Encabezo deliberadamente esta
nota con un título chocante; lo es porque la palabra empleada ha caído en
desuso y puede causar extrañeza. No cito la definición del catecismo sino la
del diccionario: “tener ayuntamiento o cópula carnal fuera del matrimonio”.
Este vicio se ha convertido en algo trivial, común, insustancial. Lo llamo
vicio porque el diccionario define “fornicario: que tiene el vicio de
fornicar”. Él o ella en principio, aunque hoy día la “igualdad de género”
permite otras combinaciones, antinaturales.
Indico dos ejemplos de
banalización. En la Sección Espectáculos de EL DIA se puede seguir una crónica
diaria de la fornicación en el mundo de la farándula; hay records notables de
señoritas (no estoy seguro de que sea ésta la identificación que corresponde)
que cambian de “novio” cinco o seis veces al año; se supone que no se reúnen
con ellos a leer la Biblia. Antes, a estos comportamientos y a las personas que
los practicaban se les aplicaban otros nombres. Se puede pensar que son casos
extremos, que se exhiben en un escaparate para suscitar envidia y la ilusión de
llegar a imitarlos. Escándalo, como se lo llamaba antaño: inducir a otro al
mal, más intenso cuando la conducta desviada es promovida como una moda. La
superficialidad de esos casos resulta irrisoria: escarceos, idas y vueltas,
traiciones y arrepentimientos, cada tanto algún rumor de embarazo que no se
confirma. La protagonista innombrada, por supuesto, es siempre la cama.
Felizmente, la mayor parte de la gente no tiene tiempo ni plata para gastar en
esas placenteras ociosidades. Pero el mal ejemplo cunde, fascina, lo anormal se
puede ir convirtiendo en deseable primero, luego en moralmente neutro y
finalmente en normal. “Lo hacen todos”, ese es el lema.
SEXO EN LOS JUEGOS OLIMPICOS
El segundo ejemplo prometido
procede de los Juegos Olímpicos. El Ministerio de Salud de Brasil envió a Río
de Janeiro nueve millones de profilácticos, 450.000 destinados a la Villa de
los Atletas, donde se hospedaban 10.500 deportistas de todo el mundo, más los
técnicos. La prensa brasileña hizo un cálculo: 42 condones por cada atleta,
teniendo en cuenta los 17 días de duración de las competencias. La preparación
para las mismas impone, como es lógico, la abstinencia, pero después de cada
competición; ¡a coger atléticamente! No se asuste el lector por el uso de este
verbo, no incurro en una grosería impropia de un obispo. El Diccionario de la
Academia, en la acepción 24 del término señala que es un vulgarismo americano:
“realizar el acto sexual”; pero en la acepción 19 define: “cubrir el macho a la
hembra”; aquí entonces aparece en el significado de la palabra un matiz de
animalidad. Quiero decir en consecuencia que la cultura fornicaria que se va
extendiendo sin escrúpulo alguno es un signo de deshumanización, no es propia
de mujeres y varones como deben ser según su condición personal. Algo de no
humano, de animaloide aparecería en esa conducta.
La deshumanización del eros,
que por su propia naturaleza es carnal y espiritual, comienza por el descarte
del pudor, de la honestidad, de la modestia, del recato. En estos valores cifra
la plena humanidad de la actuación sexual, que no se exhibe obscenamente, ni en
sus preparaciones. Pienso en el “petting” descontrolado en lugares públicos.
Valga una muestra del impudor hodierno: los “trajes” de baño femeninos que se
reducen a tres trocitos simbólicos de tela; ¿no sería más sincero que en la
playa o la pileta se presentasen desnudas? No cargo la cuenta sobre el bello
sexo; era tradicional que el varón tomara la iniciativa, y lo hace muchas veces
abusando de su vigor, aunque las artes de la seducción no le sean ajenas, ahora
desplegando instrumentos cosméticos, gimnásticos y hasta quirúrgicos. Por no
hablar del cine, la televisión y las series de internet; a la pornografía la
camuflan verbalmente hablando de “escenas fuertes”.
LIBERTAD LUCIDA
La banalización que he
señalado implica asimismo una confusión fatal acerca del amor: no es éste una
mera efusión sentimental, ni la sola atracción física, sino especial y
esencialmente un acto electivo de la voluntad, en el que se ejercita en pleno
la libertad, una libertad lúcida, consciente, una decisión de permanencia que
aquieta para siempre en el bien amado. La seducción de la belleza, por cierto,
cumple su papel -Platón asociaba sabiamente belleza y eros- en el conjunto de
la elección personal. Lo propiamente humano es que tal decisión electiva sea
para siempre, como signo de madurez, preparada en una educación para el respeto
mutuo, la amistad sin fingimiento, la disposición a afrontar juntos -él y ella-
las dificultades de la vida tanto como las infaltables alegrías. Entonces cobra
sentido la unión sexual de un varón y una mujer.
En el contexto de una recta
antropología, de una idea completa del ser humano en la que se asume su
realidad biológica y psicológica, es fácil comprender que el acto sexual tiene
una doble finalidad: es unitivo y procreativo. El gesto de la unión corporal
acompaña, ratifica e incentiva la unión de las almas. La fornicación lo
convierte en una gimnasia superficial y provisoria, propia de parejas
desparejas, sin el compromiso de por vida que integra la expresión sexual en el
conjunto de la convivencia matrimonial, con la apertura a los hijos. Una señal
alarmante de deshumanización se manifiesta en el lenguaje: novio-novia, ex
novio- ex novia, pareja-ex pareja, ya no marido y mujer, esposo y esposa;
aquello debe llamarse, en realidad, concubinato. Las consecuencias personales y
sociales se pueden percibir en la orfandad afectiva –e incluso efectiva- de
tantos niños y adolescentes y la cantidad superior de abusos que se registra
precisamente en el interior de esas formas de “rejunte”, que no son verdaderas
familias. Además la generalización de las relaciones sexuales entre
adolescentes no permite augurar nada bueno. Comienza cada vez más temprano la
banalización del sexo.
La finalidad procreativa del
acto sexual es frecuentemente bloqueada, de modo expreso, intencional, en las
fornicaciones ocasionales, pero también en la convivencia marital. El negocio
de los anticonceptivos ha ocultado la sabia disposición de la naturaleza, que
ordena en la mujer los ritmos de fertilidad. Todo ha sido bien hecho por el
Creador, y el capricho humano se niega a utilizarlo, lo burla a su placer. La
misma etimología lo esclarece de manera indiscutible: “genital”, “generación”,
“génesis” integran una familia de palabras; en griego, en latín y en
castellano: los órganos genitales y su uso sirven para dar origen a un nuevo
ser.
Existe además –no lo
olvidemos- la fornicación “contra naturam”, ahora avalada por las leyes inicuas
que han destruído la realidad natural del matrimonio y que se fundan en la
negación del concepto mismo de naturaleza y de la noción de ley natural. La
razón comprende que el cuerpo del varón y el de la mujer se ensamblan
complementariamente porque están hechos el uno para el otro; y también sus
almas. La discriminación de los antidiscriminadores ha llegado a límites
inconcebibles, como el de negar el derecho de los niños a ser criados y
educados por un padre y una madre; así se ha visto en la entrega en adopción de
niños a “matrimonios igualitarios”. Los enciclopedistas anticatólicos del siglo
XVIII se horrorizarían de semejante atentado a la razón.
CULTURA DEL DESENFRENO
El laborioso remedio de una
cultura fornicaria, del desenfreno, “akolasía” como lo llama Aristóteles, es la
“sofrosyne”, la templanza, según el mismo Filósofo lo explicaba en el Libro III
de su Ética a Nicómaco varios siglos antes de Cristo. Para nosotros,
cristianos, a la destemplanza del incontinente la sana una especie concretísima
de la templanza que se llama castidad. Aquel gran pensador observaba que hay
algo de infantil, por la irreflexión, en el desenfreno, en la intemperancia; y
añadía además que “se da en nosotros no en cuanto somos hombres, sino en cuanto
animales”. Lo propiamente humano es que la potencia sexual y su actuación se
integren armoniosamente a la riqueza de la personalidad, y que ese ejercicio se
desarrolle en el orden familiar. Es éste el logro de la virtud.
Tengo pleno respeto por las
personas concernidas en todo lo que he dicho, y comprendo con cercanía y afecto
sus conflictos, pero no puedo dejar de proclamar la verdad. Mal que le pese al
INADI, si se entera.
Mons. Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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