En el estado actual de las investigaciones es posible afirmar que los sectores mayoritarios de la jerarquía católica brindaron su apoyo al régimen militar entre 1976 y 1983, adoptando una posición sumamente moderada ante la violación sistemática de los derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, la imagen de una Iglesia que fue “cómplice” de la dictadura militar, bastante difundida en la sociedad, ha conspirado en ocasiones contra un análisis más profundo, favoreciendo simplificaciones y esquematismos, lejos de constituir un bloque homogéneo y monolítico, estuvo atravesada por fuertes debates internos vinculados a diferentes concepciones teológicas y pastorales, como así también a diversos posicionamientos frente al gobierno militar.
Esa crisis interna, que desgarraba a la Iglesia argentina desde los tiempos del Concilio Vaticano II, se había profundizado desde fines de la década de 1960 y se puso de manifiesto de manera dramática durante los primeros años del Proceso. La existencia en el seno de la institución de capellanes castrenses que reconfortaban espiritualmente a los torturadores en los campos de concentración de la dictadura, por un lado, y por el otro, de centenares de sacerdotes, religiosos y laicos que pasaron a engrosar el censo de las víctimas de la represión ilegal habla a las claras de la complejidad del problema y de la profundidad de esa crisis interna. Las conclusiones del Concilio Vaticano II y de la Conferencia Latinoamericana de Medellín desencadenaron una verdadera tormenta en el catolicismo argentino, cuya jerarquía era una de las más conservadoras de América Latina.
Ambos encuentros suponían el abandono de las concepciones tomistas sobre las que se había erigido la Iglesia nacional. A lo largo de los tres años que duró el Concilio se gestó una verdadera revolución dentro de la institución, cuyos rasgos centrales fueron, por un lado, la aceptación, por parte de los católicos, de la autonomía de la esfera temporal y, por otro lado, la redefinición de la realidad social y económica como un campo en el que la Iglesia debía intervenir para solucionar los problemas del mundo. Las innovaciones promovidas por el Concilio Vaticano II se pusieron de manifiesto en el campo doctrinario, donde se produjo una renovación de los estudios bíblicos al tiempo que comenzaba a advertirse un giro desde una lectura “espiritualista” del mensaje evangélico hacia otra más bien “socio histórica”, que tendía a vincular la interpretación de los textos con los procesos políticos y sociales en curso.
El nuevo rumbo adoptado por la Iglesia universal tomó por sorpresa a la jerarquía eclesiástica argentina, ya sometida a la presión de sectores más radicales, tanto clérigos como laicos, que querían poner en práctica rápidamente las reformas que acabamos de señalar. En efecto, para estos sectores de la Iglesia, el Concilio representaba la consagración de lo que habían impulsado desde comienzos de la década de 1960: una renovación en el ámbito de los estudios teológicos, una mayor participación de los sacerdotes y los laicos en la vida interna de la Iglesia, una pastoral y liturgia más cercanas a la realidad social. Los debates que había originado el Concilio fueron amplificados tres años más tarde por la Conferencia de Medellín, donde los obispos de América Latina sintetizaron sus posiciones en torno de la forma en que se debían adaptar las disposiciones del Concilio a las problemáticas de la región.
El documento del episcopado latinoamericano promovía la “participación” de los cristianos “en la vida política de la nación”, al tiempo que subrayaba la importancia de la acción de la Iglesia en la “formación de la conciencia social y la percepción realista de los problemas de la comunidad y de las estructuras sociales”. Se planteaba, además, la necesidad de “defender, según el mandato evangélico, los derechos de los pobres y oprimidos” y de “denunciar enérgicamente los abusos y las injustas consecuencias de las desigualdades excesivas entre ricos y pobres, entre poderosos y débiles, favoreciendo la integración”. También encontraba su lugar en el texto la denuncia de la violencia institucionalizada, al señalarse que “las estructuras actuales violan derechos fundamentales”; lo anterior dejaba abiertas las puertas para lo que sería la justificación del uso de la violencia por parte de los oprimidos.
La radicalización de los sectores “progresistas” del clero y del laicado argentino –que se ponía de manifiesto también en la utilización de métodos de análisis y herramientas conceptuales provenientes del marxismo–, tuvo como contrapartida la de los sectores tradicionalistas que, desafiando incluso la autoridad del magisterio católico, veían en el Concilio Vaticano II y en la Conferencia de Medellín, verdaderas “agresiones” a la Iglesia. En diversos grupos de la derecha católica, algunos de los cuales mantenían estrechos vínculos con sectores de las Fuerzas Armadas, se intensificó la campaña contra los sacerdotes tercermundistas, a quienes se acusaba de “infiltración izquierdista” en la Iglesia. La radicalización de estos grupos católicos de izquierda tuvo lugar en un contexto de intensa protesta social luego del Cordobazo. A partir de mayo de 1969, alzamientos populares y manifestaciones a lo largo de todo el país pusieron en jaque al gobierno de las Fuerzas Armadas, encabezado por el general Onganía.
En este proceso intervinieron varios factores. El primero fue la politización de los sectores medios. En las universidades, el movimiento estudiantil adquirió un desarrollo notable y de ese ámbito surgieron gran parte de los cuadros que integrarían las organizaciones revolucionarias. El clima contestatario alcanzó también a los docentes y a los grupos profesionales (abogados, psicólogos, arquitectos) que profundizaron los cuestionamientos a los métodos tradicionales de la enseñanza y a los cánones que regían el funcionamiento de las distintas disciplinas, proponiendo prácticas innovadoras. El segundo fue la rápida difusión en el movimiento obrero de tendencias combativas en la línea de la lucha de clases, al tiempo que una oleada de huelgas, tomas de fábricas y protestas callejeras generaban una profunda inquietud entre los sectores propietarios. En todo caso, el surgimiento a comienzos de la década de 1970, de las organizaciones revolucionarias armadas más importantes –el Ejército Revolucionario del Pueblo y Montoneros– ponía de relieve el grado de radicalización que habían alcanzado estos sectores de la sociedad argentina.
Englobados en lo que se ha dado en llamar la “nueva izquierda”, impugnaban la estructura económica y social vigente por sus reivindicaciones. Ante esta situación, uno de los objetivos centrales de quienes planearon el golpe de estado del 24 de marzo de 1976 fue disciplinar a la sociedad argentina por la instauración sistemática del terror. La identificación de determinadas posturas ante la línea adoptada por el Concilio y luego por Medellín en el seno de la asamblea de obispos no deja de plantear dificultades metodológicas, ya que la misma se compone de individuos susceptibles de modificar sus posiciones a lo largo del tiempo, o de diferenciarse entre sí en torno de ciertos temas y no en torno de otros. Haciendo esta aclaración es posible distinguir tres líneas dentro del episcopado católico que se fueron perfilando a lo largo de los años que separan el Concilio Vaticano II del golpe de estado de 1976: tradicionalistas, conservadores y renovadores (y entre estos últimos –con la misma advertencia con relación a los matices en las posiciones– entre renovadores moderados y progresistas).
Hasta aquí hemos compartido la investigación realizada por MARTÍN OBREGÓN, Docente en Historia e investigador en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Ha preparado una maestría en Ciencias Sociales en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Sus investigaciones se centran en el papel de la Iglesia católica durante el Proceso argentino (1976-1983) y más generalmente las relaciones entre catolicismo, nacionalismo y derechos humanos en la Argentina.
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