“Ustedes sacarán agua con
alegría de las fuentes de la salvación”. Estas palabras con las que el profeta Isaías,
prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era
mesiánica había de traer consigo, nos hacen recordar los deseos del Pío IX,
mandó celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, innumerables son, en
efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón
infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las
mueve a alcanzar las virtudes todas. Por ello, recordando las palabras del
apóstol Santiago: “Toda dádiva, buena y
todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las luces”, razón
tenemos para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más
fervoroso, el inapreciable don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino
y único Mediador de la gracia y de la verdad entre el Padre Celestial y el
género humano, ha concedido a la Iglesia, su mística Esposa, en el curso de los
últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer tantas dificultades y soportar
pruebas tantas.
La
Iglesia puede manifestar más ampliamente su amor a su Divino Fundador y cumplir
más fielmente esta exhortación que, según el evangelista Juan, profirió el
mismo Jesucristo: “En el último gran día
de la fiesta, Jesús, habiéndose puesto en pie, dijo en alta voz: "El que
tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí". Pues, como dice la
Escritura, "de su seno manarán ríos de agua viva". Y esto lo dijo El
del Espíritu que habían de recibir lo que creyeran en El» Los que escuchaban
estas palabras de Jesús, con la promesa de que habían de manar de su seno «ríos
de agua viva”, fácilmente las relacionaban con los vaticinios de Isaías,
Ezequiel y Zacarías, en los que se profetizaba el reino del Mesías, y también
con la simbólica piedra, de la que, golpeada por Moisés, milagrosamente hubo de
brotar agua. La caridad divina tiene su primer origen en el Espíritu Santo, que
es el Amor personal del Padre y del Hijo, en el seno de la augusta Trinidad.
Con
toda razón, pues, el Apóstol de las Gentes, como haciéndose eco de las palabras
de Jesucristo, atribuye a este Espíritu de Amor la efusión de la caridad en las
almas de los creyentes: «La caridad de
Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha
sido dado. Este tan estrecho vínculo que, según la Sagrada Escritura, existe
entre el Espíritu Santo, que es Amor por esencia, y la caridad divina que debe
encenderse cada vez más en el alma de los fieles, nos revela a todos en modo
admirable, venerables hermanos, la íntima naturaleza del culto que se ha de
atribuir al Sacratísimo Corazón de Jesucristo. Si consideramos su naturaleza
peculiar, es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta
voluntad de entregarnos y consagrarnos al amor del Divino Redentor, cuya señal
y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. Igualmente claro es, y en un
sentido aún más profundo, que este culto exige ante todo que nuestro amor
corresponda al Amor divino. Pues sólo por la caridad se logra que los corazones
de los hombres se sometan plena y perfectamente al dominio de Dios, cuando los
afectos de nuestro corazón se ajustan a la divina voluntad de tal suerte que se
hacen casi una cosa con ella, como está escrito: “Quien al Señor se adhiere, un
espíritu es con El”
La
Iglesia siempre ha tenido y tiene en tan grande estima el culto del Sacratísimo
Corazón de Jesús: lo fomenta y propaga entre todos los cristianos, y lo
defiende, además, enérgicamente contra las acusaciones del naturalismo y del
sentimentalismo; sin embargo, es muy doloroso comprobar cómo, en lo pasado y
aun en nuestros días, este nobilísimo culto no es tenido en el debido honor y
estimación por algunos cristianos, y a veces ni aun por los que se dicen
animados de un sincero celo por la religión católica y por su propia
santificación.
No faltan quienes, confundiendo o equiparando la índole de este
culto con las diversas formas particulares de devoción, que la Iglesia aprueba
y favorece sin imponerlas, lo juzgan como algo superfluo que cada uno pueda
practicar o no, según le agradare; otros consideran oneroso este culto, y aun
de poca o ninguna utilidad, singularmente para los que militan en el Reino de
Dios, consagrando todas sus energías espirituales, su actividad y su tiempo a
la defensa y propaganda de la verdad católica, a la difusión de la doctrina
social y a la multiplicación de aquellas prácticas religiosas y obras que ellos
juzgan mucho más necesarias en nuestros días.
Extracto de la CARTA ENCÍCLICA,
HAURIETIS AQUAS, del Papa PÍO XII, SOBRE EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS