La hermosa reina
de Saba gobernaba sobre uno de los reinos más ricos, pero envidiaba un bien más
precioso, la sabiduría proverbial del rey Salomón… Este fabuloso relato evocado
por tres religiones monoteístas nunca dejará de avivar nuestra curiosidad y
fascinación. El reino de Saba en el siglo X a. C. se corresponde más o menos
con el actual Yemen en Arabia del Sur, con el norte de Etiopía y con Eritrea. La
riqueza de estas tierras confería un inmenso poder a quien conocemos como la
reina de Saba o Sabá, Melket Hava en el Antiguo Testamento (1 Reyes 10,1-13),
la “Reina del Sur” en el Evangelio de Lucas (11,31) y Balkis en el Corán.
Es una mujer
joven, hermosa y seductora, pero tan autoritaria como caprichosa. No le falta
de nada: oro, especias, piedras preciosas, incienso… Sin embargo, ha llegado
hasta sus oídos la reputación de la sabiduría del rey Salomón e, intrigada,
decide satisfacer su curiosidad emprendiendo una expedición sin parangón, según
cuenta la Biblia. A través de dunas y desiertos, desfiló una línea interminable
de camellos cargados de oro y piedras preciosas en cantidades increíbles. Su
llegada a Jerusalén no podía pasar desapercibida.
Nada más llegar,
la reina de Saba sometió a Salomón a una multitud de preguntas y enigmas que,
por desgracia, la Biblia no detalla. Había de ser un momento inolvidable el
encuentro con quien, desde muy joven, no dudó en pedir a Yahvé: “Concede entonces a tu servidor un corazón
comprensivo, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal”,
en vez de riquezas o victorias. La maravillada reina confesó: “¡Realmente era verdad lo que había oído
decir en mi país acerca de ti y de tu sabiduría! Yo no lo quería creer, sin
venir antes a verlo con mis propios ojos. Pero ahora compruebo que no me habían
contado ni siquiera la mitad: tu sabiduría y tus riquezas superan la fama que
llegó a mis oídos”.
Visto que el Dios
de Israel sobrepasaba a todos los demás dioses que había venerado hasta ese
momento, la Reina deslumbrada depositó entonces a los pies de Salomón ciento
veinte talentos de oro, piedras preciosas y perfumes desconocidos en Jerusalén.
¿Se mantuvo Salomón insensible al encanto de la joven reina deslumbrada por su
personalidad? Aunque la Biblia se mantiene discreta al respecto, un texto de
tradición etíope –La Gloria de los Reyes– que data del siglo XIV nos cuenta que
ella rechazó la propuesta de matrimonio de Salomón. Gran caballero, tomó nota
de su rechazo, pero le planteó una extraña condición a la reina: no debía
tomar nada de su palacio durante su estancia.
La leyenda aclara
este curioso subterfugio: Salomón sirve en honor de la reina una cena picante,
a ella le entra sed y no puede evitar beber agua del palacio, rompiendo así el
pacto… De su unión nacería Menelik, el primer emperador de una larga dinastía
que perviviría hasta el siglo XX. La reina, venida de Oriente en su
suntuosidad, regresó a su reino convertida al Dios de Israel. Inspirada por
Dios, la sabiduría de Salomón había convertido a la rica y pagana Reina de
Saba. La fascinación ejercida por esta reina ha nutrido la alimentación de
muchos artistas durante siglos. Claude Gellée, conocido como Claudio de Lorena,
dejó en su pintura Puerto con el embarque de la Reina de Saba (1648) una
representación memorable muy diferente de la de Nicolas Vleughels, Salomón y la
Reina de Saba (1728), que evoca el famoso encuentro en un templo ¡de estilo
veneciano!
La literatura no
se iba a quedar atrás, con La tentación de san Antonio de Flaubert o con Gérard
de Nerval. Más cerca de nuestro tiempo, André Malraux escribió su expedición en
avión arriesgando su vida en Yemen en 1934 en busca del palacio de la reina. La
música también ha legado composiciones famosas, como el oratorio Salomón de
Händel en 1748, que reserva una llegada triunfal para la reina de Saba.
Fuente: