El más sorprendente de los mandatos divinos
que contiene la Biblia es, sin duda, el de la "guerra santa" (llamada
en griego anatema, y en hebreo, herem). Según el libro del Levítico, Dios
ordenó a Moisés que cuando conquistaran una ciudad, si antes de atacarla la
habían declarado "anatema", debían matar y destruir todo lo que había
en ella: Nada de cuanto se consagra a Yahvé con anatema, hombre, animal o campo
de su propiedad, podrá ser vendido ni rescatado... Todo habrá de ser muerto
(Lev 27, 28-29). Y leemos en el libro de Josué cómo los israelitas cumplen esta
orden en la conquista de la Tierra Prometida. Las ciudades de Jericó, Ay,
Maquedá, Libná, Lakish, Eglón, Hebrón, Debir, Jasor, etc., son declaradas
"anatema" antes de ser atacadas; y luego de su captura el relato
bíblico termina siempre con este sangriento estribillo: Mataron a filo de
espada a hombres y mujeres, a niños y ancianos, bueyes, ovejas y asnos. No
dejaron nada con vida (Jos 6, 17-21; 8, 22-24; 10, 28-42).
En el libro legislativo más evolucionado, el
Deuteronomio, se ordena lo mismo, pero sólo contra los pueblos cananeos que
habitaban en la Tierra Prometida. A las otras ciudades fuera del territorio se
les debía proponer primero la paz, y en caso de que no aceptaran había que
atacarlas. Pero "sólo los varones" debían ser exterminados; a las
mujeres, los niños y el ganado se los tomaba como botín (Deut 20, 10-14). Se
trataba, pues, de una práctica que el pueblo de Israel debía cumplir necesariamente
si quería ser fiel a Dios. Incluso se nos cuenta un episodio en el que el rey
Saúl, luego de vencer a los amalecitas, perdonó la vida a su rey, Agag.
Entonces Dios se enojó con Saúl, lo rechazó como rey de Israel, y envió al
profeta Samuel para que él degollara personalmente a Agag (1Sam 15, 32-34).
El profeta Elías, el más grande de los
profetas del Antiguo Testamento, utilizó un método no menos cruel. Luego de
debatir con 450 sacerdotes del dios cananeo Baal acerca de quién creía en el
Dios más poderoso, luego de que estos perdieran la discusión, los hizo degollar
a todos (1Rey 18, 40). Y el profeta Eliseo, enojado con unos niños que se
burlaban de su calvicie, los maldijo en nombre de Yahvé e hizo aparecer dos
osos del bosque, que mataron a 42 de ellos (2Rey 2, 23-24).
No menos sorprendentes resultan ciertas
actitudes de Dios, que no aceptaríamos en ninguna persona de bien. Se muestra
deshonesto, pues la noche del Éxodo aconseja a los israelitas pedir prestados a
sus vecinos egipcios los objetos de oro y plata que tengan, sabiendo que esa
noche han a huir y no tendrán que devolverles nada (Éx 3, 21-22; 12, 35-36). Se
muestra cruel y vengativo con los egipcios, matando al hijo del Faraón, a todos
los primogénitos del país, y ahogando al ejército entero en las aguas del mar,
porque el Faraón no permitió a los israelitas salir a dar culto a Yahvé en el
desierto (Éx 4, 23; 4, 23). Se muestra traicionero con David, a quien primero
le ordena hacer un censo de las tribus; y luego, por haberlo hecho, se enoja
con él y le manda una peste que aniquila a 70.000 personas (2Sam 24). Se
muestra falaz con el rey israelita Ajab, a quien engaña para que salga a luchar
contra los arameos sabiendo que lo van a matar (1Rey 22, 20-23).
También hallamos a muchos personajes bíblicos
famosos, que siempre han sido motivo de admiración, realizando acciones
cuestionables desde el punto de vista moral. Por ejemplo Abraham, nuestro padre
en la fe, le miente al Faraón de Egipto que Sara es su hermana, cuando en
realidad era su mujer, para salvar su vida y ser bien tratado, y se la entrega
como esposa al Faraón (Gn 12, 10-20). Y lo vuelve a hacer con el rey Abimélek,
de Guerar (20, 1-11). También Isaac miente que su mujer es su hermana y se la
entrega al rey de Guerar (Gn 26, 7-11). Y en ningún caso Dios parece
molestarse. El patriarca Jacob, alentado por su madre, engaña a Isaac su padre,
ya viejo y ciego, para robarle la bendición que le correspondía a su hermano
Esaú (Gn 27). Y más tarde, el mismo Jacob usará una estratagema para quedarse
con la hacienda de su tío Labán (Gn 30, 25-43).
Simeón y Leví traicionan a los habitantes de
Siquem, asegurándoles que sus hijos se casarán con las hijas de ellos, a
condición de que se circunciden. Pero sólo es un ardid para debilitarlos y
poder matarlos (Gn 34, 6-29). Yael, una mujer madianita, asesina traidoramente
al general Sísara en su tienda, quebrando así las sagradas leyes de la
hospitalidad oriental (Jc 5, 24), y luego es alabada como bendita entre las
mujeres (Jc 5, 24). Salomón, el rey más glorioso que reinó en Israel, llegó a
tener en su harén 700 esposas. Y como si esto fuera poco, lo completó con 300
concubinas más (1Rey 11, 1-3). ¡Mil mujeres! Y a Dios no pareció preocuparle
demasiado.
La Biblia nos sorprende con varias de estas
narraciones. Una de ellas es la del incesto de Lot con sus hijas (Gn 19,
30-38). Se cuenta que después de la destrucción de Sodoma y Gomorra, Lot y sus
dos hijas fueron a vivir a una cueva. Y como no quedaban ya más hombres en el
país con quien procrear, las jóvenes emborracharon a su padre, se acostaron con
él y así quedaron embarazadas. A pesar de este incesto, las hijas de Lot son
bendecidas por Dios con dos hijos, Moab y Ben Ammí. Otro relato que nos resulta
inconcebible también tiene como protagonista a Lot, el cual, para salvar a unos
huéspedes que había en su casa, de los habitantes de Sodoma que querían
violarlos, les ofrece a sus dos hijas vírgenes para que hicieran con ellas lo
que quisieran, demostrando que el honor de una hija es menos importante que el deber
de la hospitalidad (Gn 19, 4-8). Lo mismo hace un hombre de la ciudad de
Guibeá, que pone a su hija y a su concubina en manos de sus vecinos, para
proteger de ellos a un huésped (Jc 19, 22-25). Todo esto, sin que aparentemente
a Dios le parezca mal.
Incluso en las oraciones, que de por sí
deberían ser la cumbre de la espiritualidad y el amor humanos, encontramos
frases desconcertantes de odio y malevolencia, en las que el israelita implora
a Dios lo peor para sus enemigos. Así, el Salmo 137 dice, refiriéndose a los
babilonios que habían sometido a Israel: ¡Ciudad de Babilonia, la devastadora,
feliz quien te devuelva el mal que nos hiciste, feliz al que tome a tus hijos y
los estrelle contra la roca! (v. 8-9). De igual modo, un hombre que se siente falsamente
acusado y calumniado le pide a Dios que lo vengue contra su acusador, y reza:
¡Que se muera joven, y que otro ocupe su cargo; que sus hijos se queden
huérfanos, y su mujer quede viuda; que sus hijos anden vagando y pidiendo
limosna, y que los echen de su casa destruida; que el acreedor le quite todos
sus bienes, y que gente desconocida le robe sus ganancias; que nadie tenga
piedad de sus huérfanos, y que su descendencia sea exterminada! (Sal 109,
8-13).
Otra oración, esta vez contra los malos jueces,
dice: Dios mío, rómpeles los dientes de su boca, arráncales esos colmillos de
leones. Que desaparezcan, como el agua que se escurre. Que se pudran como la
hierba que se pisa. Que sean como un niño abortado, que nunca vio la luz (Sal
58, 7-9). Hasta el profeta Jeremías suplica a Dios el mal para aquellos
enemigos suyos que habían intentado matarlo: Señor, haz que sus hijos sufran
hambre, y que mueran desangrados por la espada; que sus mujeres queden sin
hijos y viudas; que sus maridos sean asesinados, y sus hijos mueran en la
guerra (Jr 18, 21). Como vemos, todas oraciones muy poco edificantes. Jesús nos
ordenó rezar por nuestros enemigos, pero ¿podemos rezar así?
Ariel Álvarez Valdés
Biblista