Monte Caelio, 590. Bien entrada la noche en Roma y sus alrededores, todavía hay quien no duerme en el Monasterio de San Andrés. El padre Gregorio prepara su equipaje iluminado por pequeña vela: muy poca ropa y muchos libros. Debe darse prisa. La escolta que lo llevará a Roma no tardará en llegar. ¿Quién tuvo la loca idea de elegirlo como sucesor del Santo Pontífice? ¿Él, pequeño monje de nada en absoluto? Pero de eso la gente no quiere saber nada. Hasta la carta que envió al emperador para defender su caso fue interceptada. Terminado el equipaje, el monje coge sus alforjas y sale de puntillas del monasterio.
Toma el camino que desciende del cerro en dirección
opuesta a la ciudad del trono de San Pedro. Afortunadamente, la luz de la luna
llena le da buena visibilidad. Con suerte, llegará al pueblo antes del
amanecer. Poco tiempo después se escucha el toctotoc de un pequeño burro en el
que va montado una persona que le resulta familiar. Trota silenciosamente hasta
alcanzarlo.
– Es muy tarde para un paseo nocturno, ¿no crees? – le
pregunta el padre Valentín, frenando el paso de su montura.
Claro. ¿Quién, aparte de Valentín, un amigo fiel y padre
superior del monasterio, podría haber adivinado exactamente a dónde se dirigía?
Gregorio sabe que no puede huir, cargado como está. Pero no se detiene.
– Sabes tan bien como yo que no soy digno de esta tarea.
Ni siquiera soy obispo. Elegí la vida monástica para servir a Dios con humildad
y paz.
Para su sorpresa, Valentín no intenta razonar con él ni
se interpone en su camino. Al contrario, desmonta de su montura y camina junto
a él.
– Sin embargo, te niegas al camino por el que te envía,
comenta este último.
– No fue Dios sino los hombres quienes me eligieron.
– Tu claridad mental te ha convertido en el mejor
apocrisiario (representante de la Iglesia de Roma) en Constantinopla. Roma está
en peligro. Tu dones para mediar estos conflictos son necesarios. ¿No lo
entiendes?
Las palabras de Valentín no dejan indiferente a Gregorio,
pero se resiste a creer que es él el que Roma necesita. Los desbordes del
Tíber, la peste, los lombardos que esperan la oportunidad de volver a atacar
¿Qué puede hacer él para resolver ese caos?
– Solo se me da bien rezar y escribir obras pías. ¿Cómo
puedo hacer esto desde el trono de San Pedro?
Esta vez, Valentin frunce el ceño.
– Si te entiendo correctamente, ¿quieres servir a Dios
pero solo de la manera que más te convenga? Cuidado Gregorio, esto difícilmente
suena a humildad. Recuerda servir al Señor según su voluntad, no la tuya.
Estas palabras despiertan en Gregorio el recuerdo de su
consagración a Dios, y finalmente se detiene. Su voto no fue solo un voto de
servicio, sino también de obediencia. Ya sea por miedo o por deseo de consuelo,
este escape lo hizo aún más indigno de Dios de lo que ya lo había sido. ¡Ah,
qué tonto! Aquí está rojo de vergüenza ante el Dios que tanto ama.
Sin embargo, la angustia no lo abandona. Ciertamente, con
su experiencia como asesor del difunto Papa, sabe qué esperar, pero no logra
imaginar cómo resolver tales conflictos.
– No tengas miedo, le dice su fiel amigo. Nunca estarás
solo.
Se escuchan gritos en la cima de la colina y las luces de
las antorchas aparecen cerca del monasterio. Le buscan para acompañarle a Roma.
– Señor, piensa, iré a donde tú quieras. Así que, por
favor, no abandones a tu indigno servidor.
A pesar de su desgana inicial, Gregorio I nunca falló en
su deber como Papa. Murió el 12 de marzo de 604 y fue canonizado cincuenta años
después, tras una vida de devoción a los enfermos, reformas litúrgicas,
negociaciones de paz y propagación de la fe más allá de las fronteras.
Junto a san Agustín, san Ambrosio y san Jerónimo, es uno
de los primeros doctores de la Iglesia. Al ocupar su lugar en el trono de San
Pedro, este Papa se hizo servidor de todos.
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