Comentario Bíblico
De la lectura sobre la Festividad de Corpus Christi
Del Evangelio de Lucas 9, 11-17
Todos los textos
ancestrales de Antiguo Testamento tienen algo especial en la tradiciones de
Israel, hasta el punto de poder considerar que un texto como el de Melquisedec
podría ser una campaña militar, antigua, en la que se ha querido ver que los
grandes, en este caso el rey de Salem, también ha querido ponerse a los pies del
padre del pueblo, de Abrahán.
Con los gestos del pan y
el vino que se ofrecen, las cosas más naturales de la tierra, el rey misterioso
le otorga a Abrahán un rango sagrado, casi de rey-sacerdote. Será en este
sentido cómo la carta a los Hebreos 7,1-10 se permitirá hacer una lectura nueva
de Jesucristo, de su sacerdocio no-dinástico, absolutamente distinto y
original, que no tiene parangón como el sacerdocio ministerial. En el mismo
sentido lo había ya intuido el Salmo 110,4. Se ha discutido mucho sobre quién
es este personaje, incluso tenemos un texto en Qumrán que lo ve como un ser
celeste.
El valor, de nuestro texto
es que sirve como plataforma teológica para un sentido nuevo y una
actualización de la religión inaugurada por la vida de Cristo. El hecho de que
en esa ofrenda de Melquisedec no se usen animales, sino las cosas sencillas de
la tierra, apunta a una dimensión ecológica y personalista. Jesús, antes de
morir, ofrecerá su vida ¡tal como suena! en un poco de pan y en un poco de
vino. No hacía falta más que la intención misma de entregarse, de donarse, de “pro-existir” para los demás. Con ello
se alza una protesta radical contra un culto de sacrificios de animales que no
lleva a ninguna parte. Es la vida de Dios y de los hombres la que tiene que
estar en comunión. El ser humano se fascina ante lo divino y deja de ser humano
muchas veces, pero la “comunión vital”
entre Dios y la humanidad no tiene por qué esclavizarnos a un culto externo y a
veces inhumano. Porque lo que es inhumano,
es antidivino.
El cristianismo primitivo
tuvo que hacerse “recibiendo”
tradiciones del Señor. Pablo, que no lo conoció personalmente, le da mucha
importancia a unas pocas que ha recibido. Y una de esas tradiciones son las
palabras y los gestos de la última cena. Porque el apóstol sabía lo que el
Vaticano II decía, que “la Iglesia se
realiza en la Eucaristía”. Todos debemos reconocer que aquella noche
marcaría para siempre a los suyos. Cuando la Iglesia
intentaba un camino de identidad distinto del judaísmo, serán esos gestos y
esas palabras las que le ofrecerá la oportunidad de cristalizar en el misterio
de comunión con su Señor y su Dios. Esta tradición “recibida”, según la mayoría de los especialistas, pertenece a
Antioquía (como en Lc 22,19-20), donde los seguidores de Jesús “recibieron” por primera vez el nombre
de “cristianos”. Un poco distinta es
la de Jerusalén (Mc y Mt).
Pero lo importante son las
“palabras” y el sentido que Jesús
pone en los gestos. Jesús, en la noche “en que iba a ser entregado”, se “entregó” él a los suyos. El término es
elocuente. En los relatos de la pasión aparece frecuentemente este “entregar”. No obstante lo
verdaderamente interesante es que antes de que lo entregaran a la muerte y le
quitaran la vida, él la ofreció, la entregó, la donó a los suyos en el pan y en
el vino, de la forma más sencilla y asombrosa que se podía alguien imaginar. ¿Por
qué se ha de proclamar la muerte del Señor hasta su vuelta? ¿Por qué recordar
la ignominia y la violencia de su muerte? ¿Para resaltar la dimensión
sacrificial de nuestra redención? ¿Para que no se olvide lo que le ha costado a
Jesús la liberación de la humanidad? Muchas cosas, con los matices pertinentes,
se deben considerar al respecto.
No hacer memoria,
significa no tener historia. Y la Iglesia sabe que “nace” de la muerte de
Jesús y de su resurrección. No es simplemente memoria de un muerto o de
una muerte ignominiosa, o de un sacrificio terrible. Es “memoria” de vida, de
entrega, de amor consumado, de acción profética que se adelanta al
juicio y a la condena a muerte de las autoridades; es memoria de su vida entera
que entrega en aquella noche con aquellos signos proféticos sin medida. Precisamente para que no
se busque la vida allí donde solamente hay muerte y condena. Es, por otra parte
y sobre todo, memoria de resurrección, porque quien se dona en la Eucaristía de
la Iglesia, no es un muerto, ni
repite su muerte gestualmente, sino el Resucitado. Lucas ha presentado
la multiplicación de los panes como una Eucaristía. En este sentido podemos
hablar que este gesto milagroso de Jesús ya no se explica, ni se entiende,
desde ciertos parámetros de lo mágico o de lo extraordinario. Los cinco verbos
del v. 16: “tomar, alzar los ojos,
bendecir, partir y dar”, denotan el tipo de lectura que ha ofrecido a su
comunidad el redactor del evangelio de Lucas. Quiere decir algo así: no se
queden solamente con que Jesús hizo un milagro, algo extraordinario que rompía
las leyes de la naturaleza (solamente tenían cinco panes y dos peces y eran
cinco mil personas).
Por tanto, ya tenemos una
primera aproximación. Por otra parte, es muy elocuente cómo se introduce
nuestro relato: Jesús les hablaba del Reino de Dios y los curaba de sus males.
Sabemos que el relato de la multiplicación de los panes tiene variantes muy
señaladas en la tradición evangélica: (dos veces en Mateo: 14,13-21;15, 32-39); (dos en Marcos: 6,30-44; 8,1-10); (una en Juan, 6,1-13) y nuestro relato.
Se ha escogido, sin duda, para la fiesta del Corpus en este ciclo por ese
carácter eucarístico que Lucas nos ofrece. Incluso se apunta a que todo ocurre
cuando el día declinaba, como en el caso de los discípulos de Emaús que terminó
con aquella cena prodigiosa en la que Jesús resucitado, realiza los gestos de
la última Cena y desaparece.
Pero apuntemos otras
cosas. Jesús exige a los discípulos que “ellos
les den de comer”; son palabras para provocar, sin duda, y para enseñar
también. El relato, pues, tiene de pedagógico tanto como de maravilloso. No
debe ser, la “eucaristía” la experiencia de una élite de perfectos o de santos.
Si fuera así muchos se quedarían fuera para siempre. También debe ser
“experiencia del Reino”; el Reino anunciado por Jesús es el Reino del Padre de
la misericordia y, por tanto, debe ser experiencia de su Padre y nuestro Padre,
de su Dios y nuestro Dios. Y, finalmente, “curación” de nuestra vida, es decir,
experiencia de gracia, de encuentro de fraternidad y de armonía. Muchos vienen
a la eucaristía buscando su “curación” y la Iglesia debe ofrecérsela, según el
mandato mismo de Jesús a los suyos, en el relato: “Denles de comer ustedes mismos”.
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