El
nombre de Sefarad, como es denominada España en lengua hebrea, despierta en
gentes de Estambul o de Nueva York, de Sofía o de Caracas, el vago recuerdo de
una casa abandonada precipitadamente bajo la noche. Por eso muchas de estas
gentes, descendientes de los judíos españoles expulsados en 1492, conservan las
viejas llaves de los hogares de sus antepasados en España. Se ha escrito que
jamás una nación ha tenido unos hijos tan fieles como ellos, que después de
quinientos años de exilio siguen llamándose «sefardíes» (españoles) y mantienen
celosamente el idioma y las costumbres de sus orígenes. En la cocina y en los
lances de amor, en las fiestas y en las ceremonias religiosas, los sefardíes
viven todavía la melancolía de ser españoles.
El
problema que planteaban los sefarditas hace quienientos años se aplazó con su
expulsión, considerada por muchos una de las causas del declive del esplendor
que en muchos campos había vivido España hasta entonces. La economía, la
ciencia y la cultura, donde resonaban desde el siglo X los nombres de
Maimónides, Salomón Ibn Gabirol, Judá Halevi, o tantos otros pensadores,
científicos y poetas, pagaron su precio por las pretensiones unificadoras.
Las
cifras sobre los sefardíes que abandonaron España en el año del Descubrimiento
oscilan entre los cien mil y los cuatrocientos mil. Sus primeros destinos
fueron el Norte de África y Portugal. Más tarde se dispersarían por toda la
cuenca del Mediterráneo, creando grandes comunidades en los Balcanes y Asia
Menor. El Nuevo Mundo atrajo también a los sefardíes, que desempeñaron un
importante papel en la colonización de algunos países, como Brasil. En nuestro
siglo, las dos guerras mundiales, la persecución nazi y la creación del Estado
de Israel fueron elementos decisivos en el último proceso de la diáspora
sefardí.
El
gran peso de los sefardíes en la comunidad judía internacional ha motivado la
incorporación de los judíos no sefardíes bajo esta denominación. Teniendo en
cuenta a estos últimos, que han asimilado las costumbres sefardíes sin tener
nexo histórico con los judíos expulsados de España, algunos cálculos hablan de
una comunidad sefardí de entre cuatro y cinco millones de personas. En París
está la sede de la Federación Mundial Sefardita, a la que están incorporadas
asociaciones sefardíes de todo el mundo.
Los
sefardíes luchan hoy por preservar su identidad frente al proceso de homogeneización
cultural, que afecta principalmente a su idioma, donde se mantiene viva la
memoria de sus raíces. El judeo-español, un castellano anterior a las reglas
fonéticas y ortográficas del Siglo de Oro con mezcla de hebreo y otras lenguas,
ya no lo hablan los jóvenes, aunque son capaces de entenderlo. En los últimos
años se han realizado algunos esfuerzos por mantener la lengua e intentar que
no quede reducida al ámbito familiar o a las personas de mayor edad.
Durante
quince siglos, desarrolló el pueblo sefardí una cultura en España que fue la
más importante en el mundo en su época para luego verse suprimida de un plumazo
con la cruel expulsión de 1492. A lo largo de la historia, los judíos fueron
expulsados de varios países de Europa, pero en ningún otro caso el impacto
llegó a dejar en la conciencia colectiva del pueblo un impacto tan profundo y
unos recuerdos tan arraigados como el drama de 1492. Esto puede sólo explicarse
por la especial intensidad de la vida judía en España y por el carácter único
del acervo de sus tradiciones y legado cultural.
La
manifestación más genuina del judeo-español la constituye el romancero, medi de
expresión popular-literaria y religiosa, a menudo ligada a la nostalgia de la
patria perdida. La creación folclórica abarca los más variados aspectos del
canto, la danza, la leyenda, el refrán, la «conseja» (cuento), el chiste, la
creencia supersticiosa, la tradición del homno religioso y así sucesivamente.
La
creación folklórica sefardí, en oposición a la nota pesimista ashkenasí, abre
una espaciosa ventana hacia el gran mundo, canta el amor, las hazañas
caballerescas, el goce de la vida, la existencia placentera, la belleza de la
naturaleza. Si canta tristeza es porque a menudo los desastres y las
desgracias, las guerras y las persecuciones asolan a su pueblo, pero en regla
general, el optimismo y la esperanza, valores anímicos típicamente sefardíes,
inspiran su creación.
Tuvieron
que transcurrir varias décadas para llegar al punto en el que nos encontramos
hoy, el de una España democrática, que asume su pasado, porque la historia no
se puede cambiar, pero que está firmemente decidido a emprender una nueva etapa
de convivencia y a ahondar en sus enriquecedoras raíces judías para construir
una España mejor, una España que mira confiada al futuro sin olvidar las lecciones
de su trayectoria pasada.