A lo largo
de su brillante carrera, sir Winston Leonard Spencer Churchill fue
sucesivamente el hombre más popular y el más criticado de Inglaterra, y a veces
ambas cosas al mismo tiempo. Considerado el último de los grandes estadistas, siempre
será recordado por su rara habilidad para predecir los acontecimientos futuros,
lo que en ocasiones se convirtió en una pesada carga para sus compatriotas.
Durante
años, Churchill fue algo así como la voz de la conciencia de su país, una voz
que sacudía los espíritus y les insuflaba grandes dosis de energía y valor. Su
genio polifacético, además de llevarlo a conquistar la inmortalidad en el mundo
de la política, lo hizo destacar como historiador, biógrafo, orador,
corresponsal de guerra y bebedor de coñac, y en un plano más modesto como
pintor, albañil, novelista, aviador, jugador de polo, soldado y propietario de
caballerías.
Churchill
fracasó dos veces consecutivas en los exámenes de ingreso en la Academia
Militar de Sandhurst. Sin embargo, una vez entró en la institución se operó en
él un cambio radical. Su proverbial testarudez, su resolución y su espíritu
indomable no lo abandonaron, pero la costumbre de disentir caprichosamente de
todo comenzó a desaparecer. Trabajaba con empeño, era aplicado y serio en las
clases y muy pronto se destacó entre los alumnos de su nivel.
No
obstante, la vida militar no tardó en cansarlo. Renunció a ella para dedicarse
a la política y se afilió al Partido Conservador en 1898, presentándose a las
elecciones un año después. Al no obtener el acta de diputado por escaso margen,
Churchill se trasladó a África del Sur como corresponsal del Morning Post en la
guerra de los bóers.
Allí fue
hecho prisionero y trasladado a Pretoria, pero consiguió escapar y regresó a
Londres convertido en un héroe popular: por primera vez, su nombre saltó a las
portadas de los periódicos, pues había recorrido en su huida más de
cuatrocientos kilómetros, afrontando un sinfín de peligros con extraordinaria
sangre fría. No es de extrañar, pues, que consiguiese un escaño en las
elecciones celebradas con el cambio de siglo y que, recién cumplidos los
veintiséis años, pudiese iniciar una fulgurante carrera política.
Tras ser
designado subsecretario de Colonias y ministro de Comercio en un gobierno liberal,
Churchill previó con extraordinaria exactitud los acontecimientos que
desencadenaron la Primera Guerra Mundial y el curso que siguió la contienda en
su primera etapa. Sus profecías, consideradas disparatadas por los militares,
se convirtieron en realidad y sorprendieron a todos por la clarividencia con
que habían sido formuladas.
Churchill
fue nombrado lord del Almirantazgo y se embarcó inmediatamente en una profunda
reorganización del ejército de su país. Primero se propuso hacer de la armada
británica la primera del mundo, cambiando el carbón por petróleo como
combustible de la flota y ordenando la instalación en todas las unidades de
cañones de gran calibre. Luego puso en marcha la creación de un arma aérea y,
por último, decidido a contrarrestar el temible poderío alemán, impulsó la
construcción de los primeros "acorazados
terrestres", consiguiendo que el tanque sea ser considerado
imprescindible como instrumento bélico.
Era una
época de decadencia económica, inquietud, descontento laboral y aparatosas
huelgas, y el conservadurismo obstinado de que hacía gala no contentó ni
siquiera a sus propios colegas. En una palabra, todo el mundo estaba cansado de
él y su popularidad descendió a cotas inimaginables años antes. Entre 1929 y
1939, Churchill se apartó voluntariamente de la política y se dedicó
principalmente a escribir y a cultivar su afición por la pintura bajo el
seudónimo de Charles Morin. "Si este hombre fuese pintor de oficio
dijo en una ocasión Picasso, podría ganarse muy bien la vida."
Tras la
firma en 1938 del Acuerdo de Munich, en el que Gran Bretaña y Francia cedieron
ante el poderío alemán, la gente se dio cuenta nuevamente de que Churchill
había tenido razón desde el principio. Hubo una docena de ocasiones en las que
hubiera sido posible detener a Hitler sin derramamiento de sangre, según
afirmarían después los expertos. En cada una de ellas, Churchill abogó
ardorosamente por la acción. El 1 de septiembre de 1939, el ejército nazi entró
con centelleante precisión en Polonia; dos días después, Francia e Inglaterra
declararon la guerra a Alemania y, por la noche, Churchill fue llamado a
desempeñar su antiguo cargo en el Almirantazgo. Todas las unidades de la flota
recibieron por radio el mismo mensaje: "Winston ha vuelto con nosotros."
Los mismos
diputados que una semana antes lo combatían con saña, lo aclamaron puestos en
pie cuando hizo su entrada en el Parlamento. Pero aquella era una hora amarga
para la historia del Reino. La nación estaba mal preparada para la guerra,
tanto material como psicológicamente. Por eso, cuando fue nombrado primer
ministro el 10 de mayo de 1940, Churchill pronunció una conmovedora arenga en
la que afirmó no poder ofrecer más que "sangre, sudor y lágrimas"
a sus conciudadanos.
El pueblo
británico aceptó el reto y convirtió tan terrible frase en un verdadero lema
popular durante seis años; su contribución a la victoria iba a ser decisiva.
Churchill consiguió mantener la moral en el interior y en el exterior mediante
sus discursos, ejerciendo una influencia casi hipnótica en todos los británicos.
Formó un
gobierno de concentración nacional, que le aseguró la colaboración de sus
adversarios políticos, y creó el ministerio de Defensa para una mejor
dirección del esfuerzo bélico. Cuando la Unión Soviética firmó un pacto de no
agresión con Alemania, y mientras los Estados Unidos seguían proclamando su
inamovible neutralidad, Churchill convocó una reunión de su gabinete y con
excelente humor dijo: "Bien, señores, estamos solos. Por mi
parte, encuentro la situación en extremo estimulante"
Por
supuesto, Churchill hizo todo lo posible para que ambas potencias entrasen en
la guerra, lo que consiguió en breve tiempo. Durante interminables jornadas,
dirigió las operaciones trabajando entre dieciséis y dieciocho horas diarias,
transmitiendo a todos su vigor y contagiándoles su energía y optimismo.
Por fin, el día de la victoria aliada, se
dirigió de nuevo al Parlamento y al entrar fue objeto de la más tumultuosa
ovación que registra la historia de la asamblea. Los diputados olvidaron todas
las formalidades rituales y se subieron a los escaños, gritando y sacudiendo
periódicos. Churchill permaneció en pie a la cabecera del banco ministerial,
mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas y sus manos se aferraban
temblorosas a su sombrero.
A pesar de
la enorme popularidad alcanzada durante la guerra, dos meses después el voto de
los ingleses lo depuso de su cargo. Churchill continuó en el Parlamento y se
erigió en jefe de la oposición. En un discurso pronunciado en marzo de 1946
popularizó el término "telón de
acero" y algunos meses después hizo un llamamiento para impulsar la
creación de los Estados Unidos de Europa.
Tras el
triunfo de los conservadores en 1951 volvió a ser primer ministro, y dos años
después fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura por sus Memorias
sobre la Segunda Guerra Mundial. Alegando razones de edad, presentó la dimisión
en abril de 1955, después de ser nombrado Caballero de la Jarretera por la
reina Isabel II y de rechazar un título nobiliario a fin de permanecer como
diputado en la Cámara de los Comunes.
Reelegido
en 1959, ya no se presentó a las elecciones de 1964. No obstante, su figura
siguió pesando sobre la vida política y sus consejos continuaron orientando a
quienes rigieron después de él los destinos del Reino Unido. El pueblo había
visto en Churchill la personificación de lo más noble de su historia y de las
más hermosas cualidades de su raza, por eso no cesó de aclamarlo como su héroe
hasta su muerte, acaecida el 24 de enero de 1965.