La Encíclica toma su nombre de la invocación de san Francisco, «Laudato
si’, mi’ Signore», que en el Cántico de las creaturas recuerda que la tierra,
nuestra casa común, «es también como una hermana con la que compartimos la
existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos » (1).
Nosotros mismos «somos tierra (cfr Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está formado
por elementos del planeta, su aire nos da el aliento y su agua nos vivifica y
restaura» (2).
El Papa Francisco se dirige, claro está, a los fieles católicos,
retomando las palabras de San Juan Pablo II: «los cristianos, en particular,
descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la
naturaleza y el Creador, forman parte de su fe» (64), pero se propone
«especialmente entrar en diálogo con todos sobre nuestra casa común» (3): el
diálogo aparece en todo el texto, y en el capítulo 5 se vuelve instrumento para
afrontar y resolver los problemas. Desde el principio el papa Francisco
recuerda que también «otras Iglesias y Comunidades cristianas –como también
otras religiones– han desarrollado una profunda preocupación y una valiosa
reflexión» sobre el tema de la ecología (7). Más aún, asume explícitamente su
contribución a partir de la del «querido Patriarca Ecuménico Bartolomé» (7),
ampliamente citado en los nn. 8-9. En varios momentos, además, el Pontífice
agradece a los protagonistas de este esfuerzo –tanto individuos como
asociaciones o instituciones–, reconociendo que «la reflexión de innumerables
científicos, filósofos, teólogos y organizaciones sociales [ha] enriquecido el
pensamiento de la Iglesia sobre estas cuestiones» (7) e invita a todos a
reconocer «la riqueza que las religiones pueden ofrecer para una ecología
integral y para el desarrollo pleno del género humano» (62).
El recorrido de la Encíclica está trazado en el n. 15 y se desarrolla en
seis capítulos. A partir de la escucha de la situación a partir de los mejores
conocimientos científicos disponibles hoy (cap. 1), recurre a la luz de la
Biblia y la tradición judeo-cristiana (cap. 2), detectando las raíces del
problema (cap. 3) en la tecnocracia y el excesivo repliegue autorreferencial
del ser humano. La propuesta de la Encíclica (cap. 4) es la de una «ecología
integral, que incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales» (137),
inseparablemente vinculadas con la situación ambiental. En esta perspectiva, el
Papa Francisco propone (cap. 5) emprender un diálogo honesto a todos los
niveles de la vida social, que facilite procesos de decisión transparentes. Y
recuerda (cap. 6) que ningún proyecto puede ser eficaz si no está animado por
una conciencia formada y responsable, sugiriendo principios para crecer en esta
dirección a nivel educativo, espiritual, eclesial, político y teológico. El
texto termina con dos oraciones, una que se ofrece para ser compartida con
todos los que creen en «un Dios creador omnipotente» (246), y la otra propuesta
a quienes profesan la fe en Jesucristo, rimada con el estribillo «Laudato si’»,
que abre y cierra la Encíclica.
El texto está atravesado por algunos ejes temáticos, vistos desde
variadas perspectivas, que le dan una fuerte coherencia interna: «la íntima
relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en
el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de
poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor
propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de
debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política
internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo
estilo de vida.» (16).
Capítulo 1 – «Lo que le está
pasando a nuestra casa»
El capítulo asume los descubrimientos científicos más recientes en
materia ambiental como manera de escuchar el clamor de la creación, para
«convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer
cuál es la contribución que cada uno puede aportar» (19). Se acometen así
«varios aspectos de la actual crisis ecológica» (15).
EI cambio climático: «El cambio climático es un problema global con
graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y
políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la
humanidad» (25). Si «el clima es un bien común, de todos y para todos» (23), el
impacto más grave de su alteración recae en los más pobres, pero muchos de los
que «tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse
sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas» (26): «La
falta de reacciones ante estos dramas de nuestros hermanos y hermanas es un
signo de la pérdida de aquel sentido de responsabilidad por nuestros semejantes
sobre el cual se funda toda sociedad civil» (25).
La cuestión del agua: El Papa afirma sin ambages que «el acceso al agua
potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque
determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el
ejercicio de los demás derechos humanos». Privar a los pobres del acceso al
agua significa «negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad
inalienable» (30).
La pérdida de la biodiversidad: «Cada año desaparecen miles de especies
vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no
podrán ver, perdidas para siempre» (33). No son sólo eventuales “recursos”
explotables, sino que tienen un valor en sí mismos. En esta perspectiva «son
loables y a veces admirables los esfuerzos de científicos y técnicos que tratan
de aportar soluciones a los problemas creados por el ser humano», pero esa
intervención humana, cuando se pone al servicio de las finanzas y el
consumismo, «hace que la tierra en que vivimos se vuelva menos rica y bella,
cada vez más limitada y gris » (34).
La deuda ecológica: en el marco de una ética de las relaciones
internacionales, la Encíclica indica que existe «una auténtica deuda ecológica»
(51), sobre todo del Norte en relación con el Sur del mundo. Frente al cambio
climático hay «responsabilidades diversificadas» (52), y son mayores las de los
países desarrollados.
Conociendo las profundas divergencias que existen respecto a estas
problemáticas, el Papa Francisco se muestra profundamente impresionado por la
«debilidad de las reacciones» frente a los dramas de tantas personas y
poblaciones. Aunque no faltan ejemplos positivos (58), señala «un cierto
adormecimiento y una alegre irresponsabilidad» (59). Faltan una cultura adecuada (53) y la disposición a cambiar de
estilo de vida, producción y consumo (59), a la vez que urge «crear un sistema
normativo que [...] asegure la protección de los ecosistemas» (53).
Capítulo segundo – El
Evangelio de la creación
Para afrontar la problemática ilustrada en el capítulo anterior, el Papa
Francisco relee los relatos de la Biblia, ofrece una visión general que
proviene de la tradición judeo-cristiana y articula la «tremenda
responsabilidad» (90) del ser humano respecto a la creación, el lazo íntimo que
existe entre todas las creaturas, y el hecho de que «el ambiente es un bien
colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos» (95).
En la Biblia, «el Dios que libera y salva es el mismo que creó el
universo», y «en Él se conjugan el cariño y el vigor» (73). El relato de la
creación es central para reflexionar sobre la relación entre el ser humano y
las demás criaturas, y sobre cómo el pecado rompe el equilibrio de toda la
creación en su conjunto. «Estas narraciones sugieren que la existencia humana
se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación
con Dios, con el prójimo y con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones
vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros.
Esta ruptura es el pecado» (66).
Por ello, aunque «si es verdad que algunas veces los cristianos hemos
interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza
que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la
tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas» (67). Al ser
humano le corresponde «“labrar y cuidar” el jardín del mundo (cf. Gn 2,15)»
(67), sabiendo que «el fin último de las demás criaturas no somos nosotros.
Pero todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término
común, que es Dios» (83).
Que el ser humano no sea patrón del universo «no significa igualar a
todos los seres vivos y quitarle al ser humano ese valor peculiar» que lo
caracteriza ni «tampoco supone una divinización de la tierra que nos privaría
del llamado a colaborar con ella y a proteger su fragilidad» (90). En esta
perspectiva «todo ensañamiento con cualquier criatura “es contrario a la
dignidad humana”» (92), pero «no puede ser real un sentimiento de íntima unión
con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay
ternura, compasión y preocupación por los seres humanos» (91). Es necesaria la
conciencia de una comunión universal: «creados por el mismo Padre, todos los
seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una
especie de familia universal, [...] que nos mueve a un respeto sagrado,
cariñoso y humilde» (89).
Concluye el capítulo con el corazón de la revelación cristiana: el
«Jesús terreno» con su «relación tan concreta y amable con las cosas» está
«resucitado y glorioso, presente en toda la creación con su señorío universal»
(100).