El gobierno militar orientó sus acciones a obtener el apoyo de la jerarquía católica, la cual en más de una ocasión constituyó una importante cobertura frente a ese tipo de denuncias. Por el otro lado, los militares buscaron neutralizar cualquier intento proveniente de los sectores “progresistas”, a los que se ubicaba automáticamente en el campo de los “enemigos de la nación”. En su cruzada contra la “Iglesia del Pueblo”, los militares contaban con un buen instrumento ideológico: la tesis de la infiltración izquierdista en el seno de la Iglesia, que algunos intelectuales católicos como el SACERDOTE JULIO MEINVIELLE les habían ayudado a elaborar. Esta tesis correspondía perfectamente a la utilización que hacían los militares del concepto de “subversión”, al que definían como un fenómeno global no limitado al ámbito de las organizaciones armadas sino presente en todo el tejido social.
En la primera mitad de la década de 1970, la tesis de la infiltración marxista de la Iglesia gozó de una enorme popularidad en los ámbitos castrenses, donde comenzaba a madurar una cierta impaciencia frente a lo que se entendía como una extrema permisividad por parte de la jerarquía eclesiástica.28 Según ellos, el objetivo de lo que podía llegar a ser una “Iglesia paralela” era socavar las bases espirituales de la Argentina católica. ¿Podían las Fuerzas Armadas permanecer de brazos cruzados ante lo que consideraban una ofensiva del marxismo en el ámbito religioso, que cuestionaba rasgos centrales del catolicismo argentino y por ende el cimiento católico de una identidad nacional de la que se sentían “custodios naturales”? La detención en Mendoza del vicario general del obispado de La Rioja, ocurrida en febrero de 1976, fue uno de los episodios que demostró hasta qué punto las tesis de la infiltración marxista y de la iglesia paralela calaron hondo en el espíritu de los miembros de las Fuerzas Armadas. Los captores de MONSEÑOR INESTAL le plantearon que JUAN XXIII Y PABLO VI eran los culpables de “LA RUINA DE LA IGLESIA”, que los documentos de Medellín eran “COMUNISTAS” y que “LA IGLESIA DE LA RIOJA ESTABA SEPARADA DE LA IGLESIA ARGENTINA”.
Todas estas expresiones estaban en la línea de pensamiento de CARLOS SACHERI, autor de un libro que se titulaba, precisamente, LA IGLESIA CLANDESTINA. El testimonio del SACERDOTE JESUITA ORLANDO YORIO en ocasión del juicio a las juntas militares en 1985 también es revelador al respecto: durante su detención en la Escuela de Mecánica de la Armada uno de sus interrogadores le recriminó el hecho de “HABER INTERPRETADO DEMASIADO MATERIALMENTE LA DOCTRINA DE CRISTO”. En los más influyentes círculos militares se consideraba que “LA INFILTRACIÓN DE LAS IDEOLOGÍAS MARXISTAS EN EL SENTIDO NACIONAL” y sobre todo “en la Iglesia católica apostólica romana” constituía “lo peor que podía ocurrir”, ya que sus consecuencias para el país podían ser “funestas”. A la luz de esas convicciones pueden comprenderse mejor las palabras de un teniente coronel del ejército que hacía referencia al “mal sacerdote que enseña a Cristo con un fusil en la mano” al momento de enumerar a los “enemigos de la patria”. Expresiones de este tipo comenzaron a hacerse más frecuentes, alentadas en no pocas ocasiones por los sectores más tradicionalistas de la jerarquía. ¿O no había denunciado el propio arzobispo de Rosario la existencia de iglesias en las cuales se habían “incubado” guerrilleros?
Al presentar a los sectores “progresistas” del catolicismo como un subproducto de la avanzada del marxismo, no sólo se pretendía quitarles legitimidad sino que se preparaba el terreno para que se desplegara sobre ellos una represión particularmente violenta. Para examinar esta represión es necesario volver aproximadamente a mediados de 1974, cuando comenzó una fuerte ofensiva sobre las organizaciones que protagonizaban la protesta social. La violencia de las Fuerzas Armadas y de seguridad, también de bandas armadas paraestatales al estilo de la TRIPLE A se hicieron sentir sobre los sectores católicos más activos, los sacerdotes y los cuadros laicos. A la detención, en abril de ese año, de DOS SACERDOTES QUE TRABAJABAN CON LAS COMUNIDADES ABORÍGENES DEL CHACO, le siguió, en mayo, el asesinato del SACERDOTE CARLOS MUGICA, al término de una misa celebrada en la parroquia de San Francisco Solano, en una humilde barriada de la Capital Federal. En febrero de 1975 fue asesinado otro sacerdote, el PADRE JOSÉ TEDESCHI, quien desarrollaba su tarea en una villa de emergencia de la zona sur del Gran Buenos Aires. En mayo de ese mismo año un grupo comando secuestró en Mar del Plata a la decana de la Facultad de Humanidades de la Universidad Católica.
Entre fines de 1975 y comienzos de 1976 las detenciones, secuestros y asesinatos de sacerdotes y militantes católicos se multiplicaron, dando cuenta de una escalada represiva que se intensificaría luego del golpe militar del 24 de marzo. Al considerar a la “subversión” como un fenómeno global, que podía contaminar hasta el ámbito religioso, los militares encontraban un justificativo para neutralizar la capacidad opositora de las corrientes “progresistas” del catolicismo. Los documentos del comando en jefe del ejército son muy claros al respecto, al señalar que éste “accionará selectivamente sobre organizaciones religiosas en coordinación con organismos estatales, para prevenir o neutralizar situaciones conflictivas explotables por la subversión, detectar y erradicar sus elementos infiltrados y apoyar a las autoridades y organizaciones que colaboran con las fuerzas legales”. Durante el mes de mayo de 1976 fueron detenidos los SACERDOTES JESUITAS ORLANDO YORIO Y FRANCISCO JÁLICS, y fue expulsado del país el SACERDOTE FRANCÉS SANTIAGO RENEVOT. La represión fue particularmente intensa entre los religiosos, sacerdotes y obispos, y en las organizaciones del apostolado católico, como la JUVENTUD UNIVERSITARIA CATÓLICA (JUC) y la JUVENTUD OBRERA CATÓLICA (JOC), vale decir, las que contaban con una menor cobertura institucional.
Durante los meses de mayo y junio, por ejemplo, las fuerzas de seguridad llevaron adelante dos verdaderas redadas como consecuencia de las cuales fueron secuestrados y ‘desaparecidos’ alrededor de una docena de jóvenes católicos que realizaban tareas en barrios humildes de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires. A mediados de junio se produjo la detención de los PADRES ASUNCIONISTAS CARLOS DI PIETRO Y RAÚL RODRÍGUEZ, que motivó enérgicos reclamos por parte de esa congregación religiosa ante la embajada argentina en el Vaticano. En estas circunstancias, ocurrieron dos episodios que adquirieron gran repercusión tanto dentro como fuera del país: la masacre de una comunidad religiosa en una parroquia de la Capital Federal y el ASESINATO DE MONSEÑOR ANGELELLI, obispo de La Rioja. El primero de estos episodios tuvo lugar durante la madrugada del 4 de julio, cuando tres sacerdotes y dos seminaristas de la orden de los palotinos fueron asesinados por un “grupo de tareas” de las Fuerzas Armadas y de seguridad en una parroquia del barrio de Belgrano.
Según múltiples testimonios, en el interior de la casa parroquial se encontraron algunas inscripciones, rápidamente borradas por la policía, que vinculaban a las víctimas con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, acusándolos de “pervertir las mentes de los jóvenes”. A pesar de los intentos del gobierno por presentar el hecho como una consecuencia del accionar de “organizaciones subversivas”, en los círculos eclesiásticos existía la certidumbre de que los crímenes habían sido cometidos por el régimen militar. El asesinato del obispo de La Rioja que tuvo lugar un mes más tarde (agosto 1976) constituyó la intensificación de la persecución a la Iglesia riojana, como consecuencia de la cual habían muerto ya dos de sus sacerdotes y un militante laico. Empresarios y militares acusaban a MONSEÑOR ANGELELLI de complicidad con el marxismo desde hacía un tiempo atrás. Debido a la investidura de la víctima, este asesinato disimulado bajo un supuesto accidente automovilístico adquirió resonancia internacional. Numerosas desapariciones y asesinatos de miembros del clero se registraron en el curso del año 1976 –y también en 1977– además de los que acabamos de mencionar. Aquéllos son sólo los más publicitados, junto con otro ocurrido hacia fines de 1977, cuando un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada secuestró y asesinó a las RELIGIOSAS FRANCESAS ALICE DOMON Y LÉONI DUQUET.
Sobre todo a partir de la segunda mitad de 1976, la represión golpeaba a organismos e instituciones católicas por ser acusados simplemente de llevar adelante actividades contrarias al “orden público”, o de haber brindado apoyo a grupos “subversivos”. La intervención de las Fuerzas Armadas en este terreno adquirió, pues, formas diversas: desde la separación de su cargo y cesantía de numerosos docentes, en el marco de la ley 21.381, hasta la irrupción de los miembros de las Fuerzas Armadas en colegios o institutos católicos, en espectaculares operativos que incluían la detención de profesores y directivos. A lo largo del país episodios de este tipo ponían en tela de juicio a los docentes y a los métodos pedagógicos que utilizaban. En la localidad correntina de Paso de los Libres, por ejemplo, la RELIGIOSA LIDIA CAZZULINO, que se desempeñaba como profesora de un instituto, fue separada de su cargo debido “a la orientación posconciliar” de su catequesis. En Coronel Pringles, el Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires decidió intervenir el Colegio del Sagrado Corazón “por no acceder la directora del establecimiento a las indicaciones tendientes a impedir la implantación de métodos de estudio de los que es autora la religiosa Clara Yañes”.
Otro operativo realizado, a fines de noviembre 1977, en el Colegio San Miguel a cargo de sacerdotes lourdistas, constituye un buen ejemplo de la magnitud que adquirieron las intervenciones directas de las fuerzas represivas: “un número elevado de efectivos militares con ropas de fajina y armas largas” detuvo a cuatro sacerdotes que se desempeñaban allí como profesores. Todos estos episodios, entre los que cabe mencionar los ataques con explosivos a la Librería Catequística y la clausura, por unos días, de dos importantes editoriales católicas, dibujaban un cuadro de situación que no podía menos que generar una fuerte preocupación en la jerarquía de la Iglesia. Por un lado, la fuerza de la represión que afectaba a la “Iglesia del Pueblo” constituyó una fuente permanente de tensiones entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas. En su principio, el ataque contra miembros del clero (y del propio episcopado) era para los sectores mayoritarios de la jerarquía una afrenta inaceptable. A la vez dejaba a los obispos a merced de las críticas provenientes de los sectores subordinados, los que exigían que se adoptaran posiciones más duras con respecto al régimen militar. Por otro lado, era evidente que muchos de los acontecimientos descriptos, como los procedimientos en los colegios católicos, implicaban una clara intromisión de las Fuerzas Armadas en terrenos que la Iglesia consideraba de su absoluta competencia. El tema que así pasaba a ocupar un lugar central era el de la autonomía de la institución eclesial frente a un régimen cuya dinámica autoritaria se ponía de manifiesto en casi todos los planos de la vida social. Sin embargo, las preocupaciones que los métodos represivos adoptados por los militares contra miembros de la Iglesia suscitaban en amplios sectores de la jerarquía eclesiástica no se reflejaban en la política que esta última llevó adelante durante los primeros años del Proceso. La jerarquía eclesiástica contribuyó poco a la defensa de los católicos progresistas cuando empezaron a ser perseguidos desde mediados de 1974.
Éstos debieron, además, enfrentar en el plano interno la ofensiva disciplinaria de los sectores mayoritarios del episcopado que buscaron de este modo superar la crisis institucional y restaurar la unidad eclesial. El tema de los derechos humanos generó acaloradas discusiones en el cuerpo episcopal en las cuales éste quedó virtualmente dividido en dos sectores. Un sector minoritario sostenía la necesidad de que la Iglesia se pronunciara con claridad acerca del tema y generara una instancia orgánica, o al menos oficiosa, para brindar asistencia a las víctimas de la represión, en la línea de la Vicaría de la Solidaridad que había sido propiciada en Chile por el arzobispo de Santiago. El sector mayoritario retomaba en buena medida los argumentos de los militares en cuanto a la existencia de una “campaña antiargentina” impulsada desde el exterior para relativizar la gravedad de la situación, y planteaba la inconveniencia de entrar en un conflicto abierto con el régimen militar, aduciendo en no pocos casos que el tándem Videla/Viola era en todo caso preferible al que estaba compuesto por los comandantes de cuerpo.
Hasta aquí hemos compartido la investigación realizada por MARTÍN OBREGÓN, Docente en Historia e investigador en la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Ha preparado una maestría en Ciencias Sociales en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Sus investigaciones se centran en el papel de la Iglesia católica durante el Proceso argentino (1976-1983) y más generalmente las relaciones entre catolicismo, nacionalismo y derechos humanos en la Argentina.
Fuente:
www.historizarelpasadovivo.cl