En agosto
de 1939, el sabio Albert Einstein había escrito al presidente de Estados
Unidos, advirtiéndole de que la desintegración nuclear en cadena podía producir
una bomba atómica más devastadora que cualquiera de las armas hasta entonces
conocidas. En un esfuerzo secreto con Canadá y Gran Bretaña, Roosvelt dio curso
a un trabajo de investigación que cinco años más tarde culminaría con el
lanzamiento de la bomba atómica sobre la población civil de Hiroshima. En
realidad, una primera bomba atómica fue lanzada como prueba en el desierto de
Nuevo México.
El 26 de
julio de 1945, el presidente norteamericano Harry Truman lanzó una proclama al
pueblo japonés, conocida luego como la Declaración de Potsdam, pidiendo la
rendición incondicional del Japón so pena de sufrir una devastadora destrucción
aunque sin hacer referencia a la bomba atómica. Según la proclama, Japón sería
desposeído de sus conquistas y su soberanía quedaría reducida a las islas
niponas. Además los dirigentes militares del Japón serían procesados y condenados
restableciéndose la libertad de expresión, de cultos y de pensamientos.
El Japón
quedaba sujeto a pagar indemnizaciones, sus ejércitos serían desmantelados y el
país tendría que soportar la ocupación aliada. Conociendo la mentalidad de los
japoneses, es evidente que Truman buscaba el efecto contrario al que
manifestaba públicamente. Los japoneses, humillados en su orgullo, no se
rendirían y entonces Truman podría
lanzar su anhelada bomba atómica, más como un mensaje intimidatorio hacia
Stalin que pensando en la derrota japonesa que ya era casi un hecho. El 29 de
julio el premier japonés Suzuki como era
previsible rechazó la propuesta de Truman. El 3 de agosto, Truman dio la orden
de arrojar las bombas atómicas en
Hiroshima, Kokura, Niigata o Nagasaki.
El
objetivo le era indistinto y la suerte de cientos de miles de almas inocentes perecieron
no importarle demasiado. El 6 de agosto despegaba rumbo a Hiroshima la primera
formación de bombarderos B-29.Uno de ellos, el Enola Gay, piloteado por el
coronel Paúl Tibbets, llevaba la bomba atómica; otros dos aviones lo
acompañaban en calidad de observadores. Súbitamente apareció sobre el cielo de
Hiroshima el resplandor de una luz blanquecina rosada, acompañado de una
trepidación monstruosa que fue seguida inmediatamente por un viento abrasador
que barría cuanto hallaba a su paso. Las personas quedaban calcinadas por una
ola de calor abrazador.
Muchas
personas murieron en el acto, otras yacían retorciéndose en el suelo, clamando
en su agonía por el intolerable dolor de sus quemaduras. Quienes lograron
escapar milagrosamente de las quemaduras de la onda expansiva, murieron a los veinte o treinta días como consecuencia
de los mortales rayos gamma. Generaciones de japoneses debieron soportar
malformaciones en sus nacimientos por causa de la radiactividad. Mas cien mil
personas murieron en el acto y un número no determinado de víctimas se fue
sumando con el paso de los días y de los años por los efectos duraderos de la
radiactividad.
A pesar
de la magnitud del desastre, los japoneses decidieron seguir luchando hasta el
final en una prueba de su valor como pueblo guerrero. El 9 de agosto otra bomba, esta vez de plutonio,
caía sobre la población de Nagasaki. Los efectos fueron menos devastadores por
la topografía del terreno pero 73.000 personas perdieron la vida y 60.000
resultaron heridas. Contra todos los pronósticos, el ministro de guerra japonés
Korechika Anami comunicó inmediatamente que el Japón seguiría peleando hasta
perder a su último hombre. Por esas horas dramáticas, los oficiales del
Ejército y la Armada se enfrentaban al pesimismo del emperador Hirohito que se
mostraba dispuesto a firmar la rendición incondicional. Un intento de golpe de
estado causó la muerte de soldados leales al emperador y de algunos oficiales
rebeldes, lo cual demuestra que aún después del devastador efecto de las bombas
atómicas, los japoneses seguían debatiéndose entre pelear y rendirse sin
amedrentarse ante el peligro de una tercera bomba.
Numerosos
oficiales incluyendo al propio Anami se suicidaron por medio del harakiri (ritual
milenario) antes de rendirse al enemigo. La misma actitud siguieron muchos
soldados y civiles en el campo de batalla que se mataban entre ellos frente a
los captores que no podían dar crédito a semejante fanatismo. Recién el 15 de
agosto, casi una semana después de Nagasaki, el pueblo japonés escuchaba por
primera vez la voz de su emperador que había tenido que descender de su
condición divina para convencer a su pueblo de que debía rendirse. Sin
pronunciar la palabra "rendición" dijo que la guerra había terminado.
Contra la
creencia de muchos, Japón decidió rendirse no tanto por el efecto de las bombas
atómicas sino por el ataque artero de la Unión Soviética desde Manchuria el día
8 de agosto de 1945. Cuando un millón y medio de rusos con sus fuerzas
blindadas se lanzaron en el interior de Manchuria, los japoneses comprendieron
que era inútil seguir resistiendo. Este hecho desmiente el típico cinismo de
los historiadores occidentales que aún hoy sostienen que las bombas atómicas
fueron necesarias para acortar la guerra y, por ende, para "ahorrar"
la vida de miles de soldados que los aliados habrían perdido en su intento por
invadir el Japón. Aún si esto fuera cierto, nada justifica haberle provocado la
muerte instantánea a por lo menos 180.000 civiles inocentes que no eran
soldados ni formaban parte de un objetivo militar.