PRIMERA PALABRA
“PADRE, PERDÓNALES, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN”
(Luc. 23, 34)
Según la narración de Lucas,
ésta es la primera Palabra pronunciada por Jesús en la Cruz. Cristo se ve
envuelto en un mar de insultos, de burlas y de blasfemias. Lo hacen los que
pasan por el camino, los jefes de los judíos, los dos malhechores que han sido
crucificados con El, y también los soldados. Se mofan de Él diciendo: “Si eres hijo de Dios, baja de la Cruz y
creeremos en ti” (Mt. 27,42). “Ha
puesto su confianza en Dios, que Él lo libre ahora” (Mt.27,43).
La humanidad entera,
representada por los personajes allí presentes, se ensaña contra El. “Me dejareis sólo”, había dicho Jesús a
sus discípulos. Y ahora está solo, entre el Cielo y la tierra. Se le negó
incluso el consuelo de morir con un poco de dignidad. Jesús no sólo perdona,
sino que pide el perdón de su Padre para los que lo han entregado a la muerte. Para
Judas, que lo ha vendido. Para Pedro que lo ha negado. Para los que han gritado
que lo crucifiquen, a El, que es la dulzura y la paz. Para los que allí se
están mofando.
Y no sólo pide el perdón
para ellos, sino también para todos nosotros. Para todos los que con nuestros
pecados somos el origen de su condena y crucifixión. “Padre, perdónales, porque no saben…” Jesús sumergió en su oración
todas nuestras traiciones. Pide perdón, porque el amor todo lo excusa, todo lo
soporta… (1 Cor. 13).
SEGUNDA PALABRA
“TE LO ASEGURO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO”
(Luc. 23, 43)
Sobre la colina del
Calvario había otras dos cruces. El Evangelio dice que, junto a Jesús, fueron
crucificados dos malhechores. (Luc. 23,32). La sangre de los tres formaban un
mismo charco, pero, como dice San Agustín, aunque para los tres la pena era la
misma, sin embargo, cada uno moría por una causa distinta. Uno de los
malhechores blasfemaba diciendo: “¿No
eres Tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!” (Luc.
23,39). Había oído a quienes insultaban a Jesús. Había podido leer incluso el
título que habían escrito sobre la Cruz: “Jesús
Nazareno, Rey de los judíos”. Era un hombre desesperado, que gritaba de
rabia contra todo.
Pero el otro malhechor se
sintió impresionado al ver cómo era Jesús. Lo había visto lleno de una paz, que
no era de este mundo. Le había visto lleno de mansedumbre. Era distinto de todo
lo que había conocido hasta entonces. Incluso le había oído pedir perdón para
los que le ofendían. Y le hace esta súplica, sencilla, pero llena de vida: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu
Reino”. Se acordó de improviso que había un Dios al que se podía pedir paz,
como los pobres pedían pan a la puerta de los señores.
Y Jesús, que no había
hablado cuando el otro malhechor le injuriaba, volvió la cabeza para decirle: “Te lo aseguro. Hoy estarás conmigo en el
Paraíso”. Jesús no le promete nada terreno. Le promete el Paraíso para
aquel mismo día. El mismo Paraíso que ofrece a todo hombre que cree en El. Pero
el verdadero regalo que Jesús le hacía a aquel hombre, no era solamente el
Paraíso. Jesús le ofreció el regalo de sí mismo. Lo más grande que puede poseer
un hombre, una mujer, es compartir su existencia con Jesucristo. Hemos sido
creados para vivir en comunión con él.
TERCERA PALABRA
“MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO, AHÍ TIENES A TU MADRE”
(Jn. 19, 26)
Junto a la Cruz estaba
también María, su Madre. La presencia de María junto a la Cruz fue para Jesús
un motivo de alivio, pero también de dolor. Tuvo que ser un consuelo el verse
acompañado por Ella. Ella que, por otra parte, era el primer fruto de la
Redención. Pero, a la vez, esta presencia de María tuvo que producirse un
enorme dolor, al ver el Hijo los sufrimientos que su muerte en la cruz estaban
produciendo en el interior de su Madre. Aquellos sufrimientos le hicieron a
Ella Corredentora, compañera en la redención.
Era la presencia de una
mujer, ya viuda desde hacía años, según lo hace pensar todo. Y que iba a perder
a su Hijo. Jesús y María vivieron en la Cruz el mismo drama de muchas familias,
de tantas madres e hijos, reunidos a la hora de la muerte. Después de largos
períodos de separación, por razones de trabajo, de enfermedad, por labores
misioneras en la Iglesia, o por azares de la vida, se encuentran de nuevo en la
muerte de uno de ellos. Al ver Jesús a su Madre, presente allí, junto a la
Cruz, evocó toda una estela de recuerdos gratos que habían vivido juntos en
Nazaret, en Caná, en Jerusalén. Sobre sus rodillas había aprendido el shema, la
primera oración con que un niño judío invocaba a Dios. Agarrado de su mano, había
ido muchas veces a la Pascua de Jerusalén… Habían hablado tantas veces en
aquellos años de Nazaret, que el uno conocía todas las intimidades del otro.
En el corazón de la Madre
se habían guardado también cosas que Ella no había llegado a comprender del todo.
Treinta y tres años antes había subido un día de febrero al Templo, con su Hijo
entre los brazos, para ofrecérselo al Señor. Y fue precisamente aquel día,
cuando de labios de un anciano sacerdote oyó aquellas palabras: “A ti, mujer, un día, una espada te
atravesará el alma”. Los años habían pasado pronto y nada había sucedido
hasta entonces. En la Cruz se estaba cumpliendo aquella lejana profecía de una
espada en su alma. Pero la presencia de María junto a la Cruz no es simplemente
la de una Madre junto a un Hijo que muere. Esta presencia va a tener un
significado mucho más grande. Jesús en la Cruz le va a confiar a María una
nueva maternidad. Dios la eligió desde siempre para ser Madre de Jesús, pero
también para ser Madre de los hombres.
CUARTA PALABRA
“DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO”
(Mt. 27,46)
Son casi las tres de la
tarde en el Calvario y Jesús está haciendo los últimos esfuerzos por hacer
llegar un poco de aire a sus pulmones. Sus ojos están borrosos de sangre y
sudor. Y en este momento, incorporándose, como puede, grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”. No había gritado en el huerto de los Olivos, cuando sus venas
reventaron por la tensión que vivía. No había gritado en la flagelación, ni
cuando le colocaron la corona de espinas. Ni siquiera lo había hecho en el
momento en que le clavaron a la Cruz.
Jesús, el Hijo único,
aquel a quien el Padre en el Jordán y en el Tabor había llamado: “Mi Hijo único” , “Mi Predilecto”, “Mi
amado”, Jesús en la Cruz se siente abandonado de su Padre. ¿Qué misterio es
éste? ¿Cuál es el misterio de Jesús Abandonado, que dirigiéndose a su Padre, no
le llama “Padre”, como siempre lo había hecho, sino que le pregunta, como un
niño impotente, que por qué le había abandonado? ¿Por qué Jesús se siente
abandonado de su Padre? Este momento de la Pasión de Jesús, en que se siente
abandonado de su mismo Padre, es el más doloroso para El de toda la Redención.
El verdadero drama de la Pasión Jesús lo vivió en este abandono de su padre.
Y en este abandono de
Jesús, descubrimos el inmenso amor que Jesús tuvo por los hombres y hasta dónde
fue capaz de llegar por amor a su Padre. Porque todo lo vivió por haberse
ofrecido a devolver a su Padre los hijos que había perdido y por obediencia a
Él.
QUINTA PALABRA
“TENGO SED” (Jn. 19, 28)
1.- Uno de los más
terribles tormentos de los crucificados era la sed. La deshidratación que
sufrían, debida a la pérdida de sangre, era un tormento durísimo. Y Jesús, por
lo que sabemos, no había bebido desde la tarde anterior. No es extraño que
tuviera sed; lo extraño es que lo dijera.
2.- La sed que experimentó
Jesús en la Cruz fue una sed física. Expresó en aquel momento estar necesitado
de algo tan elemental como es el agua. Y pidió, “por favor”, un poco de agua,
como hace cualquier enfermo o moribundo. Jesús se hacía así solidario con
todos, pequeños o grandes, sanos o enfermos, que necesitan y piden un poco de
agua. Y es hermoso pensar que cualquier ayuda prestada a un moribundo, nos hace
recordar que Jesús también pidió un poco de agua antes de morir.
3.- Pero no podemos
olvidar el detalle que señala Juan: Jesús dijo: “Tengo sed”. “Para que se cumpliera la Escritura”, dice Juan
(Jn.19, 28). Jesús habló en esta quinta Palabra de “su sed”. Aquella sed que
vivía El como Redentor. Jesús, en aquel momento de la Cruz, cuando está
realizando la Redención de los hombres, pedía otra bebida distinta del agua o
del vinagre que le dieron.
Poco más de dos años
antes, Jesús se había encontrado junto al pozo de Sicar con una mujer de
Samaria, a la que había pedido de beber.”Dame
de beber”. Pero el agua que le pedía no era la del pozo. Era la conversión
de aquella mujer. Ahora, casi tres años después, Juan que relata este pasaje,
quiere hacernos ver que Jesús tiene otra clase de sed. Es como aquella sed de
Samaria.
“La sed del cuerpo, con ser grande -decía Santa Catalina de Siena- es limitada. La sed espiritual es infinita”.
Jesús tenía sed de que
todos recibieran la vida abundante que El había merecido. De que no se hiciera
inútil la redención. Sed de manifestarnos a Su Padre. De que creyéramos en Su
amor. De que viviéramos una profunda relación con El. Porque todo está aquí: en
la relación que tenemos con Dios.
SEXTA PALABRA
“TODO ESTÁ CUMPLIDO” (Jn. 19, 30)
Estas fueron las últimas
palabras pronunciadas por Jesús en la Cruz. Estas palabras no son las de un
hombre acabado. No son las palabras de quien tenía ganas de llegar al final.
Son el grito triunfante del vencedor. Estas palabras manifiestan la conciencia
de haber cumplido hasta el final la obra para la que fue enviado al mundo: dar
la vida por la salvación de todos los hombres. Jesús ha cumplido todo lo que
debía hacer. Vino a la tierra para cumplir la voluntad de su Padre. Y la ha
realizado hasta el fondo.
Le habían dicho lo que
tenía que hacer. Y lo hizo. Le dijo su Padre que anunciara a los hombres la
pobreza, y nació en Belén, pobre. Le dijo que anunciara el trabajo y vivió
treinta años trabajando en Nazaret. Le dijo que anunciara el Reino de Dios y
dedicó los tres últimos años de su vida a descubrirnos el milagro de ese Reino,
que es el corazón de Dios. La muerte de Jesús fue una muerte joven; pero no fue
una muerte, ni una vida malograda. Sólo tiene una muerte malograda, quien muere
inmaduro. Aquel a quien la muerte le sorprende con la vida vacía. Porque en la
vida sólo vale, sólo queda aquello que se ha construido sobre Dios.
Y ahora Jesús se abandona
en las manos de su Padre. “Padre, en tus manos pongo mi Espíritu”. Las manos de
Dios son manos paternales. Las manos de Dios son manos de salvación y no de
condenación. Dios es un Padre. Antes de Cristo, sabíamos que Dios era el
Creador del mundo. Sabíamos que era Infinito y todopoderoso, pero no sabíamos
hasta qué punto Dios nos amaba. Hasta qué punto Dios es PADRE. El Padre más
Padre que existe. Y Jesús sabe que va a descansar al corazón de ese Padre.
SÉPTIMA PALABRA
“PADRE, EN TUS MANOS PONGO MI ESPÍRITU (Luc. 23,46)
Y el que había temido al
pecado, y había gritado: “¿Por qué me
has abandonado?”, no tiene miedo en absoluto a la muerte, porque sabe que
le espera el amor infinito de Su Padre. Durante tres años se lanzó por los
caminos y por las sinagogas, por las ciudades y por las montañas, para gritar y
proclamar que Aquel, a quien en la historia de Israel se le llamaba “El”,
“Elohim”, “El Eterno”, “El sin nombre”, sin dejar de ser aquello, era Su Padre.
Y también, nuestro Padre. Y si es cierto que es un Padre Todopoderoso, también
es cierto que lo es todo cariñoso. Y en las mismas manos que sostiene el mundo,
en esas mismas manos lleva escrito nuestro nombre, mi nombre.
Hay que vivir con la
alegre noticia de que Dios es el Padre que cuida de nosotros. Y, aunque a veces
sus caminos sean incomprensibles, tener la seguridad de que El sabe mejor que
nosotros lo que hace. Hay que amar a Dios, sí. Pero también hay que dejarse
amar y querer por Dios. En las manos de ese Padre que Jesús conocía y amaba tan
entrañablemente, es donde El puso su espíritu.