (o sea, milagros),
capaces de erradicar el mal, la enfermedad y el sufrimiento del mundo, Juan
quiere mostrar que Jesús realizaba hechos “reveladores”. Sus milagros no eran
tanto para ayudar a la gente, como para mostrar su interior. No
los hacía para salvar, sino para catequizar. No revelaban su poder,
sino su persona. Por eso, a la hora de elegir un nombre, Juan prefirió
llamarlos “signos”. Porque un signo es algo que no tiene valor por sí
mismo sino por lo que representa, es una señal de algo que está más allá.
Ariel
Álvarez Valdez
Biblista