Luego de Chacabuco, San Martín se permitió una
venganza humorística contra los realistas. Un fanático fraile agustino,
haciendo un juego de palabras, había predicado contra él durante el período de
Marcó. "¡San Martín! ¡Su nombre es
una blasfemia!", había exclamado desde el púlpito sagrado. "No le llaméis San Martín, sino
Martín, como a Martín Lutero, el peor y mas detestable de los herejes".
Llamado a su presencia y con ademán terrible, fulminándolo con su mirada, lo
apostrofó: "¡Como! ¡Usted me ha
comparado a Lutero, quitándome el San! ¿Como se llama usted?"
"Zapata, señor general", respondió el fraile, humildemente. "Pues desde hoy le quito el Za, en
castigo, y lo fusilo si alguien le da su antiguo apellido". Al salir a
la calle un correligionario le llamó por su nombre. El fraile aterrado, le tapó
la boca y prorrumpió en voz baja: "¡No!
¡No soy el padre Zapata, sino el padre Pata! ¡Me va en ello la vida!"
Cercano a la ciudad de Mendoza está el campo “El Plumerillo”. Allí, el general San
Martín, adiestra los batallones que días después atravesarán la mole andina, en
pos de la libertad de Chile. Para la revista final de las tropas, San Martín se
ha trasladado a la capital mendocina, vestida de fiesta para recibir al Gran
Capitán. Un mendocino:- ¡Qué hermoso es
todo esto! ¡Cómo lucen los uniformes de los granaderos! Una mendocina: - ¡Y qué bella se ve la bandera, ofrecida al
general San Martín por las damas patricias! Un anciano: - ¡Con esta bandera al frente, nuestro
ejército no perderá una sola batalla!
En este momento sale una mujer desde la multitud y
se dirige hacia la tropa. En las filas del ejército libertador tiene a su
esposo y a tres hijos. La dama mendocina (avanza hacia ellos y los besa):
¡Qué
Dios y la Virgen os protejan! Este escapulario que prendo en cada pecho será un
escudo protector. ¡Nada de llanto! ¡Los valientes no lloran; solo saben luchar
por su patria! ¡Ya veis: en mis ojos no hay una sola lágrima! ¡Qué orgullosa
estoy por haber dado a la Patria estos cuatro varones!
El general San Martín (se acerca a la esposa y
madre ejemplar y conmovido, le estrecha fuertemente la mano):
¡Gracias,
noble mujer! ¡Vuestro sacrificio no será en vano! ¡Ahora sé de donde sacan mis
soldados tanta firmeza! ¡Con madres como usted la Patria está salvada!
Esperando el momento propicio para entrar en Lima,
capital del Perú, San Martín estableció su campamento en Huaral. En Lima
contaba con numerosos partidarios de la Independencia; pero no podía
comunicarse con ellos porque las tropas del general José de la Serna, jefe
realista, detenían a los mensajeros. Una mañana, el general San Martín encontró
a un indio alfarero. Se quedó mirándolo un largo rato. Luego lo llamó aparte y
le dijo:
¿Quieres
ser libre y que tus hermanos también lo sean?
Sí,
usía. ¡Cómo no he de quererlo! - respondió, sumiso, el indio.
-¿Te animas a fabricar doce ollas, en
las cuales pueden esconderse doce mensajes? –Sí, mi general, ¡cómo no he de
animarme! Poco tiempo después Díaz, el indio alfarero, partía para Lima con
sus doce ollas mensajeras disimuladas entre el resto de la mercancía. Llevaba
el encargo de San Martín de vendérselas al sacerdote Luna Pizarro, decidido patriota.
La contraseña que había combinado hacía tiempo era:
“un cortado de cuatro reales” Grande
fue la sorpresa del sacerdote, que ignoraba cómo llegarían los mensajes, al ver
cómo el indio quería venderle las doce ollas en las que él no tenía ningún interés.
Díaz tiró una de ellas al suelo, disimuladamente, y el sacerdote pudo ver un
diminuto papel escondido en el barro. -¿Cuánto
quieres por todas? Preguntó al indio. -Un
cortado de cuatro reales- respondió Díaz, usando la contraseña convenida.
Poco después, el ejército libertador, usaba esta nueva frase de reconocimiento:
Con días y ollas... ¡venceremos!