Comentario Bíblico
De la lectura del Domingo de Pentecostés
Del Evangelio de Juan 20,19-23
El Domingo de Pentecostés
(cincuenta días después de la Pascua) nos muestra, con la proverbial primera
lectura (Hechos 2,1-11), que las experiencias de Pascua, de la Resurrección,
nos han puesto en el camino de la vida verdadera. Pero esa vida es para
llevarla al mundo, para transformar la historia, para fecundar a la humanidad
en una nueva experiencia de unidad (no uniformidad) de razas, lenguas, naciones
y culturas. Lucas ha querido recoger aquí lo que sintieron los primeros
cristianos cuando perdieron el miedo y se atrevieron a salir del «cenáculo» para anunciar el Reino de
Dios que se les había encomendado.
Todo el capítulo primero
de los Hechos de los Apóstoles es una preparación interna de la comunidad para
poner de manifiesto lo importante que fueron estas experiencias del Espíritu
para cambiar sus vidas, para profundizar en su fe, para tomar conciencia de lo
que había pasado en la Pascua, no solamente con Jesús, sino con ellos mismos y
para reconstruir el grupo de los Doce, al que se unieron todos los seguidores
de Jesús. Por eso, el día de Pentecostés ha sido elegido por Lucas para
concretar una experiencia extraordinaria, rompedora, decidida, porque era una
fiesta judía que recordaba en algunos círculos el don de la Ley del Sinaí, seña
de identidad del pueblo de Israel y del judaísmo. Las pretensiones para que la
identidad de la comunidad de Jesús resucitado se mostrara bajo la fuerza y la
libertad del Espíritu es algo muy sintomático. El evangelista sabe lo que
quiere decir y nosotros también, porque el Espíritu es lo propio de los
profetas, de los que no están por una iglesia estática y por una religión sin
vida. Por eso es el Espíritu quien marca el itinerario de la comunidad
apostólica y quien la configura como comunidad profética y libre.
Pentecostés era una fiesta
judía, en realidad la “Fiesta de las Semanas” o de las primicias de la
recolección. El nombre de Pentecostés se traduce por “quincuagésimo” (cf Hch 2,1; 20,16; 1Cor 16,8). La fiesta se
describe en Ex 23,16 como “la fiesta de
la cosecha” y en Ex 34,22 como “el día de las primicias o los primeros
frutos” (Num 28,26). Son siete semanas completas desde la pascua; es decir, cuarenta
y nueve días y en el quincuagésimo, el día es la fiesta. La manera en que ésta
se guarda se describe en Lev 23,15-19; Num 28,27-29.
Además de los sacrificios
prescritos para la ocasión, en cada uno está el traerle al Señor el “tributo de su libre ofrenda” (Dt
16,9-11). Es verdad que no existe unanimidad entre los investigadores sobre el
sentido propio de la fiesta, al menos en el tiempo en que se redacta este
capítulo. Las antiguas versiones litúrgicas, los «targumin» y los comentarios rabínicos señalaban estos aspectos
teológicos en el sentido de poner de manifiesto la acogida del don de la Ley en
el Sinaí, como condición de vida para la comunidad renovada y santa. Después
del año 70 d. C., prevaleció en la liturgia el cómputo farisaico que fijaba la
celebración de Pentecostés 50 días después de la Pascua. En ese caso, una
tradición anterior a Lucas, muy probablemente, habría cristianizado el
calendario litúrgico judío.
No es una Ley nueva lo que
se recibe en el día de Pentecostés, sino el don del Espíritu de Dios o del
Espíritu del Señor. Es un cambio sustancial y decisivo y un don incomparable.
El nuevo Israel y la nueva humanidad, serán conducidos, no por una Ley que ya
ha mostrado todas sus limitaciones en el viejo Israel, sino por el mismo Espíritu
de Dios. Es el Espíritu el único que hace posible que todos los hombres, no
sólo los israelitas, entren a formar parte del nuevo pueblo. Por eso, en el
caso de la familia de Cornelio (Hch 10) -que se ha considerado como un segundo
Pentecostés entre los paganos-, veremos al Espíritu adelantarse a la misma
decisión de Pedro y de los que le acompañan, quien todavía no habían podido
liberarse de sus concepciones judías y nacionalistas.
Los dones espirituales,
los carismas, no son algo solamente estético, pero bien es verdad que si no se
viven con la fuerza y el calor del Espíritu no llevarán a la comunión. Y una
comunidad sin unidad de comunión, es una comunidad sin el Espíritu del Señor.
Así se hace el “cuerpo” del Señor, desde la unidad en la pluralidad. Eso es lo
que sucede en nuestro propio cuerpo: pluralidad en la unidad ¿Quién garantiza
esa unidad? ¡Desde luego, el Espíritu! El evangelio de Juan
(20,19-23), nos viene a decir que desde el mismo día en que Jesús resucitó de
entre los muertos su comunicación con los discípulos se realizó por medio del
Espíritu. El Espíritu que «insufló»
en ellos les otorgaba discernimiento, alegría y poder para perdonar los pecados
a todos los hombres.
Pentecostés es como la
representación decisiva y programática de cómo la Iglesia, nacida de la Pascua,
tiene que abrirse a todos los hombres. Esta es una afirmación que debemos
sopesarla con el mismo cuidado con el que Juan nos presenta la vida de Jesús de
una forma original y distinta. Pero las afirmaciones teológicas no están
desprovistas de realidad y no son menos radicales. La verdad es que el Espíritu
del Señor estuvo presente en toda la Pascua y fue el auténtico artífice de la
iglesia primitiva desde el primer día en que Jesús ya no estaba históricamente
con ellos. Pero si estaba con ellos, por medio del Espíritu que como Resucitado
les había dado.
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