El papel de la mujer en el
mundo oriental de aquella época y en particular en Israel era mucho más
asfixiante de lo que hoy se puede pensar. El desprecio de los hombres de
aquellos días por sus mujeres era algo que hoy resulta difícil de comprender. Por
ejemplo, cuando la mujer judía salía de su casa, no importaba para qué, tenía
que llevar siempre la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos
sobre la cabeza, una diadema sobre la frente, con cintas colgantes hasta la
barbilla, y una malla de cordones y nudos. De este modo no se podían conocer
los rasgos de su rostro. La mujer que de este modo salía de su casa sin llevar
la cabeza cubierta ofendía hasta tal punto las “buenas costumbres” que su
marido tenía el derecho y, según los doctores de la ley, hasta el deber de
despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma estipulada para el caso de
divorcio. Y sobre esto hay que decir que había mujeres tan estrictas también,
que tampoco se descubrían en su propia casa. Sólo el día de la boda, y si la
mujer era virgen y no viuda, aparecía en el cortejo con la cabeza al
descubierto.
Ni que decir tiene que las
israelitas, sobre todo las de las ciudades, debían de pasar inadvertidas en
público. Las reglas “judaicas” que se seguían entonces mantenían que era
preferible no hablar con las mujeres en público para el bien del alma. Estas
reglas de “buena educación” prohibían, incluso, encontrarse a solas con una
hebrea, y mirar a una casada, o saludarla. Era un deshonor para un alumno de
los escribas hablar con una mujer en la calle. Aquella rigidez llegaba a tal
extremo que la judía que se entretenía con todo el mundo en la calle o que
hilaba a la puerta de su casa podía ser repudiada, sin recibir el pago estipulado
en el contrato matrimonial. Pero en verdad no hay que generalizar. También
había excepciones. Estas reglas eran tenidas muy en cuenta sólo entre los
grupos más puritanos, especialmente los fariseos. En el día de la expiación, había danzas en las viñas de los
campos, y las muchachas se hacían valer ante los jóvenes. Sobre todo estas
prescripciones afectaban a las familias acomodadas, donde la mujer sí que podía
llevar una vida retirada, pero no en las familias populares, donde razones
económicas lo impedían: la mujer tiene que ayudar a su marido muchas veces en
el trabajo.
Además, en el campo
reinaban relaciones más libres y sanas que en las grandes ciudades, donde las
maneras y las costumbres eran algo a lo que se daba más importancia. En los
pueblos la mujer va a la fuente a por agua, se une al trabajo de los hombres en
el campo, vende productos de la cosecha, sirve en la mesa, etc. Tampoco se
llevaba tan rigurosamente la costumbre de taparse la cabeza en el campo. La
situación de la mujer en la casa no se veía modificada, en relación a esta
conducta pública. Las hijas, por ejemplo, debían ceder siempre los primeros
puestos, e incluso el paso por las puertas, a los muchachos. Su formación se
limitaba estrictamente a las labores domésticas, así como a coser y tejer.
Cuidaban de los hermanos más pequeños y, respecto del padre, tenían la
obligación de alimentarlo, darle de beber, vestirlo, cubrirlo, sacarlo y
meterlo cuando era anciano, y lavarle la cara, las manos y los pies. Sus
derechos, en lo que se refiere a la herencia, no era el mismo que el de los
varones. Los hijos y sus descendientes precedían a las hijas.
La patria potestad era muy
grande respecto a las hijas menores antes de su boda. Se hallaban en poder de
su padre. La sociedad judía de aquel tiempo distinguía tres edades: la menor
(qatannah, hasta la edad de doce años y un día), la joven (na’arah, entre los
doce y los doce años y medio), y la mayor (bôgeret, después de los doce años y
medio). Hasta esta última edad, el cabeza de la familia tenía toda la potestad,
a no ser que la joven estuviese ya prometida o separada. Según este código
social las hijas no tenían derecho a poseer absolutamente nada: ni el fruto de
su trabajo ni lo que pudiese encontrar, por ejemplo, en la calle. Todo era del
padre. La hija, hasta los doce años y medio, no podía rechazar un matrimonio
impuesto por el padre. El padre podía vender a su hija como esclava, siempre
que no hubiera cumplido los doce años. Los esponsales solían celebrarse muy
temprano. Al año de ser mayor, la hija celebraba la boda, pasando entonces de
la potestad del padre a la del marido. Y realmente, no se sabía qué podía ser
peor.
Después del contrato de
compra-venta, pues eso era en el fondo la ceremonia de esponsales y matrimonio,
la mujer pasaba a vivir a la casa del esposo. Esto, generalmente, significaba
una nueva carga, amén del enfrentamiento con otra familia extraña a la recién
llegada, a la que casi siempre se manifestaba una abierta hostilidad. A decir
verdad, la diferencia entre la esposa y la esclava o una concubina era que
aquella disponía de un contrato matrimonial y las últimas no. A cambio de muy
pocos derechos, la esposa se encontraba cargada de deberes: tenía que moler el
grano, coser, lavar, cocinar, amamantar a los niños, hacer la cama del marido
y, en compensación por su sustento, hilar y tejer. Otros añadían incluso a
estas obligaciones las de lavar la cara, manos y pies, y preparar la copa del
marido. El poder del marido y del padre llegaba al extremo de que, en caso de
peligro de muerte, había que salvar antes al marido. Al estar permitida la
poligamia, la esposa tenía que soportar la presencia y las constantes afrentas
de o de las concubinas. Pero la poligamia sólo podía ser asumida por la gente
pudiente y no era habitual.
En cuanto al divorcio, que
estaba admitido según la Ley mosaica, el derecho estaba única y exclusivamente
de parte del marido. Sólo él podía iniciar el trámite. Esto daba lugar, lógicamente,
a constantes abusos. Naturalmente, dentro de estos límites, la situación de la
mujer variaba según los casos particulares. Había dos factores que tenían
especial importancia: por una parte, la mujer encontraba apoyo en sus parientes
de sangre, especialmente en sus hermanos, lo cual era capital para su vida
conyugal; por otra parte, el tener niños, especialmente varones, era muy
importante para la mujer. La carencia de hijos era considerada como una gran
desgracia, incluso como un castigo divino. La mujer, al ser madre de un hijo,
era considerada: había dado a su marido el regalo más precioso. La mujer viuda
quedaba también en algunas ocasiones vinculada a su marido: cuando éste moría
sin hijos. En este caso debía esperar, sin poder intervenir en nada ella misma,
que el hermano o los hermanos de su difunto marido contrajesen con ella
matrimonio levirático o manifestasen su negativa, sin la cual no podía ella
volver a casarse.
Por supuesto, desde el
punto de vista religioso, la mujer israelita tampoco estaba equiparada con el
hombre. Se veía sometida a todas las prescripciones de la Torá y al rigor de
las leyes civiles y penales, incluida la pena de muerte, no teniendo acceso, en
cambio, a ningún tipo de enseñanza religiosa. Una sentencia del Rabí Eliezer,
por ejemplo, decía que “quien enseña la Torá a su hija, le enseña el
libertinaje”, y otra decía: “Vale más quemar la Torá que transmitirla a las
mujeres”. La mujer no estaba obligada a ir en peregrinación a Jerusalén por las
fiestas de Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos, habitar en las tiendas en la
fiesta y agitar los lûlab, hacer sonar el sopar el día de Año Nuevo, leer el
libro de Ester (magillah) en la fiesta de los Purim, recitar cada día el semá,
etc. De las dos partes de la sinagoga, sabbateion y andron, la primera, dedicada
al servicio litúrgico, era accesible también a las mujeres; por el contrario,
la otra parte, destinada a las lecciones de los escribas, sólo era accesible a
los hombres y los muchachos, como ya indica su mismo nombre. Pero esto no se
seguía con exactitud, pues en las familias de elevado rango, se daba a las
hijas una formación profana, haciéndoles aprender griego.
Los derechos religiosos de
las mujeres, lo mismo que los deberes, estaban limitados. Las mujeres sólo
podían entrar en el templo al atrio de los gentiles y al de las mujeres;
durante los días de la purificación mensual y durante un período de 40 días
después del nacimiento de un varón y 80 del de una niña no podían entrar
siquiera al atrio de los gentiles. Durante este período se consideraba a las
mujeres fuentes de impureza y debían mantenerse alejadas de los lugares de
culto. No era usual que las mujeres impusiesen su mano sobre la cabeza de las
víctimas para el sacrificio y sacudiesen sus porciones. Las mujeres podían
entrar en la parte de la sinagoga utilizada para el culto; pero había unas
barreras y un enrejado que separaban el lugar destinado a las mujeres. Más
tarde se llegó incluso a construir para ellas una tribuna con una entrada
particular. En el servicio litúrgico, las mujeres se limitaban únicamente a
escuchar. No podían hacer la lectura porque era rarísimo que supieran leer y
mucho menos se esperaba de ellas que pudieran hacer una enseñanza pública.
En la casa, la mujer no
era contada en el número de personas invitadas a pronunciar la bendición tras
la comida y tampoco tenía el derecho a prestar testimonio en un juicio.
Sencillamente, era considerada mentirosa por naturaleza. Para concluir, era muy
significativo que el nacimiento de un varón era motivo de alegría, y el de una
niña se veía acompañado de la indiferencia, e incluso de la tristeza. Los
escritos rabínicos llegaban a proclamar: “¡Desdichado
de aquel cuyos hijos son niñas!”. Teniendo en cuenta todos
estos precendentes se valorará más en su justa medida el valor que representaba
el que Jesús se rodease también de mujeres, que conversase libremente con ellas
y que las tratase como a los hombres; e incluso que infundiese esos mismos
nuevos ánimos y sentimientos en la mente de los hombres que le conocieron. En
el relato de “Buscando a Jesús”, el maestro, en una acción inédita para la
época, llegó a nombrar a un grupo de mujeres como predicadoras, adelantándose
incluso a nuestro tiempo. Esta actitud no trajo para el Rabí sino enormes
quebraderos de cabeza y fracasos, y los primeros cristianos no tardaron en
silenciar estas posturas para no perder adeptos.