Mateo nos cuenta, al
relatar la infancia de Jesús, cómo san José estuvo a punto de divorciarse de su
esposa María cuando se enteró de que ella estaba embarazada y que el hijo que
esperaba no era suyo. Los cristianos siempre se han sentido desconcertados por
el dramático momento que le tocó vivir a la sagrada familia, y se han
preguntado: ¿Dudó realmente José de la honestidad de su esposa? ¿Pensó que le
había sido infiel con otro hombre? ¿Cuánto tiempo vivió torturándose en
silencio, sin saber que el niño que ella llevaba en las entrañas venía del
Espíritu Santo, hasta que un ángel le contó la verdad? ¿Y por qué María no se
lo dijo, si nadie le había prohibido hacerlo? ¿Por qué Dios sólo le anunció a
ella lo del embarazo virginal, y no a José? ¿Sólo para mortificarlo? ¿Y por qué
José quiso abandonarla en secreto?
Sin entrar a plantearnos
la veracidad de este episodio (que así como está contado puede ser o no
histórico), sí podemos intentar responder a estas preguntas suscitadas por el
relato de Mateo. Para ello debemos tener en cuenta las costumbres matrimoniales
de aquella época. Los judíos solían casarse temprano: a los 18 años los varones
y a los 13 las niñas. Los mismos rabinos aseguraban que “Dios maldice al joven
que a los 20 años aún no se ha casado”. Y por tratarse de una edad tan
prematura, la elección de la pareja corría por cuenta de los padres. Para
justificar esa costumbre los israelitas decían que era el propio Dios, en el
cielo, quien concretaba las uniones matrimoniales cuarenta días antes del
nacimiento de cada niño y que luego las comunicaba a sus padres. Pero sí se
daban algunos casos en los que los jóvenes elegían a sus futuras novias.
Concretada la elección, se
realizaba la primera fase del matrimonio, llamada por los rabinos “quidushín”
(que significa consagración). Era una especie de compromiso formal, en el que
la muchacha quedaba consagrada para siempre a su novio, pero todavía no podían
vivir juntos debido a la corta edad de la joven, y a que los esposos casi no se
conocían. El período del“”quidushín” duraba generalmente un año, y los jóvenes
eran considerados ya verdaderos esposos, a tal punto que si ella llegaba a
unirse en este tiempo a algún otro hombre se convertía en adúltera; y si
llegaba a morir, el muchacho era tenido por viudo. Transcurrido el año
del“”quidushín” se efectuaba la segunda parte del matrimonio, llamada el
“nissuín”, en la que luego de una gran fiesta que duraba varios días, la joven
era conducida en procesión a la casa de su esposo para que comenzaran a vivir
juntos.
Debió de haber sido entre
el “quidushín” y el “nissuín”, es decir, entre la primera y la segunda fase del
matrimonio, cuando María quedó embarazada del Espíritu Santo. Así lo especifica
Mateo: María estaba comprometida con José. Pero antes de que ellos empezaran a
vivir juntos, ella se encontró encinta por el poder del Espíritu Santo (Mt. 1,
18-19). ¿Qué sucedió entonces entre los santos esposos? No lo sabemos. Mateo no
lo dice. Sólo podemos imaginar el drama que vivió José, atormentado por las
sospechas de infidelidad de su esposa, angustia ésta que Dios no tuvo la bondad
de ahorrarle. Y las penurias de María, que veía sufrir a su esposo, pero
callaba porque tenía miedo de no ser comprendida. Este período de la vida de
José y María impresionó tanto el ánimo y la imaginación de los cristianos, que
algunos buscaron ampliar aquellos dramáticos momentos mediante nuevos relatos.
Uno de estos relatos se
halla en el evangelio apócrifo titulado El Proto Evangelio de Santiago,
compuesto hacia el año 150. En él se cuenta cómo María, hallándose de visita en
casa de su pariente Isabel, notaba que su vientre iba creciendo día tras día.
Afligida, emprendió el camino de regreso a su ciudad y se escondió.
Transcurridos unos siete meses de su embarazo, volvió José de un largo viaje de
trabajo y encontró a María embarazada. Llorando amargamente le reprochó: “¿Por
qué has hecho esto? ¿Por qué manchaste así tu alma, tú que te has criado en el
Templo de Dios, y recibiste tu alimento de las manos de un ángel?” Pero ella
llorando le contestó: “Yo soy pura. No he tenido relaciones con ningún hombre”.
José le dijo: “¿De dónde ha salido entonces lo que hay en tu vientre?” Y ella
respondió: “Te juro por la vida del Señor, mi Dios, que no sé de dónde me ha
venido esto”. Pero las cosas se complicaron más todavía para el pobre José,
porque al día siguiente un amigo suyo, enterado del estado de María, lo
denunció ante el Sumo Sacerdote diciendo: “José ha violado a la virgen que
tenía que custodiar, y en secreto ha consumado el matrimonio”.
El Sumo Sacerdote ordenó
que ambos esposos fueran conducidos al Templo y allí, con palabras duras, los
acusó de haber faltado a su palabra. Pero como ellos lloraban y juraban por
Dios que eran inocentes, resolvió someter a María a la prueba de las “aguas
amargas”. ¿Qué eran las aguas amargas? El libro de los Números (5,11-31)
mandaba que, si algún marido sospechaba de la fidelidad de su esposa y no había
forma de averiguar la verdad, éste debía llevar a la mujer al Templo para
someterla a una prueba. Allí, en presencia de testigos, se le soltaba la
cabellera (que toda mujer decente en Israel llevaba recogida para que nadie se
la viera), como una manera de avergonzarla en público. Después el Sumo
Sacerdote tomaba un vaso con agua y lo mezclaba con tierra levantada del suelo.
Luego escribía en una hoja una serie de maldiciones y juramentos con tinta, la
diluía haciendo correr el agua del vaso sobre el papel, y recogiendo otra vez
el líquido se lo daba de beber a la mujer diciéndole: “Si has sido infiel a tu
marido, si has tenido relaciones con otro hombre y te has vuelto impura, que
Dios te convierta en ejemplo de maldición ante el pueblo, y haga que se te
caigan los muslos y se te hinche el vientre”.
Se trataba, evidentemente,
de una legislación machista, que terminaba siempre dando la razón al marido, ya
que con semejante bebida cualquier mujer acababa intoxicada y con el vientre
hinchado. Pero cuentan los apócrifos, cuando María bebió del vaso un imprevisto
resplandor apareció sobre su rostro y su cara se transfiguró de tal manera que
los testigos que presenciaban el juicio no podían mirarla de frente. De ese
modo todos supieron que María era inocente. Este largo relato de los apócrifos
nos muestra hasta qué punto se estimuló la imaginación de los primeros
cristianos frente al paradójico episodio que ponía a José dudando injustamente
de su virginal esposa. Llegamos, así, al punto más oscuro y misterioso de todo
el relato. ¿Por qué José decide abandonar a María, dejándola sola y expuesta en
el peor momento de su vida? Mateo dice que porque él era justo. Pero ¿qué tiene
que ver su justicia con el hecho de abandonar a su mujer?
Se han propuesto dos
teorías para explicar la justicia de José. Según la primera, José cree que
María ha cometido adulterio. Ahora bien, la Ley de Moisés ordenaba que “la
mujer adúltera debía ser repudiada por su marido” (Dt 22, 20-21). Como José era
“justo”, es decir, cumplidor de la Ley, decide repudiarla (abandonarla) para
cumplir con la Ley. O sea que, según esta teoría, justo significaba cumplidor
de la Ley. Pero esta hipótesis choca con un inconveniente. La Ley ordenaba al
marido repudiar “públicamente” a la mujer infiel. Y José decide repudiarla en
secreto. Por lo tanto no estaría cumpliendo la Ley de Moisés. ¿Cómo entonces se lo puede llamar justo?
Biblista
Ariel
Alvarez Valdez