martes, 27 de enero de 2015

¿Cómo hizo Moisés para contar su propia muerte? - Segunda Parte

Durante siglos los lectores de la Biblia se preguntaron: ¿cómo hizo Moisés, autor de los cinco primeros libros bíblicos, para contar en el capítulo 34 del Deuteronomio su propia muerte? ¿Cómo se enteró del día, lugar y hora en que iba a fallecer, del duelo que harían los israelitas por él, y de los futuros detalles de su sepultura?

La pregunta era obligada, porque uno de los dogmas más firmes entre los estudiosos bíblicos fue, durante mucho tiempo, que Moisés era el autor del Deuteronomio. Sin embargo hoy ningún biblista serio piensa así. La misma Iglesia Católica ha abandonado ya esta postura, gracias a los hallazgos de las últimas décadas. ¿Quién escribió, entonces, el Deuteronomio, cuarto libro de la Biblia y uno de los más sagrados de todo el Antiguo Testamento?

Como mencionáramos en el programa anterior, con estos descubrimientos a mano, sólo faltaba alguien que pudiera hacer una síntesis y presentar una hipótesis satisfactoria. Entonces apareció en escena un genial pensador llamado JULIO WELLHAUSEN. Este protestante alemán recogió los datos nuevos que habían ido apareciendo, les dio mayor precisión científica, logró ponerles fecha, y en 1878 estuvo en condiciones de presentar, por primera vez, su nueva hipótesis que lo consagrará para siempre ante el mundo: la "teoría de los cuatro documentos", llamada también, en homenaje a él, "TEORÍA WELLHAUSENIANA". Según ésta, el Pentateuco no sería obra de Moisés sino el resultado de una compilación de cuatro escritos, que en un principio eran independientes y que luego se fusionaron en uno solo.

¿Cómo nacieron estos cuatro documentos, y qué contenían? El más antiguo de todos es el llamado documento Yahvista. Fue compuesto en Jerusalén alrededor del año 950 a.C, en tiempos del rey Salomón. Su autor era un gran teólogo y excepcional catequista. Comenzaba con la historia de Adán y Eva (de Gn 2), la vida en el Paraíso, el pecado original, el asesinato de Caín, el diluvio universal y la torre de Babel. Seguía después con la vida de Abraham, Isaac, Jacob, y José en Egipto. Luego contaba algunas cosas sobre la opresión egipcia, el nacimiento y la vocación de Moisés, las plagas de Egipto, ciertos episodios del monte Sinaí, y terminaba con la llegada de los israelitas a las puertas de la tierra prometida (Nm 25).

Los relatos del yahvista se distinguen en el Pentateuco porque están contados con un arte muy primitivo, llenos de colorido y atrevidos antropomorfismos. Presentan a Dios como alfarero, jardinero, cirujano, sastre, huésped de Abraham, interlocutor familiar de Moisés. Es decir, un Dios cercano, casi "humano", mezclado en la historia de los hombres. Cuando a la muerte de Salomón el país se dividió en dos, el reino del sur se quedó con la historia Yahvista. Entonces dos siglos más tarde, hacia el 750 a.C, un autor anónimo del reino del norte decidió componer otra obra que recogiera las tradiciones propias norteñas.

Este nuevo documento, llamado Elohista, relataba más o menos la misma historia que el Yahvista, sólo que era más breve pues comenzaba directamente con Abraham (Gn 15). Se lo distingue en el Pentateuco porque, a diferencia del Yahvista, evita describir a Dios con características tan "humanas". Sus relatos no muestran a Dios hablando con los hombres cara a cara sino desde el cielo, desde una nube, desde el fuego, a través de ángeles, o en sueños. El documento terminaba, igual que el Yahvista, con la llegada de los hebreos a la tierra prometida (Nm 25).

En el año 622 a.C, en unos trabajos de reparación del Templo de Jerusalén, fue descubierto en un viejo armario un código legal. Muchas de las leyes allí escritas ni siquiera eran conocidas por los judíos. A fin de revalorizarlas y hacerlas cumplir, los escribas del rey Josías crearon, en torno a él, una historia ficticia en la que Moisés, a punto de morir, daba al pueblo judío estas nuevas leyes para que las observaran. Así nació este tercer documento, llamado por ello Deuteronomista (= segundas leyes).

Cien años más tarde, cuando los israelitas fueron llevados cautivos a Babilonia, los sacerdotes decidieron escribir una nueva historia del pueblo de Israel, tal como lo habían hecho el Yahvista y el Elohista. Pero la novedad consistía en incluir, a lo largo del relato, una serie de leyes litúrgicas, de ritos y celebraciones, para que el pueblo no olvidara de cumplirlas en el país extranjero. El libro comenzaba, como el Yahvista, con la creación del mundo en seis días (de Gn 1), seguía con el diluvio universal, la historia de Abraham, Isaac y Jacob, la esclavitud de los israelitas en Egipto, la vocación de Moisés, la liberación y la alianza en el monte Sinaí, hasta la llegada de los israelitas a la tierra prometida (Nm 36).

Cuando los judíos regresaron del destierro y quisieron recopilar sus tradiciones, se dieron con que tenían cuatro relatos distintos de su pasado histórico. No queriendo perder ninguno de ellos, un compilador anónimo resolvió combinarlos en uno solo. Y nació así el Pentateuco. La fusión se hizo alrededor del año 450 a.C. y a la manera semita, es decir, yuxtaponiendo, pegando, cortando, sin preocuparse demasiado por armonizar las diferencias. Incluso dejando "duplicados". Por eso al analizar con cuidado la obra se descubren ciertas incoherencias, repeticiones y contradicciones en la narración. La obra tuvo un éxito tan grande que los cuatro documentos originales cayeron pronto en el olvido. Hasta se olvidó el nombre de aquél que los había unificado, y entonces el Pentateuco fue atribuido a Moisés.

Hasta aquí la teoría de WELLHAUSEN. Y, como era de esperar, encontró pronto un rechazo general en todas las Iglesias protestantes, donde había nacido. También los católicos la condenaron enérgicamente, y el 27 de junio de 1906 la Pontificia Comisión Bíblica declaraba que el Pentateuco era obra de Moisés, y prohibía cualquier enseñanza contraria. Frente al fracaso de su hipótesis, WELLHAUSEN escribió en 1883: "Sé qué las Iglesias rechazarán primero mis teorías durante cincuenta años, pero luego las admitirán en su credo con sutiles argumentos".

Tales palabras resultaron casi una predicción, porque sesenta años más tarde, en 1943, el Papa Pío XII publicó la encíclica "Divino Afflante Spiritu", en la que anunciaba que ya habían pasado los tiempos del miedo a la investigación, y que los biblistas católicos debían utilizar para sus estudios todas las ayudas de las ciencias modernas. Y en 1951 se publicó una traducción francesa del Génesis, en la que se incluía por primera vez, con permiso oficial, la teoría de los cuatro documentos. Se había cumplido brillantemente la predicción de WELLHAUSEN.

Aunque la "TEORÍA DE LOS CUATRO DOCUMENTOS" sufrió hoy algunas transformaciones y fue retocada en los detalles, la genial intuición de WELLHAUSEN perdura todavía: el Pentateuco es una obra que expresa el espíritu de Moisés, pero escrita por varias generaciones de teólogos, historiadores, catequistas, juristas, sacerdotes y liturgistas, todos ellos inspirados por Dios para componer esta monumental epopeya sagrada.

La teoría de WELLHAUSEN ayuda a los lectores modernos, por una parte, a no interpretar ingenuamente estos cinco libros como si hubieran sido escritos de corrido por una sola persona, a fin de entender mejor el complejo mensaje que encierran. Y por otra, a admirar aún más la grandeza de Dios, que buscó el aporte de tantos autores anónimos para la confección de la obra más preclara del Antiguo Testamento.

Ariel Álvarez Valdés
Biblista

SAN JUAN BOSCO

Santo y sacerdote italiano, también llamado Don Bosco. Su niñez fue dura, pues después de perder a su padre, tuvo que trabajar sin descanso para sacar adelante la hacienda familiar. Se cuenta que aprendió a leer en cuatro semanas; quería estudiar para ser sacerdote, por lo que tenía que hacer todos los días a pie unos diez kilómetros (a veces descalzo, para no gastar los zapatos) para ir a estudiar en el liceo de Chieri. Con el fin de pagar sus estudios trabajó en toda clase de oficios.

Ordenado en 1841 y preocupado por la suerte de los niños pobres, particularmente por su imposibilidad de acceso a la educación, a partir de 1842 fundó el Oratorio de San Francisco de Sales. Estableció luego las bases de la Congregación de los sacerdotes de San Francisco de Sales, o salesianos (1851), aprobada en 1860, y de su rama femenina, el Instituto de Hijas de María Auxiliadora. Tales instituciones, dedicadas a la enseñanza de los niños pobres (a los que se formaba en diversos oficios y en la vida cristiana), se desarrollaron con rapidez gracias al impulso de uno de los grandes pedagogos del siglo XIX.

La orden salesiana alcanza hoy en día 17.000 centros en 105 países, con 1.300 colegios y 300 parroquias, mientras que el instituto femenino de María Auxiliadora (las Hermanas Salesianas) posee 16.000 centros en 75 países, dedicados a la educación de la juventud pobre. Ya en vida de Don Bosco las instituciones por él fundadas llegaron a reunir más de cien mil niños pobres bajo su protección.

Además de su labor educadora y fundadora, San Juan Bosco publicó más de una cuarentena de libros teológicos y pedagógicos, entre los cuales cabe destacar El joven instruido, del que se llegaron a publicar más de cincuenta ediciones y un millón de ejemplares sólo en el siglo XIX. El propio santo se encargó también de compilar y editar los llamados Sueños de Don Bosco, un total de 159 sueños en ocasiones premonitorios que tuvo a lo largo de su vida, el primero de ellos a los nueve años de edad.

San Juan Bosco murió la madrugada del 31 de enero de 1888 en Turín. Durante tres días, la ciudad piamontesa desfiló ante su capilla ardiente, a cuyo entierro acudieron más de trescientos mil fieles. Fue beatificado en 1929 y canonizado en 1934; para su canonización se presentaron 650 milagros obrados por él. Su festividad se conmemora el día de su fallecimiento, el 31 de enero.

miércoles, 14 de enero de 2015

Sobre las Virtudes Teologales

Las Virtudes teologales informan y vivifican todas las virtudes morales. Para comprender las virtudes teologales, primero lea lo que es Virtud. Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.

Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13).

Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por El mismo. Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que El nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe. Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla. Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el ‘vínculo de la perfección’ (Col 3, 14) y la forma de todas las virtudes.

FE

"El acto de fe" es el asentimiento de la mente a lo que Dios ha revelado. Un acto de fe sobrenatural requiere gracia divina. Se da bajo la influencia de la voluntad la cual requiere la ayuda de la gracia. Si el acto de fe se hace en estado de gracia, es meritorio ante Dios. Actos explícitos de fe son necesarios, por ejemplo, cuando la virtud de la fe está siendo probada por la tentación o cuando nuestra fe es retada o cuando estamos ante actitudes mundanas contrarias a la fe. Estas situaciones debilitarían nuestra fe si no recurrimos a un acto de fe. Un ejemplo de acto de fe: "Dios mío, yo creo en Tí y todo lo que nos enseñas en Tu Iglesia, porque Tu los has dicho y tu palabra es veraz". El acto de fe no siempre se vocaliza. En muchas situaciones lo hacemos y está siempre latente en nuestro corazón.

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que El nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque El es la verdad misma. Por la fe ‘el hombre se entrega entera y libremente a Dios’ (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. ‘El justo vivirá por la fe’ (Rm 1, 17). La fe viva ‘actúa por la caridad’ (Ga 5, 6). El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Cc. Trento: DS 1545). Pero, ‘la fe sin obras está muerta’ (St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.

El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: ‘Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos’ (Mt 10, 32-33).

Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. Pablo habla de la ‘obediencia de la fe’ (Rm 1, 5; 16, 26) como de la primera obligación. Hace ver en el ‘desconocimiento de Dios’ el principio y la explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1, 18-32). El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento. ‘Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos’ (CIC can. 751).

ESPERANZA

La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación. Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

El primer mandamiento se refiere también a los pecados contra la esperanza, que son la desesperación y la presunción: Por la desesperación, el hombre deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para llegar a ella o el perdón de sus pecados.

Hay dos clases de presunción. O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito).

CARIDAD

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por El mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos ‘hasta el fin’ (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Cristo murió por amor a nosotros ‘cuando éramos todavía enemigos’ (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como El hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a El mismo (cf Mt 25, 40.45).

“‘Si no tengo caridad -dice también el apóstol- nada soy...’. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma... ‘si no tengo caridad, nada me aprovecha’ (1 Co 13, 1-4). Es la primera de las virtudes teologales: ‘Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad’ (1 Co 13,13).  La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión.

miércoles, 7 de enero de 2015

Sobre Discípulos y Apóstoles

Los términos del epígrafe y sus correspondientes conceptos intervienen con bastante frecuencia, no sólo en temas del área religiosa sino también en asuntos de la vida común. Aquí y ahora, nos interesan desde la perspectiva del primer grupo y de modo particular en el ámbito del cristianismo. Procuremos dejar bien en claro su núcleo esencial y preciso, a fin de distinguir, dentro de sus variados usos y aplicaciones, cuándo deban entenderse en un sentido acotado y específico y cuándo, en cambio, representan una extensión o analogía respecto del primero.

Discípulos de Cristo – Esta expresión, tomada en significado estricto y en su contexto histórico, designa a todos aquellos que con entusiasmo e interés aceptaron y aprendieron (etimológicamente, discípulo equivale  a «aprendiz») la doctrina de salvación transmitida en forma directa hace dos mil años, a través de los labios de Jesús. Luego, esta noble función de generar nuevos discípulos pasó a ser la principal tarea de los que mencionamos a renglón seguido.

Apóstoles – Ellos, en la acepción propia y técnica del término, fueron los efectivos arquitectos de ese divino proyecto que se llama «Iglesia de Cristo», en la que se desempeñaron como sus primeros e insignes ministros jerárquicos. Instituidos después de la resurrección del Redentor, en su nombre y representación proclamaron a los cuatro vientos el mensaje evangélico, con tal eficacia que lograron engendrar una maravillosa profusión de discípulos de Cristo. Tras los Apóstoles, y en el curso de tantos siglos hasta nuestros días, la correlación entre apostolado y discipulado estuvo y está ejercida y fomentada por las legítimas autoridades eclesiásticas. Y esta estupenda aventura del espíritu proseguirá hasta el fin de los tiempos. El apostolado se muestra siempre a la orden del día y se despliega de mil maneras, desde las habituales y clásicas hasta las más insólitas.

Así, por ejemplo: 

a) bien que les cuadra el epíteto de apóstoles a los numerosos niños de nuestros colegios que, inducidos por lo que asimilan en la catequesis, se desviven por recolectar objetos cuyo producto contribuirá para aliviar las dificultades de criaturitas internadas en los hospitales.

b) No menos les corresponde el título de apóstoles a los universitarios que, con similar motivación, consagran parte de su tiempo en resolver problemas de gente en situación crítica.

c) Ni que hablar de los numerosos catequistas (mujeres en primera fila, pero también varones). Con admirable constancia inculcan en nuestros hijos el conocimiento y el amor de Jesús, el cariño y la confianza para con la mamá y el papá, el respeto y la solidaridad hacia los semejantes. ¡Cuántos apóstoles de diez puntos en el gremio de la catequesis!. 

d) Pero existe una instancia muy especial en la que adquiere mayor relieve y compromiso la denominación de apóstol. Nos referimos a quienes, en pos de una auténtica vocación y en virtud del orden sagrado, ejercen el rol de diáconos permanentes, presbíteros y obispos (junto con el obispo de Roma, en primer lugar, que es ahora nuestro apreciado papa Francisco). Este meritorio elenco de ministros de Dios aseguran con su apostolado el bienestar y el progreso de la comunidad creyente, en la proporción en que sus palabras y sus acciones reflejan la imagen de Cristo.


La misma apreciación se extiende a numerosos contingentes de personas consagradas en institutos religiosos. Además de cumplir con las tareas específicas acordes a la finalidad de su fundación, colaboran en otros múltiples servicios de bien público que les asignan los obispos. Muchos entre ellos conforman ese grupo de tan gratas resonancias: ¡los misioneros!, dentro del propio país y también en tierras extrañas…

En esta especie de cuadro sinóptico que acabamos de trazar, desfila una notable variedad de cristianos bajo la «figura de apóstol». Cada cual la concretiza según su grado de receptividad, con un determinado formato y con un mayor o menor volumen de significación. De cualquier forma, todos ellos son instrumentos libres y meritorios, y por su intervención la gracia del Señor puede llegar a tantas almas desprovistas de alegría y esperanza.

Estos mensajeros del Evangelio, incluso los más modestos, en la medida de su caridad y convicción, devienen en realidad partícipes del específico rol de los APÓSTOLES estrictamente dichos, los cuales constituyen el «prototipo» y la «causa ejemplar» de cualquier apostolado que se desarrolle en la Iglesia. Y si profundizamos aún más el tema, debemos afirmar que en este misterioso concepto del apostolado el punto central es Jesucristo, el gran enviado (=Apóstol) de las divinas Personas de la Santísima Trinidad, para labrar la salvación del mundo.

Fuente:
www.periodicodialogo.blogspot.com.ar

La mujer ritualmente impura en la antiguedad y los ritos de purificación

A través de la historia, especialmente en el occidente, las mujeres fueron consideradas ritualmente impuras. De acuerdo a la tradición judía, el flujo de sangre menstrual de una mujer la colocaba, regularmente, en estado de profanación ritual. Tabúes similares contra la menstruación existían en los círculos paganos griegos y romanos.

A través de su manía anti-sexual, los Padres de la Iglesia agravaron los temores hacia la impureza ritual de las mujeres, ellos temían que tal impureza pudiera profanar lo más sagrado del templo, el santuario y principalmente, el altar. En un clima donde a pasos agigantados, se vieron todos los aspectos del sexo y la procreación como manchados por el pecado, los teólogos consideraron que a una criatura impura como la mujer no podría encomendársele el cuidado de las realidades sagradas de Dios.

Un texto clave del Antiguo Testamento sobre la profanación por los períodos menstruales aparece en Levítico 15-19, 30, que contiene las siguientes fórmulas:

“Cuando una mujer tenga su menstruación, será impura durante siete días, y el que la toque será impuro hasta la tarde.

Cualquier objeto sobre el que ella se recueste o se siente mientras dure su estado de impureza, será impuro.

El que toque su lecho deberá lavar su ropa y bañarse con agua, y será impuro hasta la tarde.

El que toque algún mueble sobre el que ella se haya sentado, deberá lavar su ropa y bañarse con agua, y será impuro hasta la tarde.

Si alguien toca un objeto que está sobre el lecho o sobre el mueble donde ella se sienta, será impuro hasta la tarde.

Si un hombre se acuesta con ella, la impureza de la mujer se transmite a él; será impuro durante siete días, y cualquier lecho sobre el que se acueste, será impuro.

Cuando una mujer tenga un flujo de sangre durante varios días, fuera del período menstrual, o cuando la menstruación se prolongue más de lo debido, será impura mientras dure el flujo, como lo es durante la menstruación.

Todo lecho en el que se acueste y todo mueble sobre el que se siente será impuro, lo mismo que durante el período menstrual.

El que los toque será impuro: deberá lavar su ropa y bañarse con agua, y será impuro hasta la tarde.

Una vez que cese el flujo, la mujer contará siete días, y después será pura.

Al octavo día, conseguirá dos torcazas o dos pichones de paloma, y los presentará al sacerdote, a la entrada de la Carpa del Encuentro.

El sacerdote los ofrecerá, uno como sacrificio por el pecado y el otro como holocausto. De esta manera, practicará el rito de expiación delante del Señor, en favor de esa mujer, a causa de la impureza de su flujo”.


Estas leyes se hicieron más onerosas y complicadas en la tradición rabínica que siguió. Las consecuencias para las mujeres fueron:

Cada mes, había siete o más días durante los cuales ella estaba ritualmente impura.

Ellas necesitaban purificación luego de dar a luz; cuando nace un varón la madre estaba impura por 40 días, cuando es niña, son 80 días
(Levítico 12:1-8).


El tabú contra la mujer durante su embarazo y menstruación fue común entre muchas naciones en los siglos pre-cristianos. No tan sólo las mujeres eran consideradas “impuras” durante esos períodos, sino en peligro de contagiar su impureza a otros, veamos algunos mitos:

“El contacto con el flujo mensual de la mujer amarga el vino nuevo, hace que las cosechas se marchiten, mata los injertos, seca semillas en los jardines, causa que las frutas se caigan de los árboles, opaca la superficie de los espejos, embota el filo del acero y el destello del marfil, mata abejas, enmohece el hierro y el bronce, y causa un terrible mal olor en el ambiente. Los perros que prueban la sangre se vuelven locos, y su mordedura se vuelve venenosa como las de la rabia. El Mar Muerto, espeso por la sal, no puede separarse excepto por un hilo empapado en el venenoso fluido de la sangre menstrual. Un hilo de un vestido infectado es suficiente. El lino, cuando lo toca la mujer mientras lo hierve y lava en agua, se vuelve negro. Tan mágico es el poder de las mujeres durante sus períodos menstruales, que se dice que lluvias de granizo y remolinos son ahuyentados si el fluido menstrual es expuesto al golpe de un rayo”. Plinio el Viejo, Historia Natural, libro 28, cáp. 23, 78-80; libro 7, cáp. 65.

Durante los primeros cinco siglos de la era cristiana, la parte de la Iglesia de habla griega y siriaca protegió a la mujer de los peores efectos del tabú de la menstruación. El Didascalia del 3er siglo explica que las mujeres no son impuras durante sus períodos, que no necesitan purificaciones rituales y que sus maridos no deben abandonarlas. Las Constituciones Apostólicas repitieron este mensaje tranquilizador. En el año 601 DC, el Papa Gregorio I endosó este enfoque. Las mujeres que menstrúan no debieran estar fuera de la iglesia o lejos de la santa comunión. Pero esta verdadera respuesta cristiana fue, desafortunadamente, dominada por un increíble prejuicio en siglos posteriores.

Fueron los padres latinos quienes reintrodujeron una histeria anti-sexo en la moralidad cristiana. Empezó con Tertuliano (155-245 DC), quien declaró que aún los matrimonios legales estaban “manchados con la concupiscencia”.

San Jerónimo (347-416 DC) continúo esta línea de pensamiento, enseñando que la corrupción se manifiesta en todo sexo y relación, aún dentro de matrimonios legítimos. El matrimonio, con todo su sexo “sucio”, sólo vino luego de la caída por el pecado original. No es ninguna sorpresa que también Jerónimo sostuviera que los “fluidos menstruales” hacían impuras a las mujeres.

El Concilio local de Cártago, en el norte de África (desde el 345 DC) introdujo reglas imponiendo la abstinencia sexual a obispos, sacerdotes y diáconos.

Los Concilios locales en Francia, Orange (441 DC) y Epaon (517 DC) decretaron que no se ordenarían mujeres diáconos en esas regiones. La razón obvia fue el temor de que las mujeres que menstruaban profanaran el altar.

El Papa Gelasio I (494 DC) objetó que las mujeres sirvieran en el altar. El Sínodo Diocesano de Auxerre (588 DC) decretó que las mujeres debían cubrirse las manos con una tela “dominical” para poder recibir la comunión.

El Sínodo de Rouen (650 DC) prohibió a los sacerdotes poner el cáliz en las manos de las mujeres o permitirles distribuir la comunión.

El obispo Timoteo de Alejandría (680 DC) ordenó que las parejas deben abstenerse de relaciones sexuales los sábados y domingos y en el día previo a recibir la comunión. Las mujeres que menstruaban no podían recibir la comunión, no podían recibir el bautismo o visitar la Iglesia durante la Pascua.

El obispo Teodoro de Canterbury (690 DC), ignorando la carta del Papa Gregorio el Grande dada a su predecesor, prohibió a las mujeres menstruantes visitar la Iglesia o recibir la santa comunión.

El obispo Teodolfo de Orleans (820 DC) prohibió a las mujeres entrar al santuario. También dijo que: “las mujeres deben recordar su enfermedad y la inferioridad de su sexo; por tanto, deben tener miedo de tocar cualquier cosa sagrada que está en el ministerio de la Iglesia”.

“No se permite a las mujeres visitar una iglesia durante su período menstrual o después del nacimiento de un niño. Esto es porque la mujer es un animal que menstrua. Por tocar su sangre, las frutas no madurarán. La mostaza se degenera, la hierba se seca y los árboles pierden su fruto antes de tiempo. El hierro de enmohece y el aire se obscurece. Cuando los perros la comen, adquieren rabia.” Paucapalea, Summa, Dist. 5, pr. § 1 v.

Las mujeres no deben llevar la comunión a los enfermos y deben permanecer fuera de la Iglesia luego de que dan a luz. La razón: "Esa sangre es tan abominable e impura, que ya Julius Solinus había escrito en su libro sobre las maravillas del mundo, que a través de su contacto las frutas no maduran, las plantas se marchitan, la hierba muere, los árboles pierden su fruto, el aire se obscurece, si los perros la comen quedan afligidos de la rabia... Y las relaciones sexuales en este período menstrual son muy riesgosas. No tan sólo por la impureza de la sangre hay que abstenerse de tener contacto con una mujer menstruante; por dicho contacto, puede nacer un feto dañado". Rufinus, Summa Decretorum, passim.

Las mujeres no pueden tocar los vasos sagrados. El nacimiento de un niño conlleva una doble maldición: "Hay dos mandamientos en la Ley (Antigua), uno pertinente a la madre cuando da a luz, el otro al parto mismo. En relación de la madre que da a luz, si dio a luz un varón, debe evitar entrar al Templo por 40 días, como persona impura; porque el feto, concebido en la impureza, se dice que permanece sin forma por 40 días" Sicardo de Cremora, Mitrale V, ch. 11.

La supuesta “impureza ritual” de la mujer entró en la Ley de Iglesia, principalmente, a través del Decretum Gratiani (1140 DC), el cual se convirtió en ley oficial de la Iglesia en el año 1234, una parte vital del Corpus Iuris Canonici (Código Canónico) que tuvo vigencia hasta el 1916. El nuevo Código Canónico (1983) ofrece muchas mejoras al estatus de la mujer en la Iglesia. Aunque mantiene la prohibición contra la ordenación de la mujer, y reserva el lectorado y el ministerio de acólito sólo para hombres, el nuevo código finalmente dio revés a la posición de la Iglesia, estableciendo que las mujeres “por diputación temporera”, pueden llevar a cabo los siguientes ministerios en la Iglesia:

Lectoras de las Sagradas Escrituras durante la liturgia
Servidoras del altar
Comentadoras durante la Eucaristía
Predicadoras de la Palabra
Cantantes y coristas, ya sea solas o como miembros de un coro
Líderes de servicios litúrgicos
Ministras de bautismo
Distribuidoras de la Sagrada Comunión

A través de este cambio en la ley y en la práctica, la Iglesia oficial finalmente reconoció, al menos en alguna medida, que su prejuicio contra la mujer, basado en la “impureza ritual”, no tenía fundamento.