Una fresca mañana, probablemente de enero del año 27, sobre la cuesta que se desliza hacia la margen del río Jordán cerca del poblado de Betania, se detuvo un hombre proveniente de Nazaret de poco más de treinta años. Desde lo alto contempló el grandioso espectáculo: una abigarrada multitud de campesinos, soldados, funcionarios públicos, hombres y mujeres de toda edad y condición acudían a hacerse bautizar por un austero profeta recientemente aparecido, llamado Juan.
Allá abajo el profeta, con el río hasta la cintura, después de exhortar a la muchedumbre a la conversión, levantaba su mano y derramaba sobre la cabeza de los penitentes el agua cristalina. En aquel agreste escenario de piedras y palmeras, mezclado entre el pueblo sencillo, también el hombre de Nazaret se dirigió hacia Juan. Y sumergiéndose en las aguas, como si tuviera culpas que lavar, se dejó bautizar mansamente. El acontecimiento fue considerado de tal importancia por la Iglesia primitiva, que los tres evangelios sinópticos, es decir Mateo, Marcos y Lucas, lo relatan. Fue inmortalizado en innumerables cuadros, pinturas y relieves, pasó a ser uno de los motivos más divulgados de la iconografía cristiana, y se convirtió en la gran fiesta litúrgica del “Bautismo del Señor” que da comienzo al ciclo de los domingos del tiempo ordinario.
Pero cuando leemos el relato que los evangelios traen del bautismo de Jesús, nos damos con tres versiones distintas. En efecto, Mateo dice que Juan no quería bautizarlo y opuso resistencia (Mt 3,13-17). En cambio Marcos afirma que lo bautizó sin ningún problema, como un acontecimiento común (Mc 1,9-11). Juan, por su parte, calla este episodio, como si no hubiera existido. Y Lucas sólo lo menciona de pasada, casi como no queriendo contarlo (Lc 3,21-22). ¿Quién de todos tiene razón y cuenta el acontecimiento tal como sucedió históricamente? ¿Qué misterio se esconde detrás de estos relatos del bautismo? Para entenderlo bien hay que tener en cuenta una clave de los escritores evangélicos: ellos no quisieron contar los acontecimientos simplemente como escuetas y frías crónicas, sino que trataron de aprovechar al máximo los episodios narrados para sacar todas las enseñanzas posibles que dejaban.
Para ello, cada evangelista tuvo en cuenta los destinatarios a quiénes escribía, y los problemas particulares de la comunidad a la que dedicaba su evangelio. Ante todo hay que dejar en claro que el bautismo de Jesús fue un hecho histórico, un episodio real de su vida. Y el primer evangelista que lo puso por escrito fue Marcos, quien compuso su libro alrededor del año 70. Según su relato, luego de presentarse Jesús en el río Jordán fue bautizado por Juan. Entonces ocurrieron tres cosas: la primera es que “se rasgaron los cielos” (Mc 1,9). Este acontecimiento era esperado desde hacía mucho. Un antiguo profeta anónimo, llamado el Tercer Isaías, amargado por el estado de desolación en el que yacía Israel en el siglo V a.C., había dirigido una angustiosa y conmovedora plegaria a Dios pidiéndole que abriera los cielos aunque fuera por última vez y obrara un gran milagro en favor de su pueblo, tal como lo había hecho antiguamente: “Ah, si rompieras los cielos y descendieras” (Is 63,19).
Pues bien, el bautismo de Jesús era la respuesta a esa plegaria. Pero de una manera impresionante. Dios abría los cielos ahora para avisar que había enviado no un favor cualquiera, sino a su hijo en persona. Con este detalle Marcos quería decir que ese hombre que se estaba bautizando venía nada menos que de los cielos, de junto a Dios. La segunda cosa que según Marcos sucedió fue que “descendió el Espíritu sobre él como una paloma”. También con este hecho se cumplía una profecía. Joel 400 años antes había anticipado que cuando llegara el final de los tiempos Dios iba a derramar su Espíritu desde los cielos (Jl 3,1-5). Al bajar ahora sobre Jesús que se bautizaba, Marcos anunciaba que quedaban inaugurados los últimos tiempos, los más importantes de la historia.
Para Marcos era muy importante aclarar que el descenso del Espíritu ocurrió cuando “Jesús ya había salido del agua” (Mc 1,10) y el bautismo había terminado. Es decir, que el Espíritu Santo no había venido como consecuencia del bautismo de Juan, pues éste no era un sacramento ni tenía ninguna eficacia, como lo tendrá después el bautismo cristiano. La ablución que el precursor administraba era sólo un rito exterior, símbolo de que los pecadores que se acercaban arrepentidos y cambiaban de vida quedaban interiormente purificados. El mismo Juan lo había aclarado, diciendo: “Yo los he bautizado con agua, pero él (Jesús) los bautizará con el Espíritu Santo” (Mc 1,8).
La tercera cosa que sucedió fue que “vino una voz de los cielos”, le habló únicamente a Jesús y le dijo “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,11). Para entender esta sentencia, hay que saber que desde hacía muchos siglos Israel esperaba a un misterioso personaje, a quien llamaban el “Siervo de Yahvé”, que iba a redimir a todo el pueblo judío con sus sufrimientos. Según Isaías, que fue quien lo anunció, una de sus características era que Dios se complacería en él (Is 42,1). Pues bien, al decir la voz que el joven nazareno recién salido del agua era aquél en quien Dios se complacía, señalaba a Jesús como el “Siervo de Yahvé”, el redentor de Israel, el ansiado personaje ungido con el espíritu profético de Dios, que un día descendería hasta la misma muerte humana a fin de infundir una nueva vida a todos los hombres.
Ariel Álvarez Valdez
Biblista
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